La sanguijuela de mi niña (4 page)

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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Wong se marchó. Tommy metió su bolsa de viaje y su máquina de escribir debajo del catre y se tumbó. Antes de que pudiera empezar a preocuparse seriamente por su coche en llamas, se quedó dormido. Había ido en el Volvo directamente desde Incontinence (Indiana) a San Francisco, parando solo para poner gasolina o ir al baño. Había visto amanecer y ponerse el sol tres veces desde detrás del volante, y el agotamiento se había apoderado por fin de él al llegar a la costa.

Tommy descendía de dos generaciones de obreros de la Compañía de Carretillas Elevadoras de Incontinence. Cuando a los catorce años anunció que iba a ser escritor, su padre, Thomas Flood, acogió la noticia con la incredulidad cargada de tolerancia que un padre suele reservar para los monstruos que viven bajo la cama y los amigos imaginarios. Cuando Tommy entró a trabajar en una tienda de comestibles en vez de en la fábrica, su padre exhaló un leve suspiro de alivio: al menos la empresa tenía convenio colectivo y el chico tendría jubilación y prestaciones sociales. Tom padre solo comenzó a preocuparse cuando Tommy compró el viejo Volvo y por el pueblo empezó a cundir el rumor de que era un comunista en ciernes. La angustia de Flood padre fue creciendo con cada noche que pasaba escuchando a su único hijo teclear en la Olivetti portátil, hasta que un miércoles por la noche agarró una cogorza en la bolera y se desahogó con sus compañeros de equipo.

—He encontrado un ejemplar del New Yorker debajo del colchón de mi chico —farfulló entre los vapores de cinco jarras de Budweiser—. Tengo que afrontarlo: mi hijo es mariquita.

Los demás miembros del equipo de bolos de Talleres Bill agacharon la cabeza, compasivos, y dieron para sus adentros gracias a Dios por que la bala hubiera dado al soldado de al lado y sus hijos estuvieran felizmente obsesionados con pequeños Chevys compactos y grandes tetas. Harley Businsky, que hacía poco había ascendido a dios menor por marcar trescientos puntos, pasó su brazo de oso por los hombros de Tom.

—Puede que solo esté un poco confuso —dijo—. Vamos a hablar con el chico.

Cuando dos camisas de bolos bordadas, de color azul eléctrico y talla extragrande, irrumpieron en su habitación rellenas con sendos jugadores beodos, Tommy, que estaba sentado en su silla, se cayó de espaldas.

—Hola, papá —dijo desde el suelo.

—Hijo, tenemos que hablar.

Durante la media hora siguiente, los dos hombres representaron para Tommy la versión paternal de la típica escena poli bueno-poli malo (o quizá la de Toe McCarthy contra Santa Claus). Su interrogatorio arrojó como resultado que: sí, a Tommy le gustaban las chicas y los coches; no, no era, ni había sido nunca, miembro del partido comunista; y sí, iba a intentar ganarse la vida como escritor, sin afiliarse a la Federación Americana del Trabajo ni al Congreso de Organizaciones Industriales.

Tommy intentó defender la causa de una vida consagrada a las letras, pero descubrió que sus argumentos no servían de nada (debido en buena medida al hecho de que sus dos interrogadores pensaban que Hamlet era un plato de carne de cerdo con huevos)
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. Había roto a sudar y estaba empezando a aceptar su derrota cuando lanzó un envite a la desesperada.

—¿Sabéis que Rambo la escribió una persona?

Thomas Flood padre y Harley Businsky cambiaron una mirada de espanto. Se tambalearon, trémulos, a punto de derrumbarse.

Tommy insistió.

—Y Patton. Patton también la escribió alguien.

Tommy esperó. Los dos hombres, sentados el uno junto al otro en su cama, tosían, se removían e intentaban no mirarlo a los ojos. Allá donde miraran había citas cuidadosamente escritas con rotulador fluorescente clavadas en las paredes; había libros, bolígrafos y papel de escribir a máquina; había carteles con fotografías de escritores. Ernest Hemingway los observaba desde arriba con un brillo en los ojos que parecía decir: «Id a machacárosla, cabrones».

Por fin Harley dijo:

—Pues, si vas a ser escritor, no puedes quedarte aquí.

—¿Perdona? —dijo Tommy.

—Tienes que irte a una ciudad a morirte de hambre. Yo no tengo ni pajolera idea de Kafka, pero sé que, si vas a ser escritor, tienes que morirte de hambre. Si no pasas hambre, no eres un buen escritor.

—No sé, Harley—dijo Tom padre, que no sabía si le gustaba la idea de que su hijo, tan flaco él, pasara hambre.

—¿Quién marcó trescientos puntos el miércoles pasado, Tom?

—Tú.

—Pues yo digo que el chico tiene que irse a la ciudad a morirse de hambre.

Tom Flood miró a Tommy como si el chico estuviera sobre la trampilla de un patíbulo.

—¿Estás seguro de que quieres ser escritor, hijo? Tommy asintió con la cabeza. —¿Puedo hacerte un bocadillo?

De no ser por un docudrama especialmente cutre acerca del atentado de las Torres Gemelas, Tommy podría, en efecto, haberse muerto de hambre en Nueva York, pero Tom padre no iba a permitir que su hijo «saltara por los aires por culpa de una panda de terroristas con turbante». Tommy podría haberse muerto de hambre en París, si una inspección superficial del Volvo no hubiera revelado que no aguantaría la humedad del viaje. Así que había acabado en San Francisco y, aunque le vendría bien desayunar, le preocupaban más las flores que la comida.

Pensó: Debería quedarme aquí y ver quién deja las flores. Pillarlo in fraganti.

Pero llevaba en paro más de una semana y su ética del trabajo, propia del Medio Oeste, lo obligó a salir del camastro.

Se duchó con las deportivas puestas para que sus pies no entraran en contacto con el suelo, se puso su mejor camisa y sus vaqueros de buscar trabajo, cogió un cuaderno y bajó al barrio chino.

La acera estaba inundada de asiáticos: hombres y mujeres avanzaban con denuedo ante mercadillos en los que se vendía pescado, carne para parrilladas y miles de hortalizas cuyos nombres Tommy ignoraba. Pasó por un mercado en el que tortugas vivas de más de medio metro de largo luchaban por salir de cajones de plástico, haciendo resonar sus fauces. En el siguiente escaparate había colocadas unas bandejas de patas y picos de pato alrededor de cabezas de cerdo ahumadas sobre las que colgaban faisanes completamente pelados y en sazón.

El aire estaba cargado de un olor a humanidad hacinada, a salsa de soja, aceite de sésamo, regaliz y humo de coches: siempre humo de coches. Tommy subió por Grant y cruzó Broadway adentrándose en North Beach, donde el gentío empezó a menguar y los olores cambiaron, convirtiéndose en un miasma a pan cocido, ajo, orégano y más humo de coches. En la ciudad, fuera donde fuera, había siempre una mezcla odorífera a tráfico y comida, como el brebaje alquímico de algún mecánico sibarita y loco: Saab Turbo al kung pao, Buick Skylark carbonara, metrobus agridulce, Honda a la boloñesa con salsa de embrague quemado.

Un chirriante grito de guerra sacó a Tommy de su ensueño olfativo. Al levantar la vista, vio que un patinador con casco y protectores fluorescentes se acercaba a él a velocidad de vértigo. Un viejo que estaba sentado en la acera dando cruasanes a sus dos perros miró un momento y tiró un cruasán al otro lado de la acera. Los perros salieron disparados tras la golosina, tensando sus correas. Tommy hizo una mueca. El patinador chocó con la cuerda y voló por el aire, describiendo un arco de tres metros antes de estrellarse violentamente a sus pies, hecho una maraña de ruedas y miembros almohadillados.

—¿Te encuentras bien?

Tommy le ofreció la mano, pero el patinador la rechazó.

—Estoy bien. —Le caían gotas de sangre de un arañazo en la barbilla y tenía las gafas envolventes, de color fosforito, torcidas sobre la cara.

—Quizá deberías frenar un poco en las aceras —dijo el viejo levantando la voz.

El patinador se incorporó y se volvió hacia el viejo.

—Ah, majestad, no lo había visto. Perdone.

—La seguridad es lo primero, hijo —dijo el viejo con una sonrisa.

—Sí, señor —dijo el patinador—. Tendré más cuidado. —Se puso en pie y saludó a Tommy inclinando la cabeza—. Perdona. —Se enderezó las gafas y se alejó patinando lentamente.

Tommy se quedó mirando al viejo, que seguía dando de comer a sus perros.

—¿Majestad?

—O alteza imperial —dijo el Emperador—. Eres nuevo en la ciudad.

—Sí, pero...

Una joven con medias de rejilla y pantalones cortísimos de color rojo satén que pasaba por allí contoneándose se detuvo junto al Emperador e hizo una leve reverencia.

—Buenos días, Alteza —dijo.

—La seguridad es lo primero, hija mía —dijo el Emperador.

Ella sonrió y siguió adelante. Tommy la miró hasta que dobló la esquina; luego se volvió de nuevo hacia el viejo.

—Bienvenido a mi ciudad —dijo el Emperador—. ¿Qué tal te va de momento?

—Yo... yo... —Tommy estaba confuso—. ¿Quién es usted?

—El emperador de San Francisco y protector de México, para servirte. ¿Un cruasán? —Le ofreció una bolsa de papel blanco abierta, pero Tommy dijo que no con la cabeza.

—El más impetuoso —dijo el Emperador, señalando a su Boston terrier—, es Holgazán. Es un poco golfo, pero el mejor perro ratero de ojos saltones de toda la ciudad.

El perrillo gruñó.

—Y este —continuó el Emperador—, es Lazarus, hallado muerto en la calle Geary tras un infortunado encuentro con un autobús de turistas franceses y resucitado por el místico olor curativo de un tasajo de vaca ligeramente mordido.

El golden retriever ofreció la pata. Tommy se la estrechó, sintiéndose como un tonto.

—Encantado de conocerte.

—¿Y tú eres? —preguntó el Emperador.

—C. Thomas Flood.

—¿Y la «C» de qué es?

—Bueno, en realidad no significa nada. Soy escritor. La «C» me la puse como seudónimo.

—Valiente melindre. —El Emperador se detuvo a mordisquear la punta de un cruasán—. Bueno, C, ¿qué tal te está tratando la ciudad?

Tommy pensó que quizás acabaran de insultarlo, pero descubrió que le gustaba hablar con el viejo. Desde que había llegado a la ciudad, no había mantenido una conversación de más de dos palabras.

—La ciudad me gusta, pero estoy teniendo algunos problemas.

Le habló al Emperador de la destrucción de su coche, de su consiguiente encuentro con Wong Uno, de su alojamiento sucio y estrecho, y concluyó su relato con el misterio de las flores sobre la cama.

El Emperador suspiró compasivamente y se rascó la barba canosa y desaseada.

—Me temo que, en cuestión de alojamiento, no puedo ayudarte; los hombres y yo tenemos la buena fortuna de considerar toda la ciudad como nuestro hogar. Pero en lo del trabajo puedo darte una pista, y quizá también en el enigma de las flores.

Hizo una pausa e indicó a Tommy que se acercara. Tommy se puso en cuclillas y acercó una oreja.

—¿Sí?

—Lo he visto —susurró el Emperador—. Es un vampiro.

Tommy retrocedió como si le hubiera escupido.

—¿Un vampiro florista?

—Bueno, si aceptas lo del vampiro, lo de las flores es pan comido, ¿no te parece?

No-muerta y algo aturdida

Había unos franceses follando en la habitación de al lado. Jody oía cada gemido, cada risita, y el chirrido de los muelles de la cama. En la habitación de arriba, un televisor escupía cháchara de concurso:

—Acepto «bestialidad» por quinientos, Alex.

Jody se tapó la cabeza con la almohada.

No era como despertarse después de dormir. No había ese lento deslizarse del sueño a la realidad, ni ese placentero amanecer de la conciencia entre el cómodo ocaso del sueño. No, era como si alguien acabara de encender el mundo a todo volumen; como un molesto radiodespertador emitiendo los números uno de los cuarenta principales de la vida real.

—«Presidentes convictos» por cien, Alex.

Jody se tumbó de espaldas y se quedó mirando el techo. Yo pensaba que el sexo y los programas concurso se acababan con la muerte, pensó. Siempre se dice «descanse en paz», ¿no?

—Vas-y plus fort, mon petit cochon d'amour
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.

Quería quejarse a alguien, a quien fuese. Odiaba despertarse sola y también irse a dormir sola. Había vivido con cinco hombres distintos en cinco años. Monogamia serial. Era un problema que se estaba planteando resolver antes de morir.

Salió de la cama y abrió las cortinas de plástico del hostal. La luz de las farolas y de los rótulos de neón inundó la habitación.

¿Y ahora qué?

Normalmente, iría al cuarto de baño. Pero no tenía ganas.

Hace dos días que no hago pis. Puede que nunca vuelva a hacerlo.

Entró en el cuarto de baño y se sentó en el váter para comprobar su teoría. Nada. Desenvolvió uno de los vasos de plástico, lo llenó de agua y se la bebió de un trago. Se le revolvió el estómago y vomitó a chorro contra el espejo.

De acuerdo, nada de agua. ¿Una ducha? ¿Cambiarse de ropa y salir por el centro? ¿A qué? ¿A cazar?

Dio un respingo al pensarlo.

¿Voy a tener que matar gente? Ay, dios mío, Kurt. ¿Y si se convierte? ¿Y si ya se ha convertido?

Se vistió rápidamente con la ropa de la noche anterior, agarró su bolso y la llave de la habitación y salió. Saludó con la mano al portero de noche al pasar por la recepción del hostal y él le guiñó un ojo y le devolvió el saludo. Cien pavos les habían hecho amigos.

Dobló la esquina y subió por Chesnut, refrenando las ganas de echar a correr. Se detuvo delante de su edificio y se concentró en la ventana del apartamento. Las luces estaban encendidas. Concentrándose, pudo oír a Kurt hablando por teléfono.

—Sí, la muy zorra me dejó sin sentido con una maceta. No, me la tiró. Llegué dos horas tarde a trabajar. Ella hace un par de días que no aparece por el trabajo. No, no tiene llave; tuve que abrirle el portal...

Así que no lo había matado. Y él no se había transformado, o no habría podido ir a trabajar a la luz del día. Parece que está bien. Cabreado, pero bien. ¿Y si me disculpo y le explico lo que pasó?

—No —dijo Kurt, al teléfono—. He quitado su nombre del buzón. Me da igual, la verdad. De todas formas no encajaba con la imagen que quiero dar. Estaba pensando en pedirle una cita a Susan Badistone: Stanford, familia con dinero, republicana... Ya lo sé, pero para eso hizo Dios los implantes de silicona.

Jody dio media vuelta y echó a andar hacia el hostal. Se paró en el mostrador y pagó dos días más; luego subió a su habitación, se sentó en la cama e intentó llorar. No le salieron las lágrimas.

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