—Mahkra —dijo Lillias, agitándose, con voz cargada de sueño —vuelve a la cama.
Oía las campanas en la lejanía, destacándose sobre los incesantes mugidos de las vacas medio salvajes encerradas en los patios que lo rodeaban. Sabedor de que la religión de aquel reino no recomendaba el uso de las campanas, Sparhawk tenía la certeza de que su tañido procedía de un lugar donde se reunían miembros de su propia fe. Como no tenía otro sitio adonde ir, avanzaba tambaleante en dirección a aquel sonido. La empuñadura de su espada tenía un tacto resbaladizo a causa de la sangre, y el arma se le antojaba terriblemente pesada ahora. Quería librarse de su peso, y habría sido sencillo permitir que se le deslizara entre los dedos y dejar que se perdiera en esa oscuridad fétida de excrementos. Pero un verdadero caballero sólo soltaba su espada impelido por la muerte, y por ello Sparhawk cerraba tenazmente la mano en torno a su puño y continuaba andando con paso pesado, en pos de las campanas. Tenía frío, y la sangre que manaba de sus heridas parecía muy cálida, casi reconfortante. Siguió, dando traspiés, cercado por la fría noche, calentado por la sangre que fluía de su costado.
—Sparhawk. —Era la voz de Kurik, que lo zarandeaba con firmeza por el hombro—. Sparhawk, despertad. Volvéis a sufrir una pesadilla.
Sparhawk abrió los ojos. Sudaba copiosamente.
—¿La misma? —inquirió Kurik. Sparhawk asintió con la cabeza.
—Tal vez podáis libraros de ella cuando hayáis matado por fin a Martel. Sparhawk se incorporó en la cama.
—Pensaba que quizás esta noche habría sido distinta —comentó Kurik, sonriendo—. Después de todo, hoy es el día de vuestra boda. Los novios siempre tienen sueños inquietantes la noche anterior a la boda. Es una especie de vieja costumbre.
—¿Tuviste el sueño turbado la noche antes de desposar a Aslade?
—Oh, sí. —Kurik se echó a reír—. Algo me perseguía y yo tenía que llegar a la costa para poder embarcar y escapar. El único problema era que no paraban de cambiar el océano de sitio.
¿Queréis desayunar ahora o preferís esperar a haberos bañado y que os haya afeitado?
—Puedo afeitarme yo mismo.
—Sería mala idea hacerlo hoy. Mostradme la mano.
Sparhawk extendió la mano derecha y comprobó que temblaba de forma manifiesta.
—Definitivamente no deberíais intentar afeitaros hoy, mi señor. Digamos que éste es el presente de bodas que dedico a la reina. No voy a dejar que vayáis al lecho nupcial con la cara llena de marcas.
—¿Qué hora es?
—Falta una media hora para el amanecer. Levantaos, Sparhawk. Os era un largo día. Ah, por cierto, Ehlana os ha mandado un regalo. Llegó anoche cuando ya estabais dormido.
—Debiste despertarme.
—¿Para qué? No podéis llevarlo puesto en la cama.
—¿Qué es?
—Vuestra corona, mi señor.
—¿Mi que?
—Corona. Es una especie de sombrero. Aunque no os protegerá mucho en lo que al mal tiempo se refiere.
—¿En qué estará pensando?
—En la propiedad, mi señor. Sois el príncipe consorte... o lo seréis esta noche. No es una mala corona... Más o menos como todas: oro, joyas, ese tipo de cosas.
—¿De dónde la sacó?
—La encargó justo después de que abandonarais Cimmura para venir aquí. La trajo consigo... digamos que por el mismo motivo que un pescador siempre lleva un sedal y un anzuelo en el bolsillo. Deduzco que vuestra novia no quería estar desprevenida en caso de que se presentara la ocasión. Quiere que yo la lleve sobre un cojín de terciopelo durante la ceremonia de esta noche y, en cuanto estéis casados, os la pondrá en la cabeza.
—Tonterías —bufó Sparhawk, sacando las piernas de la cama.
—Puede que sí, pero con el tiempo aprenderéis que las mujeres ven el mundo de manera diferente de como lo perciben los hombres. Es una de las cosas que aportan interés a la vida. Y ahora, ¿qué va a ser primero? ¿El desayuno o el baño?
Aquella mañana se reunieron en el castillo, dada la agitación que reinaba en la basílica. Los cambios que Dolmant había decidido adoptar se habían difundido entre el clero y éste rebullía confusamente igual que se agitan las hormigas desahuciadas por el destrozo de su hormiguero. El monumental patriarca Bergsten, todavía vestido con la cota de mallas y tocado con el yelmo con cornamenta de ogro, sonrió al entrar en el estudio de sir Nashan y dejó apoyada su hacha de guerra en un rincón.
—¿Dónde está Emban? —le preguntó el rey Wargun—. ¿Y Ortzel?
—Están ocupados despidiendo a la gente. Sarathi está haciendo una limpieza minuciosa de la basílica. Emban ha trazado una lista de individuos indeseables, y las comunidades de un buen número de monasterios están experimentando un inusitado incremento de miembros.
—¿Makova? —inquirió Tynian.
—Estaba entre los primeros que han de marcharse.
—¿Quién es el primer secretario? —preguntó el rey Dregos.
—¿Quién pensáis que puede ser? Emban, por supuesto, y Ortzel es el nuevo director del colegio de teólogos, un cargo más que indicado para él.
—¿Y vos? —se interesó Wargun.
—Sarathi me ha concedido una posición un tanto especializada —repuso Bergsten—. Todavía no hemos encontrado un nombre para definirla. —Miró con cierta dosis de severidad a los caballeros de la Iglesia—. Hace tiempo que las órdenes militantes mantienen diferencias entre sí —les dijo—. Sarathi me ha pedido que ponga fin a ello —Bajó con ademán ominoso las enmarañadas cejas—. Confío en que nos entendamos, caballeros.
Los preceptores intercambiaron nerviosas miradas.
—Ahora —continuó Bergsten—, ¿hemos tomado alguna decisión?
—Todavía estamos debatiéndolo, Su Ilustrísima —respondió Vanion que tenía el rostro extrañamente ceniciento esa mañana y aspecto de no encontrarse muy bien. Sparhawk a veces olvidaba que Vanion era algo más viejo que él—. Sparhawk sigue inclinándose por el suicidio, y nosotros no hemos conseguido ofrecer alternativas convincentes. El resto de los caballeros de la Iglesia partirán mañana para ocupar varias fortalezas y castillos de Lamorkand, y el ejército saldrá tras ellos en cuanto se haya organizado.
Bergsten asintió.
—¿Qué vais a hacer exactamente, Sparhawk?
—Pensaba ir a destruir a Azash, matar a Martel, Otha y Annias y luego volver a casa, Su Ilustrísima.
—Muy gracioso —comentó Bergsten con sequedad—. Detalles, hombre. Dadme detalles. Tengo que presentarle un informe a Sarathi y a él le encantan los detalles.
—Sí, Su Ilustrísima. Todos hemos convenido en que no tenemos grandes posibilidades de dar alcance a Martel y su comitiva antes de que lleguen a Zemoch. Nos lleva tres días de ventaja, contando hoy. Martel trata con muy poco miramiento a los caballos y cuenta con poderosos incentivos para mantenernos la delantera.
—¿Vais a seguirlo, o cabalgaréis simplemente directo hacia la frontera zemoquiana?
—Esta cuestión no está sujeta a una determinación rígida, Su Ilustrísima —repuso pensativamente Sparhawk, apoyándose en la silla—. Me gustaría alcanzar a Martel, por supuesto, pero no voy a dejar que ello me haga desviarme del camino. Mi objetivo primordial es llegar a la ciudad de Zemoch antes de que estalle una guerra generalizada en Lamorkand Central. Tuve una conversación con Krager, y él dice que Martel se propone seguir rumbo norte hasta algún lugar de Kelosia desde el que entraría en Zemoch. Mi intención coincide aproximadamente con la suya, de modo que lo seguiré... pero sólo hasta un determinado punto. No voy a desperdiciar el tiempo persiguiendo a Martel por todo el norte de Kelosia. Si empieza a dar rodeos, prescindiré de él e iré directamente a Zemoch. Le sigo la corriente a Martel desde que regresé de Rendor y no creo que continúe haciéndolo.
—¿Cómo pensáis eludir a todos los zemoquianos dispersados por Kelosia Oriental?
—Ahí es donde intervengo yo, Su Ilustrísima —le anunció Kring—. Hay un paso que conduce hasta el interior y cuya existencia ignoran los zemoquianos. Mis jinetes y yo lo utilizamos desde hace años... Cada vez que escasean las orejas en la frontera. —Calló de repente y miró con consternación al rey Soros, pero el rey de Kelosia estaba distraído rezando y no parecía haber escuchado la involuntaria confesión del domi.
—Eso es más o menos todo, Su Ilustrísima —concluyó Sparhawk—. Nadie sabe a ciencia cierta lo que ocurre en Zemoch, de manera que habremos de improvisar cuando lleguemos allí.
—¿Cuántos iréis? —inquirió Bergsten.
—El grupo habitual. Cinco caballeros, Kurik, Berit y Sephrenia.
—¿Y yo qué? —objetó Talen.
—Tú vas a regresar a Cimmura, jovencito —le dijo Sephrenia—. Ehlana se ocupará de vigilarte. Te quedarás en el palacio hasta que volvamos nosotros.
—¡Eso no es justo!
—La vida está llena de injusticias, Talen. Sparhawk y tu padre tienen planes para ti, y no están dispuestos a permitir que expongas tu vida y no les des ocasión de ponerlos en práctica.
—¿Puedo solicitar refugio en la Iglesia, Su Ilustrísima? —se apresuró a preguntar Talen a Bergsten.
—No, me parece que no —replicó el patriarca vestido con armadura.
—No imagináis lo decepcionado que estoy con nuestra Santa Madre, Su Ilustrísima —se enfurruñó Talen—. Sólo por eso, creo que después de todo no seguiré la carrera eclesiástica.
—Loado sea Dios —murmuró Bergsten.
—Amén —suspiró Abriel.
—¿Puedo irme? —inquirió Talen, picado.
—No. —Era Berit, que estaba sentado de brazos cruzados junto a la puerta con una pierna extendida para cerrarle el paso.
Talen volvió a sentarse con expresión dolida.
El resto de la discusión se centró en el despliegue de tropas en las diversas fortalezas y castillos de Lamorkand Central y, como Sparhawk y sus amigos no iban a participar en dicha operación, el novio dejó vagar la atención y, sin pensar en nada coherente, se quedó mirando el suelo con ojos muy abiertos.
La reunión se disolvió alrededor de mediodía y todos fueron desfilando hacia afuera con objeto de atender a los preparativos y quehaceres que los aguardaban.
—Amigo Sparhawk —lo llamó Kring cuando abandonaban el estudio de sir Nashan—, ¿puedo hablar un momento con vos?
—Desde luego, domi.
—Es algo personal.
Sparhawk asintió y condujo al jefe de los keloi a una pequeña capilla cercana. Ambos realizaron una somera genuflexión ante el altar y luego se sentaron en un banco de madera.
—¿De qué se trata, Kring? —inquirió Sparhawk.
—Yo soy un hombre sencillo, amigo Sparhawk —comenzó Kring—, así que iré al grano. Me gusta mucho esa alta y hermosa mujer que cuida de la reina de Elenia.
—Me ha parecido percibir algo por el estilo.
—¿Creéis que tengo alguna posibilidad con ella? —Kring tenía una expresión anhelante.
—No estoy muy seguro, amigo mío —le respondió Sparhawk—. Apenas conozco a Mirtai.
—¿Se llama así? No he tenido ocasión de averiguarlo. Mirtai... Suena bien, ¿verdad? Todo en ella es perfecto. Tengo que preguntaros esto: ¿está casada?
—Me parece que no.
—Estupendo. Siempre es engorroso cortejar a una mujer si antes hay que matar al marido, lo cual constituye un mal comienzo.
—Creo que deberíais saber que Mirtai no es elenia, Kring. Es una tamul, y su cultura y su religión son distintas de las nuestras. ¿Son honorables vuestras intenciones?
—Por supuesto. La tengo en demasiada consideración para insultarla.
—Ese es el primer paso. Si le hicierais cualquier otro tipo de propuesta, probablemente os mataría.
—¿Que me mataría?. —Kring pestañeó, estupefacto.
—Es una guerrera, Kring. No se parece a ninguna otra mujer que hayáis conocido.
—Las mujeres no pueden ser guerreras.
—Las elenias, no, pero, como os he dicho, Mirtai es una atan tamul, y ellos no ven las cosas del mismo modo que nosotros. Según tengo entendido, ya ha matado a diez hombres.
—¿Diez? —exclamó Kring, incrédulo, tragando saliva—. Esto va a ser un problema, Sparhawk.
—Kring irguió los hombros—. Pero da igual. Tal vez después de casarme con ella consiga enseñarle a comportarse como Dios manda.
—Yo no apostaría nada por ello, amigo mío. Si va a haber alguien que enseñe, no creo que esa persona seáis vos. Os aconsejo que abandonéis la idea, Kring. Os aprecio y no querría ver cómo acabáis muerto.
—Tendré que pensar en esto, Sparhawk —admitió Kring con voz turbada—. Esta es una situación muy irregular.
—Sí.
—De todas formas, ¿puedo pediros que me sirváis de oma?.
—No comprendo esa palabra.
—Significa amigo. El que se dirige a la mujer... y a su padre y hermanos. Empezáis diciéndole a ella lo mucho que me atrae y luego lo buen hombre que soy... Lo normal, ya me entendéis: qué gran líder que soy, los muchos caballos que poseo, la gran cantidad de orejas que he cortado y lo buen guerrero que soy.
—Eso último debería impresionarla.
—Es simplemente la pura verdad, Sparhawk. En fin de cuentas, soy el mejor. Tendré tiempo para reflexionar sobre ello durante todo el camino hasta Zemoch. No obstante, podríais mencionárselo a ella antes de que nos vayamos..., sólo para que ella tenga algo en que pensar. Oh, casi lo olvidaba. Podéis decirle que también soy poeta. Eso siempre causa buena impresión en las mujeres.
—Haré lo que pueda, domi—prometió Sparhawk.
La reacción de Mirtai no fue muy prometedora cuando Sparhawk sacó a colación el tema esa tarde.
—¿Ese calvo bajito y patizambo? —inquirió azorada—. ¿Ese que tiene la cara llena de cicatrices? —Después se derrumbó en una silla, riendo de manera incontrolable.
—Bueno —murmuró filosóficamente Sparhawk al irse—. Al menos lo he intentado. Aquélla iba a ser una boda poco convencional, en primer lugar porque no había en Chyrellos mujeres de la nobleza elenia para acompañar a Ehlana. Las únicas dos damas por quienes sentía apego eran Sephrenia y Mirtai. El hecho de que la reina insistiera en la presencia de ambas hizo enarcar más de una ceja, e incluso el mundano Dolmant lo vio con malos ojos.
—No podéis hacer asistir a dos paganas a una ceremonia religiosa en la nave de la basílica, Ehlana.
—Es mi boda, Dolmant, y puedo hacer lo que quiera. Sephrenia y Mirtai van a componer mi séquito.
—Os lo prohíbo.
—Bien. —Sus ojos expresaban la dureza de un pedernal—. Sin séquito, no hay boda... y, si no hay boda, mi anillo se queda donde está.