La secta de las catacumbas (11 page)

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Authors: Nicola Fantini

Tags: #Intriga

BOOK: La secta de las catacumbas
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—La verdad es que nuestro amigo suizo es muy agudo, ¿eh, Moira? —río Tomaso, que se había quedado inmóvil y silencioso a su lado—. Sin embargo, no creo que las cosas sucedieran de una forma tan sencilla. El mordisco gélido del miedo solo había comenzado a apretar el corazón de nuestro caballero, apenas una caricia.

Heinrich percibió un sonido, un leve movimiento de aire, acompañado de un aliento que sabía a vino. Tomaso se había acercado a Heinrich para susurrarle al oído aquellas palabras cargadas de veneno. Así que se había movido de nuevo… «Casi puedo imaginármelo, una figura sin un rostro preciso que arquea la espalda sentado en el taburete, unos ojos vacíos que miran fijamente sin ver las bóvedas de esta repugnante gruta, por eso palpa la mesa con las manos, para limpiar los restos de la comida: así es como creo que consigo explicar ese repentino sonido.»

—¡Sebastian, ven aquí, deja a las Palomitas! —ordenó Moira en broma, levantando la voz.

A lo lejos, más pisadas y bromas llenaron el vacío, y luego Sebastian se unió al grupo.

—Sebastian, Sebastian… —suspiró Tomaso—. ¡Nuestro
portentum erigendi
! Venga, venga, mójate el gaznate con un poco más de vino, que nuestro joven artista quiere escuchar el resto de la historia.

XIX. EN CUANTO A LOS PERTIGANTES

Oleggio, septiembre de 1672

E
N
CUANTO A LOS PERTIGANTES O CALCANTES, son sin lugar a dudas del grupo de los mendigos sin oficio que dan vueltas vagabundeando por los territorios en los que actúan, pidiendo limosnas para no trabajar, como si vivieran en el país de Jauja. No tienen ni casa ni domicilio cierto. Algunos se encuentran de feria en feria llevando consigo un hatillo al hombro para vender cordones, semillas, botones, espejos, medallas bendecidas y anteojos. En concreto, se deben distinguir tres grupos: el primero es el de los llamados Acones o Chupones, que llevan colgada al cuello una imagen sagrada y venden historias de santos en las plazas; otro, conocido como los Avispones, trafica de forma más oscura, frecuentando a caballeros, doctores e incluso a párrocos, en apariencia vendiéndoles protectores de la salud e informaciones de diferente laya; en cambio, el tercer grupo está formado por los Muleros, que con el servicio de la bestias de carga cruzan las montañas, desde los valles de Ginebra hasta nuestras colinas, llevando enormes cargas de libros prohibidos. Una vez en Turín, la valiosa mercancía se reparte entre los diferentes Pertigantes y, siempre a través de los caminos secundarios, se esparce por las diferentes ciudades italianas.

No dejaré de decir que es sabido que existen en algunos lugares, por ejemplo en Venecia, impresores deshonestos de libros obscenos y almanaques ilustrados con vulgaridades, y que para sus operaciones confían únicamente en un grupo propio de Calcantes: dichos sujetos visitan diferentes países y frecuentan las fiestas de las poblaciones, llegando hasta el más pequeño condado y ofreciendo estas mismas mercancías. De entre los mendigos arriba descritos uno por uno, esta es en verdad la peor especie, pues utiliza todo tipo de artimañas y bajezas.

Y afirmo que lo que digo es una historia realmente verdadera, y que no cuento fábulas ni mentiras: que por estos alrededores, y siempre en sábado, el día del mercado grande, comenzaron a verse desde hace pocos años estos Pertigantes hechiceros que primero cantaban las letanías de la Virgen con música, y se dejaban querer por los ingenuos aldeanos, y luego les repartían folletos de historias llenas de fraudes y herejías. Oh, calamidad miserable, que si tuviera una lengua de hierro y hablara durante años, no llegaría a narrar con qué argucias se va propagando el nefasto daño de la lectura por nuestros pacíficos campos. Cuando supe que tres de estos menesterosos se encontraban en territorio de Verbano, recluté a la guardia, para que los siguieran con las armas y los hicieran prisioneros.

Les encontraron en los zurrones sesenta historias de abominables obscenidades, como el
Decamerón
y el reprobable Galileo. Al día siguiente fueron conducidos a los tres a Novara para entregarlos al capitán de Justicia. Y una vez que les hicieron confesar, usando los medios adecuados, que habían conseguido los libelos en Turín, en casa de un impresor vestido de negro, murieron en la cárcel, se cuenta que estrangulándose unos a otros.

Firmado en Oleggio, el veinte del mes de septiembre de 1762.

XX. CON SENTIDO COMÚN

Camino a Múnich, abril de 1768

C
ON SENTIDO COMÚN! CABALLERO WlNCKELMANN, ¡sed razonable! —exclamó la voz del médico con el tono falsamente conciliador, a la que se añadieron las imprecaciones del tabernero, quien se había despertado de repente—. ¿Se puede saber qué es lo que está pasando? ¿Os encontráis bien? ¿Os han robado?

—¡Estoy bien, estoy bien! Volved a vuestra habitación, por favor. ¡Os lo repito, todo está bien! —mintió Johann Joachim, con los hombros apoyados en la puerta, como quien se siente a salvo. Sin embargo, no era ese su estado de ánimo, porque en aquel momento advirtió en la piel el sudor frío del miedo.

Miró a su alrededor. La habitación donde Moira había dormido resultaba desoladora: un jergón sucio, un montón de viejas mantas, un pequeño calentador, una vulgar cajonera, una mesita, un taburete, un barreño y un orinal constituían toda la decoración. El suelo de madera estaba lleno de grietas que dejaban pasar aire caliente procedente del piso inferior, mientras una tenue luz grisácea atravesaba los sucios cristales del ventanuco, como interrumpidas bocanadas de vapor, acentuando una sensación de vacío que provocaba mareos. Johann Joachim cogió una cerilla y con dificultad encendió la vela apoyada sobre la cajonera; cuando la llama difundió su claridad rojiza e incierta, giró lentamente sobre sí mismo, y luego otra vez, para estudiar la habitación, pero los pocos rastros que quedaban en aquella modesta pieza simplemente eran los de un viajero que se apresura a marcharse.

«Ya, pero ¿adónde?», se preguntó Johann Joachim metiendo nerviosamente las manos en los bolsillos de la chaqueta, y solo cuando las sacó se dio cuenta de que en la derecha seguía apretando todavía con fuerza el opúsculo de Moira. Con un movimiento rápido lo arrojó lejos, contra la pared, bajo la ventana, y se frotó la palma sobre el muslo, como si se tratara de un papel infectado, de hojas sobre las que un nigromante hubiera trazado los símbolos de un terrible maleficio.

El murmullo conspiratorio del pasillo lo distrajo un momento, antes de ponerse a registrar las mantas y darle la vuelta al colchón en busca de algún indicio que pudiera devolverle la esperanza de encontrar al impresor. El miedo le agudizaba los sentidos, la mente poco a poco recobraba su concentración… Encima de la mesita había una pluma, con su punta todavía sucia de tinta fresca. Así que Moira había escrito algo antes de irse de la posada. Una nota, una carta para él quizás, pero dónde… ¡Ah, ahí estaba! El último cajón permanecía medio cerrado, apenas dos dedos, pero lo suficiente para ver que había algo dentro… Que Moira había huido con mucha prisa era evidente, ¿quizás para escapar de la Inquisición? No, era algo poco probable. Aquel hombre se había comportado siempre como si conociera todo lo que le rodeaba. Era astuto como el demonio. ¡Que le dieran!

—Excelencia, quizás sea mejor que os concedáis un momento de descanso, la cama es una gran medicina —sonó la voz de su secretario—. El doctor Albrecht dice que no es saludable que…

—Ahora voy, no os preocupéis. Todo va bien —respondió Johann Joachim, esforzándose en mantener un tono tranquilo. Se movió ruidosamente para demostrar que no era víctima de otro mareo. Escuchó al doctor sentenciar:

—¡Malo, el enfermo que se cree sano! —a lo que le entraron ganas de contestarle, pero se mordió la lengua. «Solo falta que me tomen por loco.» Cuando estuvo seguro de que por el momento nadie intentaría forzar la puerta, abrió con cautela el cajón. Tardó unos instantes en percatarse de que se trataba de un paquete atado con una pequeña cuerda y dos goterones de lacre rojo, cuyo sello no era otra cosa que el anverso de una moneda de plata, que cerraban el envoltorio. A un lado, deslizada bajo la cuerdecilla, una hoja doblada en dos exhibía con rápida caligrafía una frase muy corta:
AS. V. J. J. Winckelmann
. No había nada más en el cajón.

Estaba convencido de que todo lo que le pertenecía, o estaba de algún modo unido al nombre de Moira, constituía para él una amenaza. Con el paquete ya en sus manos, Johann Joachim vaciló un largo rato, pero al final lo colocó sobre la mesita y decidió abrirlo. El envoltorio contenía una docena de copias intonsas del mismo opúsculo deshonroso, junto a una nota escrita de puño y letra por el impresor pero sin firmar, que decía que «trescientos ejemplares zarparán hacia Roma la próxima semana».

Hacia Roma. ¡Así que era verdad! Pero, ¿cómo era posible? Después de años, el pasado resucitaba implacable, bajo la forma de una secreta maquinación contra él… Querían destruirle arrastrándolo al deshonor y a la locura. En el Estado Pontificio un librito injurioso, lo sabía bien, se pagaba con la pena de muerte, la confiscación de bienes y la deshonra para siempre. Si se tenían protectores poderosos, la prisión perpetua. En Campo Vaccino le habían llevado a que viera el lugar donde Clemente XI había mandado decapitar a un abad que, con veinte años, se había atrevido a escribir a un amigo de Viena que a la carroza del papa subía habitualmente una princesa. El nuncio papal se enteró y, ¡zas!, el hermoso abad se quedó sin cabeza…

Johann Joachim se dejó caer pesadamente sobre el taburete que había junto a la mesita, escondiendo el rostro entre las manos, pero la percepción de su piel fría y sudada no hizo más que empeorar su estado de ánimo. «Tomaso —pensó—, ¿cómo puede ser posible? Tú estás muerto, Tomaso, o si no, estás enterrado entre la humedad y los escombros de Minerva… que es lo mismo. Pero, si tú estás muerto, quiere decir que alguien más lo sabe… Ay, ¿con quién hablaste, Tomaso? ¿Te lo arrancaron en el potro? ¿Con los hierros ardientes y las tenazas? ¿Al final gritaste mi nombre porque el dolor puede romper la promesa más sólida?»

De todos modos, entre estos pensamientos había un fondo de incredulidad que hacía que se sintiera perdido, obligándole a caminar a lo largo de ese sendero demasiado estrecho que separa la realidad del sueño. No, no. Debía basarse sólo en los hechos, en lo que podía tocar y ver, aquí y ahora… trescientas copias dirigidas a Roma, las trece en su poder que validaban la amenaza de Moira… ¡Tenía que destruirlas todas, una por una, antes de que llegaran a su destino! Del impresor y de quien le había encargado el trabajo se ocuparía después, cada cosa en su momento. Mientras tanto, ese paquete…

Johann Joachim recogió el opúsculo que había tirado al suelo para colocarlo junto a los demás, pero mientras se agachaba le pareció que la luz de la habitación cambiaba de intensidad, haciéndole pensar en esas polillas que revolotean alrededor de los candiles. Cuando instintivamente levantó la vista hacia la ventana, sintió que la sangre se le helaba en las venas.

—¡No! —gritó con voz ronca, retrocediendo desde la ventana con pasos cautelosos—. ¿Qué más quieres ahora? ¡Vete!

Sobre el rostro redondo y sucio del jorobado se dibujó una sonrisa maliciosa, enmarcada por una barba grasienta que la hacía parecer aún más inquietante. Se mordió los labios lentamente, mudo, empañando el cristal solo unos instantes.

—A Venecia, excelencia. A Venecia —el vagabundo parecía no hacer el mínimo esfuerzo para sujetarse en el alféizar… y quizás no estaba sujeto de ningún modo. ¿Permanecía subido a una escalerilla o… flotaba en el aire, como las criaturas de Satanás?

Johann Joachim corrió la mesita, se metió la nota en el bolsillo y envolvió rápidamente todas las copias, saliendo de la habitación de una forma tan precipitada que todos se quedaron sorprendidos. El doctor Albrecht parecía muy ocupado en charlar con tranquilidad científica sobre algo a propósito de las fiebres, sus devastadores efectos y los poderes curativos de las sangrías. Katarina calculaba con pasos nerviosos mientras se contoneaba por el fondo del pasillo, mientras que Camillo Valle apenas tuvo tiempo de abrir bien los ojos y levantar un brazo en el intento de retener a su señor, que ya bajaba por las escaleras.

Fue una suerte que el fuego en la chimenea de la enorme sala estuviera ya prendido sin más cuidados que los de la tabernera. Levantando una nube de chispas, el caballero Winckelmann arrojó el contenido del paquete entre las llamas, y por precaución añadió más leña, de manera que nadie pudiera salvar ni una página de aquellos malditos opúsculos. Le hubiera gustado quedarse a contemplar la pequeña hoguera hasta que no quedara más que un puñado de cenizas, pero los ruidos que sonaron a su espalda lo obligaron a volverse, para hacer frente a las habitantes de la posada que lo estaban rodeando.

—Excelencia, ¡tened la bondad de escucharnos! —exclamó su secretario sin mucha convicción, en un tono donde se mezclaban la intolerancia y la falta de paciencia.

«¡Ah, qué muchacho tan tonto! ¡Y qué pronto se da importancia!»

—¡Tenemos que regresar! —afirmó con vehemencia Johann Joachim, mirando uno por uno a todos los allí presentes—. Hay que volver. Asuntos urgentes nos esperan en Venecia, Camillo. Es necesario preparar el equipaje.

—Excelencia, me duele llevaros la contraria —intervino el doctor Albrecht, dando un paso hacia adelante. Con aquel camisón ancho con encajes, parecía un poco ridículo, pero su severa expresión no dejaba lugar a dudas sobre la firmeza de sus intenciones—. Perdonadme, pero no os permitiré que dejéis esta posada, si antes no os he reconocido. Una sangría os repondrá, y de nuevo estaréis en plena forma, os lo aseguro. ¡Sangre rápida, enfermedad curada! —añadió.

Johann Joachim emitió un profundo suspiro y dejó caer los brazos, desconsolado, aunque el sonido del fuego y el calor que notaba a sus espaldas le resultaban en cierto modo reconfortantes.

—Quién sabe qué chaladura es esta —susurró el tabernero a su mujer. Movía la cabeza frotándose las mejillas ásperas y con disimulo dirigía miradas resignadas al caballero, como si quisiera juzgar a todos los de su ralea. «¡Ah!»

Katarina hizo un gesto, acercándose al marido.

—Me parece que marchó camino arriba, a casa de la bruja —dijo—. ¡Desde siempre sé que las personas de bien y que sienten temor de Dios no deben ir por allá arriba! ¡Esta es la moneda con la que le pagan a uno!

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