Tommy sonrió y siguió adelante. Calculaba que los mendigos le habían costado unos diez dólares al día desde que estaba en la ciudad (diez dólares que no podía permitirse). No parecía capaz de mirar para otro lado y seguir su camino, como hacía todo el mundo. Quizás fuera algo que se aprendía después de un tiempo. Quizás el asalto constante de la desesperación encallecía la compasión. Cuando alguien le pedía dinero para comer siempre le sonaban las tripas y le salía barato apaciguar su estómago por un cuarto de dólar. Una petición de dinero para comprar lápiz de ojos apelaba a su faceta de escritor, esa faceta que creía que el pensamiento creativo tenía algún valor.
El día anterior había oído a un turista decirle a un indigente que se buscara un trabajo.
—Empujar un carro de la compra arriba y abajo por estos cerros es un puto trabajo —había respondido el indigente.
Tommy le dio un dólar.
Todavía era de día cuando Tommy llegó a Enrico's, en Broadway. Se detuvo un momento a mirar a los pocos clientes que estaban cenando en la terraza, junto a la calle. Jody no estaba allí. Tommy se paró ante el atril del metre y reservó una mesa en la terraza para media hora después.
—¿Hay alguna librería por aquí cerca? —preguntó.
El metre, un cuarentón flaco y barbudo, con el pelo cano ideal para un presentador de televisión, levantó una ceja y con aquel pequeño gesto hizo que Tommy se sintiera como una escoria.
—City Lights está un poco más arriba, en la esquina de Columbus —dijo.
—Ah, sí, es verdad —dijo Tommy, dándose una palmada en la frente como si acabara de acordarse—. Ahora mismo vuelvo.
—Nos morimos de impaciencia —respondió el metre y, girando bruscamente sobre sus talones, se alejó de allí.
Tommy dio media vuelta y subió por Broadway hasta que, al pasar frente a un club de estriptis, lo abordó un voceador. Llevaba frac rojo y sombrero de copa.
—¡Tetas, rajas y chochos! Pase, caballero. Faltan cinco minutos para que empiece el espectáculo.
—No, gracias. He quedado para cenar dentro de unos minutos.
—Pues tráete a la señorita. Este espectáculo puede convertir un «quizás» en un «seguro», hijo. Antes de que te vayas, la chica estará sentada en mitad de un charco.
Tommy hizo una mueca.
—Puede que lo haga —dijo. Siguió adelante a toda prisa, hasta que lo detuvo el voceador de dos puertas más arriba: una mujer pechugona vestida de cuero y con una anilla en la nariz.
—Las chicas más guapas de la ciudad, caballero. Todas desnudas. Todas calientes. Adelante, pase.
—No, gracias. He quedado para cenar dentro de unos minutos.
—Tráigase a...
—Puede que lo haga —dijo Tommy, y siguió adelante.
Lo pararon tres veces más antes de llegar al final de la manzana y cada vez declinó la invitación amablemente. Notó que era el único que se paraba. Los demás transeúntes se limitaban a seguir andando sin hacer caso de los voceadores.
En casa, pensó, es de mala educación ignorar a quien te está hablando, sobre todo si te llama «caballero». Creo que voy a tener que aprender modales urbanos.
Quedaban cinco minutos para la hora en la que debía encontrarse con Tommy en Enrico's. Si descontaba el viaje en autobús y un corto trecho a pie, disponía de unos siete minutos para cambiarse de ropa. Entró en el Gap de la esquina de Van Ness y Vallejo con un fajo de billetes de cien en la mano y anunció:
—Necesito ayuda. ¡Ya!
Diez dependientas, todas ellas jóvenes y vestidas con genérica informalidad y prendas de algodón, se callaron, levantaron la vista, vieron los billetes que tenía en la mano y dejaron simultáneamente de respirar; en ese mismo instante, sus cerebros cancelaron las funciones corporales y centraron todas sus energías en el cálculo de las comisiones que se derivaban del dinero de Jody. Una a una volvieron a respirar y avanzaron hacia ella con una mirada de ansia turulata: eran como una panda de zombis de una versión juvenil y vivaracha de La noche de los muertos vivientes.
—Uso una talla treinta y ocho y tengo una cita dentro de un cuarto de hora —dijo Jody—. Vestidme.
Se precipitaron sobre ella como una ola de color caqui.
Tommy estaba sentado a la mesa de la terraza. Solo un macetero de ladrillo lo separaba de la acera. Para escapar a los voceadores de los bares de estriptis, había cruzado la calle ocho veces en la media manzana que había entre la librería City Lights y Enrico's, y estaba un poco aturdido de tanto esquivar el tráfico. Pidió un capuchino al camarero que revoloteaba a su alrededor como una gallina clueca y se quedó pasmado cuando el hombre volvió con una taza del tamaño de un cuenco de sopa y un plato de cubitos marrones y cristalinos.
—Son cubitos de azúcar sin refinar, amor. Mucho más saludables que ese veneno blanco.
Tommy empuñó la cuchara sopera y se dispuso a coger un cubito de azúcar.
—No, no, no —lo reprendió el camarero—. Para el capuchino se usa la cuchara de demitasse. —Señaló la cucharilla minúscula que había en el platillo.
—Demitasse —repitió Tommy, sintiéndose audaz. En Indiana el uso de la palabra «demitasse» equivalía a salir del armario envuelto en las llamas del escándalo. San Francisco era una gran ciudad. Un lugar fantástico para dedicarse a escribir. Y los gais parecían muy buena gente, si uno se olvidaba de su aparente obsesión por la música de Barbra Streisand. Tommy sonrió al camarero—. Gracias. Puede que necesite un poco de ayuda con los cubiertos.
—¿Es una chica especial? —preguntó el camarero.
—Creo que va a romperme el corazón.
—¡Qué emocionante! —gorjeó el camarero—. Entonces vamos a hacerte quedar de maravilla. Tú acuérdate de usar los tenedores empezando por el de afuera. La cuchara grande es para enroscar la pasta. ¿Es vuestra primera cita?
Tommy asintió con la cabeza.
—Pues pide los raviolis. Te los puedes comer de un solo bocado. Así no te complicas la vida. Quedarás muy bien comiéndotelos. Y para ella pide el pollo al romero con pimientos morrones asados y setas silvestres en salsa cremosa. Es un plato precioso. Está malísimo, pero da igual porque en la primera cita ellas nunca se lo comen. No tienes tiempo de ir a casa a cambiarte, ¿no?
El camarero miró la camisa de franela de Tommy como si fuera un hediondo animal muerto.
—No, esto es lo único que tengo limpio.
—Oh, bueno, tiene cierto encanto paleto, supongo.
Tommy vislumbró un destello de pelo cobrizo por el rabillo del ojo y al levantar la vista vio a Jody entrando en el café. El camarero siguió su mirada.
—¿Es ella?
—Sí—dijo Tommy, agitando una mano para llamar su atención. Ella lo vio, sonrió y se acercó a la mesa.
Iba vestida con falda caqui, blusa de cambray azul claro, leggings del mismo color y zapatos planos de ante marrón. Llevaba cinturón de cuero trenzado, un pañuelo de tartán verde atado alrededor de los hombros, pendientes, brazalete y collar de plata, y una mochila de ante en lugar de la bolsa de la aerolínea.
Sin quitarle ojo, el camarero se inclinó y susurró al oído de Tommy:
—La franela está bien, cariño. No he visto a nadie con más accesorios desde Batman. —Se enderezó y le apartó la silla a Jody—. Hola, te estábamos esperando.
Jody se sentó.
—Me llamo Frederick —dijo el camarero con una ligera reverencia—, y esta noche estoy a vuestra disposición. —Tocó la tela del pañuelo de Jody—. Un tartán precioso, querida. Realza tus ojos. Enseguida vuelvo con las cartas.
—Hola —le dijo Jody a Tommy—. ¿Llevas mucho esperando?
—Un rato, no estaba seguro de la hora. Te he traído una cosa. —Metió la mano debajo de la mesa y sacó un libro de la bolsa de City Lights—. Es un almanaque. Dijiste que necesitabas uno.
—Eres un cielo.
Tommy bajó la mirada y puso de cara de «Bah, no tiene importancia».
—Entonces ¿vives por aquí? —preguntó Jody.
—Estoy buscando casa.
—¿En serio? ¿Llevas mucho en la ciudad?
—Menos de una semana. He venido a escribir. Lo de la tienda es solo un... solo un...
—Trabajo —concluyó Jody por él.
—Exacto, solo un trabajo. ¿Tú a qué te dedicas?
—Antes trabajaba en Transamérica, en reclamaciones. Ahora estoy buscando otra cosa.
Frederick apareció junto a la mesa y abrió dos cartas delante de ellos.
—Si no os importa que os lo diga —comentó—, hacéis muy buena pareja. Parecéis dos muñequitos de trapo. Se nota que entre vosotros hay una energía sencillamente eléctrica.
Frederick se alejó.
Jody miró a Tommy por encima de la carta. —¿Acaba de insultarnos?
—Me han dicho que la pechuga de pollo al romero está deliciosa —contestó Tommy.
—¿Le pasa algo a tu comida?
—No, es que no tengo mucha hambre.
—Vas a romperme el corazón, ¿verdad?
Durante los pocos días que llevaba en San Francisco, debido a la novedad, al misterio de las flores y a la preocupación de buscar trabajo, Tommy se había olvidado por completo de que estaba salido. Siempre lo había estado y había asumido que siempre lo estaría. Así pues, cuando Jody se sentó delante de él y el tsunami de sus hormonas se abatió sobre él, le extrañó haberlo olvidado.
Mientras duró la cena no se enteró de casi nada de lo que ella decía, y hasta se tragó todos los embustes que Jody le contó sobre sus hábitos alimenticios porque su mente estaba ocupada con un solo pensamiento obsesivo: tiene que apartarse el pañuelo para que le vea las tetas.
Cuando Tommy acabó de comer, Frederick se acercó a la mesa.
—¿Le pasaba algo a tu cena? —le preguntó a Jody.
—No, es que no tengo mucha hambre.
Frederick le guiñó un ojo a Tommy y se llevó los platos. Jody se recostó, desenvolvió su pañuelo y lo dejó sobre el respaldo de la silla.
—Qué noche tan agradable —dijo.
Tommy apartó la mirada de la pechera de su blusa y fingió mirar la calle.
—Sí —dijo.
—¿Sabes?, nunca había pedido salir a un chico.
—Yo tampoco —dijo Tommy.
Había decidido arrojarse a sus pies y suplicarle. Por favor, por favor, por favor, llévame a casa y acuéstate conmigo. No tienes ni idea de cuánto lo necesito. Solo lo he hecho dos veces en mi vida y las dos veces estaba tan borracho que tuvieron que contármelo al día siguiente. ¡Por favor, por el amor de Dios, pon fin a este sufrimiento y fóllame o mátame!
—¿Te apetece un capuchino? —preguntó.
Ella negó con la cabeza.
—Tommy, ¿puedo fiarme de ti? ¿Puedo ser sincera contigo?
—Claro.
—Mira, no quiero ser demasiado directa, pero creo que tengo que serlo...
—Lo sabía. —Tommy cayó hacia delante y golpeó la mesa con la cabeza, haciendo resonar los cubiertos. Habló con la boca pegada al mantel—. Acabas de romper con un tío y esta cita te pareció buena idea en su momento, pero crees que sigues enamorada de él. Y yo soy muy simpático y siempre serás mi amiga. ¿No?
—No, no iba a decir eso.
—Ah, entonces acabas de salir de una mala relación de pareja y no estás lista para meterte en otra. Necesitas estar sola un tiempo y descubrir qué quieres realmente. ¿No?
—No.
—Vale —dijo Tommy sin despegar la cara del mantel—. Pero las cosas van un poco deprisa y quizás deberíamos salir con otras personas una temporada. Lo sabía. Sabía que ibas a romperme el...
Jody le dio un golpe en la cabeza con una cuchara sopera.
—¡Ay! —Tommy se levantó y se frotó el incipiente chichón—. Oye, eso ha dolido.
—¿Estás bien? —preguntó ella con la cuchara preparada otra vez.
—Ha dolido de verdad.
—Bien. —Ella bajó la cuchara—. Iba a decir que no quiero ser demasiado directa, pero que los dos necesitamos un sitio para vivir y yo necesito ayuda con ciertas cosas, y me gustas, y me estaba preguntando si te apetecería que viviéramos juntos.
Tommy dejó de frotarse la cabeza.
—¿Ya?
—Si no tienes otros planes...
—Pero si ni siquiera hemos... ya sabes...
—Podemos ser solamente compañeros de piso, si quieres. Y si necesitas pensártelo, lo entiendo, pero necesito tu ayuda, de veras.
Tommy estaba pasmado. Ninguna mujer le había dicho nunca nada parecido. En apenas unos minutos, Jody había llegado a confiar en él hasta el punto de exponerse al rechazo total. Y las mujeres no hacían eso, ¿no? Quizás estuviera loca. Bueno, eso estaría bien. El podía ser F. Scott Fitzgerald y ella su Zelda. Aun así, tenía la impresión de que le debía una especie de confesión para quedar igual de expuesto que ella.
—Hoy cinco chinos me han pedido que me case con ellos —dijo.
Jody no supo qué responder, así que dijo:
—Enhorabuena.
—No he aceptado.
—¿Te lo estás pensando?
—No, yo contigo jamás sería bígamo.
—Eso está muy bien, pero técnicamente serías hexágamo.
Tommy sonrió.
—Me gustas un montón.
—Pues vámonos a vivir juntos.
Frederick apareció junto a la mesa.
—Bueno, veo que os va de perlas.
—La cuenta, por favor —dijo Jody.
—Enseguida. —Frederick volvió al café un poco mosqueado.
Tommy dijo:
—Vas a romperme el corazón, ¿a que sí?
—Irremediablemente. ¿Te apetece dar un paseo?
—Claro, creo.
Frederick volvió con la bandejita de la cuenta. Jody sacó un montón de dinero de su mochila y le dio un billete de cien dólares. Cuando Tommy hizo amago de protestar y empezó a hurgar en sus bolsillos en busca de dinero, ella cogió la cuchara de la sopa y la blandió con aire amenazador.
—Está la pago yo. —Tommy se echó a hacia atrás. Jody le dijo a Frederick—: Quédate con el cambio.
—Vaya, qué generosa —gorjeó Frederick, y empezó a retirarse de la mesa haciendo una media reverencia.
—Y Frederick—dijo Jody—. Batman lleva muchos más accesorios que yo.
—Siento que lo hayas oído —contestó Frederick—. Este sentido mío de la moda tan desarrollado va a ser mi perdición. —Miró a Tommy—. Tienes razón: va a romperte el corazón.
—¿Has visto la torre Coit? —preguntó ella mientras daban un paseo.
—De lejos.
—Vamos allí. De noche está toda iluminada.
Estuvieron caminando un rato sin hablar. Jody, que iba por el lado de dentro, despachaba a los voceadores con un meneo de cabeza y un ademán. A uno le dijo: