—Sí —repuso Vanion con algo de fatiga—. Todos estamos aquí.
—Miró la espada pandion que llevaba la mujer—. ¿Queréis dármela? —preguntó.
—No —contestó con firmeza ésta—. Ya soportáis bastante peso. Esto no durará mucho, de todas formas.
—¿Vais a revocar el hechizo? —quiso saber Ulath—, ¿Antes de utilizar el Bhelliom para curar a la reina, me refiero?
—Debemos hacerlo —aseveró la estiria—. El Bhelliom debe tocarle la piel para poder sanarla.
—Ya es la última hora de la tarde —advirtió Kalten, que se había acercado a la ventana—. Si vamos a hacerlo hoy, mejor será que nos pongamos en marcha.
—Esperemos a mañana —propuso Vanion—. Si los soldados tratan de resistirse, podríamos tardar unas horas en someterlos, y no quiero que ninguno se escabulla en la oscuridad para ir a avisar a Annias hasta que haya transcurrido el tiempo suficiente para que lleguen refuerzos.
—¿Cuántos soldados hay en palacio? —preguntó Sparhawk.
—Unos doscientos, según los informes de mis espías —respondió Vanion—, no los suficientes para constituir un serio inconveniente.
—Vamos a tener que idear la manera de cerrar a cal y canto la ciudad durante unos cuantos días si no queremos ver una columna de relevo con sujetos vestidos con túnicas rojas remontando la ribera del río —señaló Ulath.
—Yo puedo encargarme de eso —anunció Talen—. Me deslizaré hasta la ciudad antes del anochecer e iré a hablar con Platimo. El mantendrá las puertas bien cerradas.
—¿Es de fiar? —inquirió Vanion.
—¿Platimo? Claro que no, pero creo que como mínimo hará esto por nosotros. Detesta a Lycheas.
—Decidido pues —zanjó Kalten—. Podemos ponernos en acción al alba y tenerlo todo concluido a la hora de la comida.
—No te molestes en reservarle un puesto en la mesa al bastardo Lycheas —apuntó con tono desapacible Ulath, revisando el filo de su navaja con el pulgar—. Me parece que no va a tener nada de apetito.
Kurik despertó temprano a Sparhawk la mañana siguiente y lo ayudó a enfundarse la negra armadura de ceremonia. Después, con el cinto de la espada y el yelmo en la mano, Sparhawk se dirigió al estudio de Vanion para aguardar el alba y la llegada de los demás. Aquél era el gran día. Hacía más de medio año que volcaba todos sus esfuerzos en la llegada de ese día en el que miraría de frente los ojos de su reina, la saludaría y le juraría lealtad. Una terrible impaciencia lo consumía. Quería poner el broche final a aquello y maldecía el perezoso sol que tardaba tanto en salir.
—Y entonces, Annias —casi ronroneó—, vos y Martel vais a convertiros en insignificantes notas a pie de página de la historia.
—¿Sufriste un golpe en la cabeza cuando tuviste esa pelea con Ghwerig? —Era Kalten, que también llevaba su armadura negra de ceremonia y que entró con el yelmo bajo el brazo.
—No —respondió Sparhawk—. ¿Por qué?
—Estabas hablando solo. La mayoría de la gente no hace eso, lo sabes bien.
—Te equivocas, Kalten. Casi todo el mundo lo hace. La mayor parte del tiempo, no obstante, hablan solos repasando conversaciones pasadas... o planeando algunas que aún no han ocurrido.
—¿A cuál de las dos ocupaciones te estabas dedicando?
—A ninguna. Estaba avisando a Annias y a Martel lo que les espera.
—No han podido oírte.
—Quizá no, pero darles algún tipo de advertencia es lo más caballeroso que se puede hacer. Al menos yo sabré que lo dije, incluso si ellos lo ignoran.
—Me parece que yo no me tomaré esas molestias cuando vaya en busca de Idus. —Kalten sonrió—. ¿Tienes noción de cuánto tardaría en hacerle entrar una idea en la cabeza a Adus aunque fuera a golpes? Oh, por cierto, ¿y quién liquidará a Krager?
—Dejémoselo a alguien que nos preste algún favor.
—No está mal la idea.—Kalten calló un momento, adoptando un semblante más serio—. ¿Va a funcionar, Sparhawk? ¿Va a curar realmente el Bhelliom a Ehlana, o sólo hemos estado engañándonos a nosotros mismos?
—Creo que va a salir bien. Tenemos que creer que así será. El Bhelliom es muy, muy poderoso.
—¿Lo has utilizado alguna vez?
—Sí, una. Derrumbé parte de una cadena montañosa en Thalesia con él.
—¿Por qué?
—Era necesario. No pienses en el Bhelliom, Kalten. Es muy peligroso hacerlo. Kalten puso una expresión escéptica.
—¿Vas a permitir que Ulath acorte un poco la estatura de Lycheas cuando lleguemos a palacio? Ulath disfruta de veras haciéndole eso a la gente... O yo podría colgar al bastardo, si prefieres.
—No lo sé —respondió Sparhawk—. Tal vez debamos esperar y dejar que Ehlana tome la decisión.
—¿Por qué molestarla con eso? Seguramente estará un poco débil después de todo esto y, como paladín suyo, deberías tratar de evitarle todo esfuerzo. —Kalten miró con ojos entornados a Sparhawk—. No te lo tomes a mal —añadió—, pero Ehlana es una mujer, y las mujeres son notoriamente blandas de corazón. Si lo dejamos a su albedrío, puede 3ue no nos autorice a matarlo. Preferiría tenerlo bien muerto antes e que ella despierte. Le presentaremos disculpas, por supuesto, pero es muy difícil resucitar a alguien, por más arrepentido que uno esté.
—Eres un bárbaro, Kalten.
—¿Yo? Oh, por cierto, Vanion ha ordenado ponerse la armadura a nuestros hermanos. En principio todos estaremos listos a la salida del sol, cuando la gente de la ciudad abra las puertas. —Kalten frunció el entrecejo—. Ello podría representar un problema, no obstante, habrá soldados eclesiásticos en las puertas y tal vez intenten cerrárnoslas en las narices cuando nos vean venir.
—Para eso están los arietes —repuso con indiferencia Sparhawk.
—La reina podría enojarse un poco contigo si se entera de que has estado derribando las puertas de su capital.
—Se las haremos arreglar a los soldados eclesiásticos.
—Es un trabajo honrado, y eso es algo casi desconocido para los soldados eclesiásticos. No obstante, sugiero que observes detenidamente esa hilera de adoquines delante de las puertas antes de tomar una determinación. Los soldados de la Iglesia no son muy diestros con las herramientas.
—El rubio caballero se hundió en un sillón, produciendo un crujido con la armadura—. Nos ha llevado mucho tiempo, Sparhawk, pero casi ya estamos al cabo del camino, ¿no es cierto?
—Muy cerca —concedió Sparhawk—, y, en cuanto Ehlana esté recuperada, podemos ir en busca de Martel.
—Y de Annias —agregó Kalten, con un vivo fulgor en los ojos—. Creo que deberíamos colgarlo del arco de la puerta principal de Chyrellos.
—Es un primado de la Iglesia, Kalten —le recordó Sparhawk con voz apesadumbrada—. No puedes hacerle eso.
—Podemos pedirle disculpas después.
—¿De qué manera exactamente te propones hacerlo?
—Ya se me ocurrirá algo —respondió Kalten con desenvoltura—. Quizá podríamos decir que había sido un error o algo parecido.
El sol ya había salido cuando se reunieron en el patio. Vanion, con rostro pálido y macilento, bajó cansinamente las escaleras cargando una gran caja.
—Las espadas —explicó concisamente a Sparhawk—. Sephrenia dice que las necesitaremos cuando estemos en la sala del trono.
—¿No puede trasladarlas otra persona? —le preguntó Kalten.
—No. Son mi carga. Cuando llegue Sephrenia, nos pondremos en marcha.
La pequeña mujer estiria estaba muy calmada, con aire ausente, cuando salió al patio con la espada de sir Gared en la mano y con Talen tras ella.
—¿Os encontráis bien? —inquirió Sparhawk.
—He estado preparándome para el ritual que celebraremos en la sala del trono —repuso la estiria.
—Puede que participemos en alguna refriega —señaló Kurik—. ¿Es prudente que llevemos a Talen?
—Yo puedo protegerlo —respondió Sephrenia—, y su presencia es necesaria por motivos que no creo que vayáis a comprender.
—Montemos y partamos —propuso Vanion.
Sonó un gran tintineo cuando los cien caballeros pandion de negra armadura subieron a caballo.
Sparhawk se situó, como era habitual, al lado de Vanion con Kalten, Bevier, Tynian y Ulath a corta distancia detrás de ellos, y la columna de pandion los siguió a retaguardia. Cruzaron el puente levadizo al trote y arremetieron contra el perplejo grupo de soldados eclesiásticos que se encontraban ante la puerta. Obedeciendo a una concisa señal de Vanion, un destacamento de pandion se separó del cortejo y rodeó a los falsos obreros.
—Retenedlos aquí hasta que nosotros nos hayamos hecho cargo de las puertas de la ciudad —ordenó Vanion—. Después llevadlos a la población y reuníos con nosotros.
—Sí, mi señor —repuso Perraine.
—De acuerdo, caballeros —los exhortó Vanion—, Creo que un galope sería lo adecuado en estos momentos. No demos demasiado tiempo a los soldados de la ciudad para prepararse para nuestra llegada.
Recorrieron con estruendo de cascos la relativamente corta distancia que separaba el castillo de la orden de la Puerta del Este de Cimmura, donde, a pesar de la preocupación de Kalten acerca de la posibilidad de que la hallaran cerrada, los soldados eclesiásticos, tomados por sorpresa, no pudieron reaccionar a tiempo.
—¡Caballeros! —protestó con voz aguda un oficial—. ¡No podéis entrar en la ciudad sin la autorización del príncipe regente!
—¿Con vuestro permiso, lord Vanion? —consultó educadamente Tynian.
—Desde luego, sir Tynian —consintió Vanion—. Tenemos asuntos urgentes que atender y no podemos desperdiciar el tiempo con ociosas chácharas.
Tynian adelantó el caballo. El caballero deirano, de cara engañosamente redonda, tenía un semblante que por lo general iba asociado con el buen humor y un enfoque alegre de la vida. Su armadura, no obstante, ocultaba un torso extraordinariamente desarrollado y unos poderosos brazos y hombros.
—Amigo mío —dijo al oficial con tono afable, tras desenvainar la espada—, ¿seríais tan amable de apartaros para dejarnos pasar? Estoy seguro de que ninguno de nosotros desea que se produzcan altercados desagradables aquí. —Su tono era cortés, casi amigable.
La mayoría de los soldados eclesiásticos, acostumbrados desde hacía tiempo a que todo el mundo acatara su voluntad en Cimmura, no estaban preparados para que nadie pusiera en tela de juicio su autoridad. Para su mala fortuna, el oficial se contaba entre ellos.
—Debo prohibiros la entrada a la ciudad sin una autorización expresa del príncipe regente —declaró con tozudez.
—¿Es vuestra última palabra, pues? —preguntó Tynian con tono pesaroso.
—Lo es.
—Vos lo habéis decidido, amigo —dijo Tynian.
Después se irguió sobre los estribos y le descargó por alto la espada. Dado que el oficial no podía creer que alguien fuera a agredirlo, no realizó movimiento alguno para protegerse. Su expresión era de gran sorpresa cuando la pesada arma de ancha hoja de Tynian se abrió camino entre su cuello y hombro para abrirle un tajo en diagonal en el cuerpo. La sangre brotó a borbotones de la terrible herida, y el cuerpo súbitamente rígido quedó colgando de la espada de Tynian, retenida entre los bordes abollados de la gran raja abierta en el peto de acero del oficial. Tynian se apoyó en la silla, sacó el pie del estribo y desprendió de un puntapié el cadáver del arma.
—Le he pedido que se apartara, lord Vanion —puntualizó—. Puesto que decidió no hacerlo, lo que ha ocurrido es de su entera responsabilidad, ¿no os parece?
-Así ha sido, sir Tynian —acordó Vanion—. No veo que hayáis tenido culpa vos. Os habéis comportado como modelo de cortesía.
—Prosigamos pues —propuso Ulath, descolgando su hacha de guerra de la silla del caballo—. Veamos —dijo a los atónitos soldados eclesiásticos—, ¿quién es el siguiente?
Los soldados se dieron a la fuga.
Los caballeros que habían estado custodiando a los obreros llegaron al trote, llevando a sus prisioneros en primera fila. Al ver una columna de caballeros pandion de desapacible semblante cabalgando por las adoquinadas calles, los ciudadanos de Cimmura, plenamente conscientes de cuál era la situación en palacio, no tardaron en prever una inminente batalla. Las puertas se cerraron una tras otra, y después de ellas siguieron los postigos.
Los caballeros siguieron cabalgando por las repentinamente solitarias calles. A sus espaldas se oyó un malévolo zumbido seguido de un sonoro ruido metálico. Sparhawk hizo girar a
Faran
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—De veras deberías vigilar tu espalda, Sparhawk —aconsejó Kalten—. Eso era una saeta de ballesta, y te hubiera acertado justo entre los omóplatos. Me debes lo que me va a costar volver a esmaltar el escudo.
—Te debo mucho —más que eso, Kalten —contestó, agradecido, Sparhawk.
—Qué extraño —observó Tynian—. La ballesta es un arma lamorquiana. No son muchos los soldados eclesiásticos que las utilizan.
—Tal vez fuera algo personal —gruñó Ulath—. ¿Habéis ofendido últimamente a algún lamorquiano, Sparhawk?
—No que yo sepa.
—No tiene sentido que nos entretengamos con pláticas al llegar a palacio —reflexionó Vanion—. Ordenaré a los soldados que arrojen las armas en cuanto lleguemos.
—¿Creéis que lo harán? —inquirió Kalten.
—Probablemente no —reconoció Vanion, sonriendo con tristeza—. Al menos, no sin haber presenciado varias ejecuciones ejemplares. Cuando lleguemos, Sparhawk, quiero que os llevéis a vuestros amigos aquí presentes y que guardéis la puerta de palacio. No me parece que fuera buena idea ir persiguiendo a los soldados de la Iglesia por los pasillos.
—De acuerdo —aceptó Sparhawk.
Puestos sobre aviso por los hombres que habían huido de las puertas de la ciudad, los soldados eclesiásticos se habían apostado en formación en el patio de palacio y habían cerrado las puertas, prioritariamente decorativas, de éste.
—Traed el ariete —ordenó Vanion.
Una docena de pandion se adelantaron con una pesada viga prendida con cuerdas a sus sillas. Tardaron quizás unos cinco minutos en derribar las puertas y entonces los caballeros de la Iglesia se introdujeron en el patio.
—¡Arrojad las armas! —gritó Vanion a los confusos soldados del patio.
Sparhawk condujo a sus amigos por el borde del patio hasta las grandes puertas que daban entrada a palacio. Allí desmontaron y subieron las escaleras para enfrentarse a la docena de soldados que montaban guardia frente a la entrada. El oficial que ostentaba el mando desenvainó la espada.