—¡Y que así sea! —concedió Johann Joachim y, tras vigilar el estado del fuego, cogió el brazo que el doctor Albrecht le ofrecía para acompañarlo hasta su habitación—. ¡Terminemos cuanto antes!
Roma, enero de 1772
E
L HORMIGUEO EN LOS BRAZOS SE LE HABÍA PASADO. Probablemente alguien hubiera desatado a Heinrich mientras estaba desmayado. Se puso en pie con dificultad, y a su alrededor apenas percibió silencio. ¿Le habían dejado solo o todo era una artimaña? El joven se dejo caer al suelo, y sintió la humedad de la roca penetrarle por los huesos. El miedo le dio fuerzas. Lentamente, con movimientos torpes, comenzó a quitarse la maldita venda que le habían puesto en la cabeza. Nadie gritó, ni nadie se le abalanzó para impedírselo. Quizás este era verdaderamente el momento adecuado. Estaba solo.
Una vez aflojadas las cuerdas, levantó la venda. Como había imaginado, no había un ser viviente a su alrededor. «Me cuesta trabajo creerlo. Tengo que aprovecharme, hacer algo, alejarme de aquí. Pero, ¿cómo saber dónde está la salida de las catacumbas?» Había una penumbra extraña en el lugar donde le habían abandonado, un débil temblor de luces que provenía de una galería secundaria.
Y por un instante le pareció percibir una sombra. Quizás estaba todavía durmiendo y lo que le rodeaba formaba parte de un sueño. «No, yo estoy despierto, todo esto es real, me hallo en peligro…»
Una vez en pie con enorme esfuerzo, Heinrich decidió adentrarse por aquel túnel y que Dios le ayudase. De todas formas, volvió a colocarse la venda, teniendo mucho cuidado en dejar unas pequeñas ranuras que le permitieran ver algo. «Si me encuentran diré que los estaba buscando. Probablemente no advertirán que me la he quitado, pues la falta de luz también les afecta a ellos. Y si no me encuentran… Quizás muera aquí, dando vueltas por estos túneles. He oído decir que tienen centenares de millas de longitud, y puedo recorrerlas hasta que caiga sin fuerzas al suelo y lleguen las ratas para montarse un banquete con mi cuerpo, que con esta humedad se pudrirá rápidamente. Mis huesos mordisqueados se unirán a los miles que yacen aquí, bajo la Ciudad Eterna…»
Había algo terriblemente cierto en aquella fantasía, el eco de tenebrosas historias que había escuchado distraídamente a su guía unos días antes, cuando habían bajado. ¿Cuánto tiempo había pasado? No tenía ni la más mínima idea. Pero, horas o días, ¿qué importaba? Afinó el oído intentando percibir algún ruido. Le pareció oír unos pasos. Ratones, quizás. Se quedó inmóvil durante un rato. Luego se dio cuenta de que se trataba del roce de sus perneras. «Calma, no te asustes como una jovenzuela.»
Avanzó unos cincuenta pasos, manteniéndose siempre cerca de la pared. Se detuvo de nuevo cuando le pareció escuchar a lo lejos unas campanas, como si llamaran al
Angelus
. A la vuelta de la esquina, la luz pareció hacerse más intensa. Se acercó intentando hacer el menor ruido posible. El espectáculo que consiguió entrever era bastante singular. El espacio vacío se ensanchaba hasta formar un habitáculo de muchas brazas de longitud, donde se abrían varios nichos iluminados con cirios de color rojo sangre en candelabros de metal, y en cada uno de ellos había una calavera coronada con flores. Algo de una sordidez bárbara. Heinrich entrevió los restos ahumados de una pintura: un guerrero con la capa llena de estrellas, que clavaba en el cuello de un toro una espada ensangrentada; a continuación una serpiente, un escorpión, más arriba un cortejo de siete vírgenes con el rostro de víboras. Un león que vomitaba fuego. Respiró a fondo, intentando mantener la calma. Por su cabeza pasaban las leyendas de antiguos ritos subterráneos: los sacerdotes de Isis, los hierofantes de Hécate, los taurobolios de la
Magna Mater
, los iniciados en el culto de Mitra…
—¿Has venido a rezar al Santísimo Fuego? —la voz de Tomaso a su espalda hizo que se sobresaltara—. Desde siempre ha sido un instrumento para que los pobres pecadores dejemos de pecar.
Heinrich casi gritó de miedo… Pero, ¿de dónde había salido el ciego? ¿Cómo es que no había notado su presencia?
—Tenía sed, cuando me desperté. Busco agua —tartamudeó el joven. Quién sabe si se lo creería. Otro toque de campana.
—Menos mal que te he encontrado yo —dijo el viejo ciego, imperturbable—, antes de que suene la tercera campana, que marca el comienzo de las rondas. Si uno de los Bastoneros te hubiera encontrado sin el salvoconducto o sin alguien que respondiera por ti, habrías acabado muy mal, querido suizo.
—¿Bastoneros? ¿Quiénes son?
—No pensarás que la Gran Confraternidad es una aglomeración de andrajosos… Aquí dentro somos muchos, y cada uno tiene su cometido: todo está reglado según nuestras leyes. Nadie puede entrar ni salir a capricho: por eso los Bastoneros vigilan. ¡Y quien tenga oídos para entender, que entienda!
Como si no le prestara más atención, el ciego se volvió para meterse por una galería. Heinrich permaneció tras él, abatido. Escuchó el eco de unas botas a lo lejos, voces. «¡Izquierda, derecha! ¡Ahooo!» ¿La ronda?
«No sé desde hace cuánto tiempo avanzamos, no veo prácticamente nada. Sólo me dejo guiar por el sonido de sus pasos y por su voz, que ha comenzado a hablar de otra oscuridad.»
—Nada que ver con la vigilancia de la Santa Inquisición —le decía Tomaso, entre risas—. A los de Minerva no les gana nadie. Allí ni siquiera el pelo más pequeño del culo pasa desapercibido. En las celdas la mirilla se abría a cada instante para comprobar que cumpliéramos con los deberes de la Santa Providencia: flagelarnos con fervor…
Y el jefe de los guardias nos decía: «Recordad, pecadores, que esta cárcel es un lugar delicioso si se compara con lo que os espera tras la hoguera».
El ciego se tropezó. También Heinrich que le seguía se tambaleó, chocándose con él. Continuaron.
—Un par de veces al mes hacíamos la
prueba general.
—¿La prueba de qué?
—De la muerte. Del santo día del suplicio. Los guardias nos ponían a desfilar: éramos más de cien, cada uno vestido con un saco; la cuerda en el cuello, y en la cabeza la mitra de la vergüenza pintada de negro; el verdugo vestido para sus funciones, el escribano con su manto de color indiscernible, los abogados con sus capas de terciopelo carmesí, y en sus manos las sentencias; los policías ensayaban sus miradas más severas, portando las antorchas y moviendo los látigos. A uno lo elegían en suertes para que hiciera de condenado. Desfilábamos con solemnidad por los pasillos del sagrado colegio de Minerva, tras la cruz verde del tribunal, velada de luto, mientras los teólogos con su capa morada gritaban: «Aquí viene la Santa Justicia». Así, un par de veces al mes, ¿me entiendes, suizo?
—¿Cuánto tiempo estuviste encerrado? —le preguntó Heinrich con un hilo de voz.
—Trece años, joven.
Venecia, mayo de 1768
L
A LAGUNA AGITADA POR AQUEL TEMPORAL DE PRIMAVERA resultaba dramáticamente bella, pero Johann Joachim no tenía tiempo de contemplar el espectáculo de los barcos de pesca —todo un chirriar de jarcias, imprecaciones soeces y movimientos de velas— que intentaban alcanzar un recodo.
—Ilustrísimo, ¿ve que no se puede continuar? —se quejó de nuevo el barquero, maldiciendo en voz baja a aquel bávaro obstinado y sus malditos papeles. «Vaya idea más rocambolesca», pensaba. Había que arrojar al mar aquella carga extraña, además en una tarde como aquella—. El riesgo es tremendo…
Como para darle la razón, la góndola se balanceó, mucho más pesada por las grandes piedras con que el caballero Winckelmann había atado a sus bártulos. Tres, más bien voluminosos, ya habían sido arrojados al agua, y faltaban todavía dos.
—Acabad con esta charla. Daos prisa —dijo Johann Joachim perdiendo la paciencia—. Os doblaré el precio que hemos pactado, si todo se hace a mi manera…
El barquero lanzó a su cliente una mirada rabiosa, y parecía a punto de mandarle a tomar viento, pero finalmente se agachó para ayudarle a liberar el fondo de la góndola de los últimos pesos. De todos modos, la embarcación estuvo meciéndose todavía un poco más, azotada por las olas de la laguna, cuya superficie se había cubierto de espuma blanca, mientras el caballero miraba el reloj. «¿Qué hacía aquel maldito alemán? ¿Ahora se ponía a mirar la hora?», se preguntó el barquero, augurándole mentalmente todas las torturas posibles e imaginables. «Estos forasteros se creen que nos encantan, con sus chaquetas entalladas, el cuello estrecho bordado en plata y las hebillas brillantes sobre los zapatos, y son todos iguales: unos chalados.» Pero todavía tenía que estar más loco él, que se había dejado convencer para salir a alta mar con aquel tipo: «Mira qué viento, San Polo bendito…»
Mientras tanto, con la mirada pegada al reloj y esperando que hubiera transcurrido el tiempo suficiente para asegurarse de que sus paquetes habían tocado fondo, a Johann Joachim se le pasó por la mente la interminable persecución a la que Moira le había obligado por toda Venecia: arriba y abajo por puentes y callejuelas, cruzando plazuelas desiertas, metiéndose bajo soportales abarrotados de mercancías, en un vía crucis de equívocas estaciones, y obligado además a confiar en guías poco honestos, que en cada rótulo de mesón sentían una sed invencible y pretendían detenerse para beber otro vaso de vino…
Parecía que en la ciudad nadie hubiera oído hablar de aquel taller. «Mentirosos como turcos, estos venecianos.» Por suerte, al final, en una calle del barrio de San Cancián, se topó por casualidad con el escondite de Moira. Un cartel medio roto con una flecha indicaba el fondo del patio. Encontró a tientas el camino por una escalerilla oscura que terminaba en un pasillo lleno de cajas claveteadas y amontonadas unas sobre otras. El vestíbulo se abría a una caverna oscura y húmeda, con las paredes recubiertas de moho. ¿Cómo podía trabajar alguien en una madriguera semejante? Y sin embargo allí estaban las prensas: nada de antigüedades polvorientas, sino maquinarias bien engrasadas; había además cajones llenos de caracteres de plomo y pilas de papel, pero del impresor ni siquiera el rastro. Parecía que se había volatilizado. Había encontrado un par de vejetes con caras de canallas, sentados en una esquina oscura sobre un enorme saco de paja, extendido en el suelo como si fuera una cama. Los habían recibido a Camillo y a él con presuntuosas reverencias, ni que fueran los dueños de un castillo. Johann Joachim había agachado la cabeza sin decir nada, refrenando toda la rabia que llevaba en el cuerpo, pero Camillo les había dado la mano a aquellos dos tipejos. Una situación bastante engorrosa, porque los dos viejos apenas parecían oírles: sordos como tapias, levantaban los hombros con una sonrisa forzada y repetían que Moira se hallaba lejos de allí.
—Eso ya lo he oído —les había contestado Johann Joachim desesperado, haciendo una señal a Camillo para hacerle saber que no quería perder el tiempo en charlas inútiles. Pero su joven secretario se había adelantado y, tras mucho insistir y un apropiado desembolso de dinero, había conseguido por las buenas que los dos viejos se dignaran a mostrarles dónde estaban los libros que el caballero buscaba.
—¿Están todos aquí? —les había inquirido en varias ocasiones Johann Joachim. Pero de nuevo los viejos comenzaron a hacer ver que no entendían: pronunciaban frases incomprensibles, cortándolas con acaloradas imprecaciones contra el mal tiempo que agitaba las aguas del Adriático, una verdadera calamidad para los que cuidaban sus tiendas y talleres. Y de todos modos, no hubo forma de sacarles una palabra más…
Tras una pausa que pareció interminable, por fin el caballero guardó de nuevo el reloj en el bolsillo, se dejó caer en el banquito negro de la góndola y, colocándose el tricornio en la cabeza, hizo una señal al barquero de que podían regresar, algo que el hombre no esperó a oír dos veces.
En el muelle, donde el gondolero lo desembarcó bruscamente, no halló la habitual multitud de curiosos y cargadores como consecuencia del mal tiempo. «Menos mal…» Johann Joachim se alejó rápidamente, caminando con la cabeza gacha. Sin embargo, renunció a levantarse el cuello de la capa sobre el rostro, por miedo a llamar demasiado la atención. Le atormentaba la idea de que el barquero pudiera divulgar la noticia de lo que había ocurrido. Era evidente que le había dado una abundante propina, rogándole que no dijera una palabra a nadie, pero ahora se estaba volviendo loco. Precisamente tanta insistencia sobre el secreto que debía mantener, podía resultar al final contraproducente. «¿No has dicho tú mismo, Johann Joachim, que estos venecianos tienen una malicia astuta?» Bajo los soportales observó a los corrillos de ociosos, como si buscara entre la gente que pasaba alguna señal que revelara una mirada de curiosidad. «¿Y si el escándalo del librito ya se hubiera divulgado?», se preguntó con angustia. Cada vez que se cruzaba con alguien le daba la impresión de que le señalaba con el dedo, y le parecía escuchar que susurraba su nombre. Imposible. Moira se lo había asegurado… «Pero, ¿cómo puedo creer en la promesa de gente como él, capaz de organizar una extorsión así?»
Johann Joachim se encontraba todavía bajo la influencia de lo que acababa de realizar. «Me he arriesgado mucho. Si alguien me hubiera visto… Vaya, tengo que dejar de atormentarme, si Dios quiere, este torbellino absurdo acaba de terminar.»
Venecia, enero de 1767
E
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Entrego la presente nota volante encontrada en San Polo, a las seis de la tarde, en los pilares de un puente. Trátase de un ejemplar procedente del taller de impresión Malaccorti.
Confirmándome con verdadera estima vuestro siervo
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A.G.