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Authors: Christopher Moore

Tags: #Humor, #Fantástico

La sanguijuela de mi niña (6 page)

BOOK: La sanguijuela de mi niña
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Sentado junto a Troy Lee, Tommy intentaba reunir valor para pedirle un favor. Por primera vez desde su llegada a San Francisco tenía la sensación de encajar en alguna parte y no quería tentar su suerte. Aquel era ahora su equipo, aunque hubiera inflado un poco su currículo para conseguir el empleo.

Tommy decidió lanzarse de cabeza.

—Troy, no te ofendas, pero ¿hablas chino?

—Dos dialectos —contestó Troy mientras mascaba un puñado de cortezas de trigo—. ¿Por qué?

—Bueno, es que vivo en el barrio chino. Comparto casa, más o menos, con cinco chinos. Sin ánimo de ofender.

Troy se tapó la boca con la mano, como si lo dejara atónico su audacia. Luego se levantó de un salto, hizo una postura de kung-fu, profirió un cacareo a lo Bruce Lee y dijo:

—¿Vives con cinco chinos? ¿Tú? ¿Un cerdo bárbaro y cara pálida? ¿Un ojiplato? —Sonrió y hurgó en la bolsa en busca de otro puñado de cortezas—. Sin ánimo de ofender.

A Tommy empezó a arderle la cara de vergüenza.

—Perdona. Solo me preguntaba si... Quiero decir que necesito un intérprete. En mi casa pasan cosas raras.

Troy volvió a subirse a los carros.

—No hay problema, hombre. Iremos por la mañana, cuando salgamos. Si es que no nos despiden.

—No nos despedirán —dijo Tommy con una confianza que no sentía—. El sindicato...

—¡Ostras! —lo interrumpió Troy, y lo agarró del hombro—. Mirad eso. —Señaló hacia Fort Masón, al borde del aparcamiento. Una mujer caminaba hacia ellos—. Es un poco tarde para salir —dijo Troy. Y luego, dirigiéndose a Simón, gritó—: ¡Sime, falda a la vista!

—No digas chorradas —dijo Simón, mirando su reloj. Después miró hacia donde señalaba Troy. En efecto, una mujer iba cruzando el aparcamiento hacia ellos. Y, por lo que se veía desde aquella distancia, tenía buen cuerpo.

Simón se bajó de los carritos y se ajustó el Stetson negro.

—Atrás, chicos, esa pelirroja está aquí por una razón, y esa razón es esta. —Se dio unas palmaditas en la bragueta y echó a andar hacia la mujer fingiendo que tenía las piernas arqueadas.

—Buenas noches, cariño, ¿te has perdido o andas en busca de la excelencia?

Jeff, que estaba sentado junto a Tommy, enfrente de Troy, se inclinó y dijo:

—Simón es un as. Liga más que todos los Forty-Niners
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juntos.

—Pues esta noche no se le está dando muy bien —dijo Tommy.

No oían lo que Simón le estaba diciendo a la mujer, pero era evidente que ella no quería oírlo. Intentó apartarse de él y Simón se le puso delante. Ella se movió en dirección contraria y él le cortó el paso sin dejar de sonreír y parlotear.

—¡Déjame en paz! —gritó la chica.

Tommy se bajó de un salto de los carritos y corrió hacia ellos.

—Eh, Simón, ya vale.

Simón se volvió y la mujer empezó a alejarse.

—Solo nos estábamos conociendo —dijo Simón.

Tommy se paró y le puso la mano en el hombro. Bajó la voz como si fuera a contarle un secreto.

—Mira, tío, tenemos un montón de cosas que hacer. No puedo prescindir de ti toda la noche mientras le enseñas el sentido de la vida a esa nena. Necesito tu ayuda, tío.

Simón lo miró como si acabara de hacerle una confesión.

—¿En serio?

—Por favor.

Simón le dio una palmada en la espalda.

—Eso está hecho. —Se volvió hacia la tienda—. El descanso se ha acabado, tíos. Hay que ponerse manos a la obra.

Tommy lo miró alejarse y luego echó a correr tras la mujer.

—¡Perdona!

Ella se volvió y lo miró con desconfianza, pero esperó a que se acercara. Tommy dejó de correr. Mientras se acercaba a ella, lo sorprendió lo guapa que era. Se parecía un poco a Maureen O'Hara en una de esas películas viejas de piratas. Su mente de escritor entró en acción y pensó: Esta mujer podría partirme el corazón. Con esta mujer, podría estrellarme y arder. Podría perder a esta mujer, beber como un cosaco, escribir poemas profundos y morir tuberculoso en tina cuneta por culpa suya.

Aquella no era una reacción extraña en Tommy. La tenía a menudo, principalmente con las chicas que trabajaban en las ventanillas de los restaurantes de comida rápida. Se alejaba en el coche con el olor a patatas fritas y el regusto amargo del desamor en la boca. Normalmente le daba para un cuento, por lo menos.

Estaba un poco jadeante cuando llegó junto a ella.

—Solo quería disculparme por Simón. Es... es...

—¿Un imbécil? —dijo ella.

—Bueno, sí. Pero...

—No pasa nada —dijo ella—. Gracias por venir al rescate. —Se volvió para seguir su camino.

Tommy tragó saliva con esfuerzo. Para aquello había ido a la ciudad, ¿no? ¿Para arriesgarse? Para vivir al límite. Sí.

—Perdona—dijo. Ella se volvió otra vez—. Eres realmente preciosa. Sé que parece una frase hecha. Es una frase hecha. Pero... pero en tu caso es cierto. Gracias. Adiós.

Ella le sonreía.

—¿Cómo te llamas?

—C. Thomas Flood.

—¿Trabajas aquí todas las noches?

—Acabo de empezar. Pero sí. Cinco noches por semana. El turno del cementerio.

—Entonces ¿tienes los días libres?

—Sí, casi siempre. Menos cuando estoy escribiendo.

—¿Tienes novia, C. Thomas Flood?

Tommy volvió a tragar saliva.

—Eh, no.

—¿Sabes dónde está el Enrico's, en Broadway?

—Puedo encontrarlo. —Confiaba en poder encontrarlo.

—Nos veremos allí mañana por la noche, media hora después de la puesta de sol, ¿de acuerdo?

—Claro, supongo. O sea, seguro. Quiero decir ¿a qué hora es eso?

—No lo sé. Tengo que comprarme un almanaque.

—Vale, entonces. Mañana por la tarde, entonces. Mira, tengo que volver al trabajo. Estamos en mitad de una crisis.

Ella asintió con la cabeza y sonrió.

Tommy arrastró los pies torpemente y luego echó a andar hacia la tienda. Cuando había cruzado la mitad del aparcamiento se detuvo.

—Oye, no sé tu nombre.

—Me llamo Jody.

—Encantado de conocerte, Jody.

—Hasta mañana, C. Thomas —contestó ella levantando la voz.

Tommy le dijo adiós con la mano. Cuando se dio la vuelta, los Animales estaban mirándolo mientras sacudían lentamente la cabeza. Simón puso mala cara, se volvió bruscamente y entró en la tienda hecho una furia.

Percha

Tras soportar una dosis razonable de resentimiento por parte de los Animales por haber utilizado su posición para ligar con la chica del aparcamiento, Tommy logró persuadirles de que volvieran al trabajo. Simón, Drew y Jeff hicieron magia con el mueble de la carne sirviéndose de un martillo, unos cables de arranque y una lata de masilla para automóviles, y por la mañana todo funcionaba como si lo hubieran engrasado los dioses. Tommy salió a recibir al gerente a la puerta con una sonrisa y le informó de que su primera noche había ¡do como la seda. El mejor equipo que había visto nunca, dijo.

Se fue en coche al barrio chino con Troy Lee. Encontraron aparcamiento a unas manzanas del cuarto de Tommy y recorrieron a pie el resto del camino. Hacía solo una hora que había amanecido, pero los mercados estaban abiertos y las aceras llenas de gente. Los camiones de reparto bloqueaban las calles mientras descargaban sus remesas de pescado fresco, carne y verduras.

Caminando por el barrio chino con Troy Lee a su lado, Tommy se sentía como si llevara un arma secreta.

—¿Qué es eso? —preguntó, señalando un montón de verduras parecidas al apio que había encima de la mesa de un puesto.

—Bok choy. Col china.

—¿Y eso?

—Raíz de ginseng. Dicen que es buena para la polla.

Tommy se detuvo y señaló el escaparate de una herboristería.

—Eso parecen trozos de cuernos de ciervo.

—Lo son —contestó Troy—. Se usan para hacer medicinas.

Al pasar por el mercado de pescado, Tommy señaló las enormes tortugas marinas que intentaban escapar de sus cajas de plástico.

—¿La gente se las come?

—Claro, los que pueden permitírselo.

—Esto parece un país extranjero.

—Y lo es —dijo Troy—. El barrio chino es una comunidad muy cerrada. No puedo creer que vivas aquí. Yo soy chino y nunca he vivido aquí.

—Es aquí —dijo Tommy, parándose en la puerta.

—Entonces ¿quieres que les pregunte por las flores y qué más?

—Bueno, por los vampiros.

—Venga ya.

—No, ese tipo que conocí, el Emperador, me dijo que podían ser vampiros. —Tommy lo llevó escaleras arriba.

—Te estaba tomando el pelo, Tommy.

—Fue el que me contó lo del trabajo en la tienda, y era verdad.

Abrió la puerta y los cinco Wong levantaron la cabeza en sus camastros.

—Adiós —saludaron.

—Adiós —contestó Tommy.

—Bonito sitio —dijo Troy—. Apuesto a que el alquiler es para morirse.

—Cincuenta pavos por semana —respondió Tommy.

—Cincuenta pavos —repitieron los cinco Wong.

Troy le hizo una seña a Tommy para que saliera de la habitación.

—Dame un minuto.

Cerró la puerta. Tommy esperó en el pasillo, escuchando los sonidos nasales, como de banjo, de su conversación con los cinco Wong. Pasados unos minutos, Troy salió de la habitación y le indicó que bajaran de nuevo a la calle.

—¿Qué pasa? —preguntó Tommy cuando llegaron a la acera.

Troy se volvió hacia él. Parecía estar conteniendo la risa.

—Esos tíos acaban de bajarse del barco, chaval. Me ha costado un montón entenderlos. Hablan un dialecto regional.

—¿Y?

—Pues que están aquí ilegalmente. Los han pasado de contrabando unos piratas. Les deben treinta de los grandes por el viaje y, si les pillan y les devuelven a China, siguen debiendo el dinero. Y en las provincias eso es como el salario de veinte años.

—¿Y? —preguntó Tommy—. ¿Qué tiene eso que ver con las flores?

Troy se rió por lo bajo.

—A eso voy. Verás, quieren conseguir la ciudadanía. Si la consiguen, podrán encontrar un trabajo mejor y pagar antes a los piratas. Y así no podrán mandarlos de vuelta a China.

—¿Y las flores?

—Las flores las dejan ellos. Te están cortejando.

—¡Qué!

—Han oído en alguna parte que en San Francisco los hombres se casan con los hombres. Y han pensado que, si te casas con ellos, conseguirán la ciudadanía y podrán quedarse aquí. Tienes admiradores secretos, tío.

Tommy estaba indignado.

—Entonces ¿piensan que soy gay?

—No lo saben. Y no creo que les importe. Me han pedido que te pida tu mano en matrimonio. —Troy perdió por fin el control y empezó a reírse.

—¿Qué les has dicho?

—Que te lo preguntaría.

—Serás cabrón.

—Bueno, no quería decirles que no sin preguntarte. Han dicho que cuidarán bien de ti.

—Ve a decirles que he dicho que no.

—¿Tienes algo contra los asiáticos? ¿Te crees mejor que nosotros?

—No, no es eso. Yo...

—Voy a decirles que te lo pensarás. Mira, tengo que irme a casa a dormir un poco. Nos vemos esta noche, en el trabajo. —Troy se alejó.

—Esta noche limpias los cubos de basura, Troy. El jefe soy yo, ¿sabes? Más vale que no se lo digas a Simón y a los chicos.

—Lo que tú digas, líder temerario —dijo Troy por encima del hombro.

Tommy se quedó en la acera, intentando dar con una amenaza mejor.

A media manzana de allí, Troy se dio la vuelta y gritó:

—¡Eh, Tommy!

—¿Qué?

—Vas a ser una novia preciosa.

Tommy echó a correr tras él con mirada asesina.

La puesta de sol. La conciencia cayó sobre Jody como un cubo de agua fría.

Pensó: Echo de menos levantarme grogui y esperar a que se haga el café. Despertarse con las preocupaciones a plena potencia es un asco.

¿En qué estaría yo pensando? Quedar con un chico teniendo solo media hora para arreglarme. No tengo nada que ponerme. No puedo presentarme en sudadera y vaqueros y pedirle a ese tío que se venga a vivir conmigo. No sé nada de él. ¿Y si es un borracho, o un maltratador, o un asesino psicópata?¿No trabajan siempre esos tipos de noche en un supermercado? Los vecinos siempre dicen: «Trabajaba por las noches y era muy reservado. ¿Quién iba a pensar que había frito al chico de los periódicos?». Pero dijo que era preciosa, y todo el mundo tiene sus defectos. ¿Quién soy yo para juzgarlo? Soy un...

No quería pensar en lo que era.

Se había puesto los vaqueros y estaba intentando pintarse con el poco maquillaje que tenía.

Pensó: Puedo leer la letra pequeña a oscuras, veo irradiar el calor de una rata escondida a cien metros de distancia, pero sigo sin poder pintarme los ojos sin meterme el aplicador en el ojo.

Se apartó del espejo y procuró combatir la autocrítica: intentó mirarse objetivamente.

Parece que acabo de salir de un programa de la tele dedicado a personas sin sentido de la moda, pensó. Esto no va a funcionar.

Se apartó del espejo; luego volvió a mirarse y se atusó el pelo; se acercó a la puerta, echó un último vistazo, hizo amago de salir y se paró a mirarse otra vez...

—¡No! —gritó. Salió corriendo, bajó la escalera y llegó a la parada de autobús de la esquina, donde empezó a saltar a la pata coja, con una pierna y la otra, como si estuviera esperando para entrar en el baño en un concurso de bebedores de cerveza.

Tommy había pasado el día intentando evitar a los cinco Wong. Vigiló la habitación hasta que estuvo seguro de que se habían ido; después entró a hurtadillas, cogió ropa limpia, se duchó, se vistió y volvió a salir. Tomó un autobús hasta Levis Plaza y se echó a dormir en un banco mientras las palomas y las gaviotas hurgaban

en la basura, a su alrededor. La tarde trajo consigo un viento frío de la bahía que lo dejó helado y acabó por despertarlo.

Subió por Sansome hacia North Beach intentando borrar la marca de las tablillas del banco que se le había quedado grabada en la nuca. Al pasar junto a un grupo de adolescentes que hacían posturitas y mendigaban en la acera, un chico gordito le gritó:

—Señor, ¿tiene un cuarto de dólar para comprar un lápiz de ojos?

Tommy rebuscó en el bolsillo de sus vaqueros y le dio al chico todo el cambio que llevaba. Nadie lo había llamado nunca «señor».

—¡Ay, gracias, señor! —gorjeó el chico con voz aguda y femenina, y levantó el puñado de monedas enseñándoselo a los otros como si acabaran de darle la cura contra el cáncer.

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