Tommy abrió un ojo inyectado en sangre y soltó un gruñido.
—Mareo —dijo.
Jody oyó un chapoteo convulso en el estómago de Tommy y sin pensárselo dos veces lo agarró por debajo de los sobacos y lo arrastró por la habitación, camino del fregadero de la cocina.
—¡Oh, Dios mío! —se lamentó Tommy, y lo que fuera a decir quedó sofocado por el ruido que hizo su estómago al vaciarse en el fregadero. Jody lo sostenía, sonriendo con la satisfacción de la sobria justiciera.
Después de unos segundos de arcadas, Tommy jadeó y la miró. Las lágrimas le corrían por la cara. Su nariz goteaba hilillos de baba.
Jody dijo alegremente:
—¿Te preparo una copa?
—¡Oh, Dios mío! —Volvió a hundir la cabeza en el fregadero y las convulsiones empezaron de nuevo. Jody le dio palmaditas en la espalda mientras decía «pobrecillo» hasta que él volvió a levantarse para respirar.
—¿Te apetece desayunar? —preguntó.
Tommy volvió a hundirse en el fregadero.
Al cabo de cinco minutos las náuseas disminuyeron y Tommy quedó colgado del borde del fregadero. Jody abrió el grifo y le mojó la cara.
—Parece que los chicos y tú os habéis dado una fiestecita esta mañana, ¿eh?
Tommy asintió con la cabeza, sin mirarla.
—Intenté que no entraran. Lo siento. Soy una basura.
—Sí, cariño. —Le revolvió el pelo.
—Lo limpiaré todo.
—Sí, lo harás —dijo ella.
—Lo siento de veras.
—Sí. Ya. ¿Quieres que volvamos al futón y nos sentemos?
—Agua —respondió Tommy.
Jody llenó un vaso de agua y lo sujetó mientras él bebía; luego, cuando el agua volvió a subir, puso a Tommy de cara al fregadero.
—¿Has acabado ya? —preguntó.
El dijo que sí con la cabeza.
Jody lo llevó a rastras al cuarto de baño y le lavó la cara, restregándosela con un poquitín de rabia, como una madre furiosa que administrara un baño abrasivo a un bebé cubierto de chocolate.
—Ahora ve a sentarte, que voy a preparar café.
Tommy volvió tambaleándose al cuarto de estar y se dejó caer en el futón. Jody encontró los filtros de la cafetera en el armario y se puso a hacer café. Abrió el armario para buscar una taza, pero los Animales las habían usado todas. Estaban desperdigadas por el loft, volcadas o medio llenas de güisqui diluido en hielo derretido.
¿Hielo?
—¡Tommy!
El gruñó y se agarró la cabeza.
—No grites.
—Tommy, ¿habéis usado el hielo del congelador?
—No lo sé. El barman era Simón.
Jody quitó de un manotazo los platos y las cacerolas de la tapa del congelador y lo abrió. Las bandejas de hielo, las que había comprado Tommy para el experimento de la bañera, estaban vacías y dispersas dentro del congelador. La cara escarchada de Peary la miraba fijamente. Cerró la tapa de golpe y cruzó la habitación hecha una furia.
—Maldita sea, Tommy, ¿cómo has podido tener tan poco cuidado?
—No grites. Por favor, no grites. Lo recogeré todo.
—¿Recogerlo todo? Y una mierda. Alguien ha hurgado en el congelador. Han visto el cuerpo.
—Creo que voy a vomitar.
—¿Entraron en la habitación mientras estaba durmiendo? ¿Me vieron?
Tommy se mecía como si la cabeza fuera a rajársele en cualquier momento y se fueran a desparramar sus sesos por el suelo.
—Tenían que ir al baño. No pasa nada. Te tapé para que no te diera la luz.
—¡Serás idiota! —Agarró una taza de café y se preparó para tirársela, pero se contuvo. Tenía que salir de allí o acabaría haciéndole daño. Temblaba cuando dejó la taza sobre la encimera.
—Voy a salir, Tommy. Limpia todo esto. —Se dio la vuelta y entró en el dormitorio para cambiarse.
Cuando volvió a salir, todavía temblando de furia, Tommy estaba de pie en la cocina y parecía arrepentido.
—¿Volverás antes de que me vaya a trabajar?
Ella lo miró con rabia.
—No lo sé. No sé a qué hora voy a volver. ¿Por qué no has puesto un cartel en la puerta: «Entren a ver al vampiro»? Es con mi vida con lo que estás jugando, Tommy.
Él no contestó. Jody dio media vuelta y salió dando un portazo.
—Ya doy yo de comer a tus tortugas —dijo Tommy tras ella.
Tommy iba de acá para allá hecho una furia, recogiendo latas de cerveza y platos rotos y llevándolos a la cocina.
—¡Zorra! —le decía a Peary—. Zorra con cara de tiburón. No puede decirse que yo tenga experiencia en estas cosas. No hay artículos del Cosmopolitan sobre cómo cuidar a un vampiro. ¡A una zorra chupasangre que se pasa el día durmiendo, que odia a las tortugas, que se mueve con tanto sigilo que da miedo, que se empeña en no comprar papel higiénico y que es una desconsiderada!
Dejó de golpe un montón de platos en el fregadero.
—Yo no lo he pedido. Vienen un par de amigos a desayunar y se pone como un murciélago. ¿Le monté yo un pollo cuando vino su madre sin avisar? ¿Le dije una palabra cuando trajo un muerto a casa y lo metió debajo de la cama? No te ofendas, Peary. ¿Me quejo yo de su horario? ¿De sus hábitos alimenticios? No, no he dicho ni una palabra.
»No es que yo haya venido a la ciudad diciendo: «Ay, estoy deseando encontrar a una mujer cuya única alegría en esta vida sea sorberme los fluidos corporales». Bueno, vale, puede que sí, pero no me refería a esto.
Ató una bolsa de basura llena de cajas de cerveza y la tiró a un rincón. El estrépito retumbó en su cabeza, recordándole la resaca que tenía. Se agarró las sienes doloridas y fue al cuarto de baño, donde estuvo dando arcadas hasta que pensó que el estómago se le volvería del revés. Luego se apartó de la taza y se secó los ojos. Dos tortugas lo miraban desde la bañera.
—¿Y vosotras qué miráis?
Scott abrió la mandíbula y siseó. Zelda metió la cabeza bajo el palmo de agua sucia y se puso a nadar contra el rincón de la bañera.
—Necesito una ducha. Vais a tener que daros una vuelta por ahí.
Encontró una toalla y sacó a las tortugas de la bañera; luego se metió en ella y dejó correr el agua hasta que salió fría. Mientras se vestía miró a Scott y Zelda merodear por la habitación, chocando con las paredes, dando marcha atrás y alejándose hasta que chocaban con otra pared.
—Sois infelices aquí, ¿verdad? ¿Nadie os valora? En fin, parece que Jody no va a usaros. ¿Dónde se ha visto un vampiro escrupuloso? No hay razón para que todos nos sintamos mal.
Tommy había estado usando las cajas de leche en las que había llevado a Scott y Zelda para guardar la ropa sucia. Tiró la ropa al suelo y forró las cajas con toallas húmedas.
—Venga, chicas. No vamos al parque.
Puso a Scott en una caja y lo llevó abajo, a la acera. Luego volvió en busca de Zelda y llamó a un taxi. Cuando volvió a la calle, uno de los escultores-moteros estaba en la puerta de la fundición, limpiándose el sudor de la barba con un pañuelo.
—Tú vives arriba, ¿no? —El escultor tenía unos treinta y cinco años, la barba y el pelo largos y llevaba vaqueros mugrientos y chaleco vaquero sin camisa. Su barriga cervecera sobresalía del chaleco y colgaba sobre el cinturón como un gran saco peludo lleno de pudin.
—Sí, soy Tom Flood. —Tommy dejó la caja en la acera y le tendió la mano. El escultor se la estrujó hasta que Tommy hizo una mueca de dolor.
—Yo soy Frank. Mi compañero se llama Monk. Está dentro.
—¿Monk?
—Diminutivo de Monkey. Trabaja en bronce.
Tommy se masajeó la mano estrujada.
—No lo pillo.
—Es por los huevos del mono de bronce.
—¡Ah! —dijo Tommy, moviendo la cabeza arriba y abajo como si lo entendiera.
—¿Qué pasa con las tortugas? —preguntó Frank.
—Son mascotas —dijo Tommy—. Pero han crecido demasiado para tenerlas en casa, así que voy a llamar a un taxi para llevarlas al parque del Golden Gate y echarlas al estanque.
—¿Por eso se ha ido tu parienta tan cabreada?
—Sí, ya no las quiere en casa.
—Putas mujeres —dijo Frank compasivamente—. La última que tuve no paraba de darme la paliza porque metía el monopatín en el cuarto de estar. Todavía tengo el monopatín.
Estaba claro que, en opinión de Frank, Tommy debería haber sacado a Jody en una caja. Frank pensaba de él que era un calzonazos.
—No pasa nada —dijo Tommy encogiéndose de hombros—. Eran suyas. A mí en realidad me da igual.
—Me vendrían bien un par de tortugas, si quieres ahorrarte el taxi.
—¿En serio? —De todas formas, no le apetecía mucho meter las cajas en un taxi—. No irás a comértelas, ¿verdad? No es que me importe, pero...
—Ni hablar, hombre.
Un taxi azul se acercó al bordillo y paró. Tommy le hizo una seña al conductor y luego se volvió hacia Frank.
—Les he estado dando de comer hamburguesas.
—Genial —dijo Frank—. Ya me encargo yo.
—Tengo que irme. —Tommy abrió la puerta del taxi y miró a Frank—. ¿Puedo visitarlas?
—Cuando quieras —contestó—. Hasta luego. —Se inclinó y cogió la caja de Zelda.
Tommy montó en el taxi.
—Al Safeway de Marina —dijo. Llegaría a trabajar un par de horas antes de lo previsto, pero no quería quedarse en casa y arriesgarse a otra bronca si volvía Jody. Podía matar el tiempo leyendo o algo así.
Mientras el taxi se alejaba, miró por la luna trasera y vio a Frank metiendo en la fundición la segunda caja. Se sintió como si acabara de abandonar a sus hijos.
Jody pensó: Parece que no cambió todo cuando me transformé. Sin saber cómo había llegado allí, se encontró en el Macy's de Union Square. Era como si una especie de navegador instintivo, activado por su conflicto con los hombres, la hubiera conducido hasta allí. Se había descubierto en aquellos grandes almacenes muchas otras veces. Llegaba con el bolso lleno de pañuelos manchados de lágrimas y un puñado de tarjetas de crédito casi agotadas. Era una reacción común y muy humana. Vio a otras mujeres hacer lo mismo: rebuscar entre los percheros, inspeccionar tejidos, comprobar precios, contener las lágrimas y la furia, y creer a las dependientas cuando les decían que estaban despampanantes.
Jody se preguntaba si los grandes almacenes sabían qué porcentaje de sus beneficios procedía de peleas domésticas. Al pasar junto a un expositor de cosméticos de precio indecente, vio un cartel que decía: «Crema rejuvenecedora Mélange: porque él nunca entenderá que tú lo vales». Sí que lo sabían. Los justos y los agraviados encontraban consuelo en las rebajas de Macy's.
Faltaban dos semanas para Navidad y las tiendas de Union Square abrían hasta muy tarde. Todos los pasillos estaban adornados con luces y cintillas, y todo lo que no era para vender estaba decorado con acebo falso, cintas verdes y rojas, y diversos sucedáneos de nieve. Manadas de compradores cargados de paquetes avanzaban lentamente por los pasillos como una versión alegre y cascabelera de la Marcha de la Muerte de Batán, con cuidado de mantenerse siempre en movimiento, no fuera a ser que algún escaparatista avaricioso los confundiera con maniquíes y los rociara con nieve artificial.
Jody observaba el rastro caliente de las luces, aspiraba el aroma a caramelo y turrón, y a mil perfumes y desodorantes mezclados, escuchaba el runrún de los motores que animaban los gnomos y los renos eléctricos bajo el manto empalagoso de los villancicos enlatados... y le gustaba.
La Navidad es mejor siendo vampiro, pensó.
Antes, las multitudes la irritaban. Pero ahora le parecían... ganado: inconscientes e inofensivas. Hasta las mujeres que vestían pieles y que antes la sacaban de quicio le parecían ahora, como depredadora, no solo inofensivas, sino hasta ilustradas en medio de aquel mundo de intensa sensualidad.
Me gustaría revolcarme desnuda sobre pieles de visón, se dijo. Frunció el ceño, enfadada consigo misma. Pero no con Tommy. Durante una temporada, por lo menos.
Se descubrió escudriñando el gentío en busca del aura oscura que delataba a los moribundos, sus presas. Entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo y se estremeció. Miró por encima de sus cabezas, como quien subía en un ascensor evitando mirar a los ojos a su vecino, y un brillo negro le llamó la atención.
Era un vestido de fiesta mínimo, expuesto en un maniquí esquelético a lo Venus de Milo, con sombrero de Papá Noel. El típico VN, vestidito negro: el equivalente indumentario de las armas nucleares. La lencería pública. Eficaz no por lo que era, sino por lo que no era. Había que tener piernas y cuerpo para llevar un VN. Y Jody tenía ambas cosas. Pero también había que tener aplomo y eso a ella le había faltado siempre. Miró sus vaqueros y su sudadera, miró el vestido, miró sus zapatillas de tenis. Se abrió paso entre la muchedumbre hacia el vestido.
Una dependienta rotunda y bien vestida se acercó a ella por detrás.
—¿Puedo ayudarla?
Jody miraba el vestido como si fuera la estrella de Belén y ella estuviera atiborrada de incienso y mirra.
—Quiero ver ese vestido en una talla treinta y seis.
—Muy bien —dijo la mujer—. Voy a traerle también una treinta y ocho y una cuarenta.
Jody la miró por primera vez y vio que la dependienta miraba su sudadera como si fueran a salirle tentáculos y corriera peligro de morir estrangulada en cualquier momento.
—Con una treinta y seis me vale —dijo.
—Puede que le quede un poco justa —respondió la mujer.
—De eso se trata —dijo Jody. Sonrió amablemente y se imaginó arrancando a puñados el pelo elegantemente teñido de la dependienta.
—Bueno, voy a quitarle la etiqueta —dijo la dependienta, y cogió con mucha énfasis la etiqueta para que Jody viera el precio. La miró de reojo, para ver cómo reaccionaba.
—Paga él —dijo Jody solo por fastidiarla—. Es un regalo.
—Ah, qué bien —dijo la mujer, intentando animarse, aunque se le notaba el desprecio. Jody lo entendía. Seis meses antes, ella misma habría odiado a la clase de mujer que fingía ser en ese momento. La dependienta dijo—: Es perfecto para estas fiestas.
—En realidad, es para un funeral. —Jody nunca se había divertido tanto comprando.
—Ah, perdón. —La mujer puso cara de disculpa y se llevó las manos al corazón compasivamente.
—No pasa nada. No conocía mucho a la difunta.
—Entiendo —dijo la dependienta.
Jody bajó los ojos.
—Era su mujer —añadió.