Una campanita informó de que la cena estaba servida. Claro está, el salón aparecía resplandeciente, con damascos rosas y verdes en las paredes y lámparas de cristal de Murano. Verdaderamente impecable el servicio. «No hay nada que objetar, los venecianos saben vivir. Por ejemplo, estos platos son todo un espectáculo, con estas decoraciones de escenas campestres: en el fondo del mío aparece
L
'
embarquement pour Citère…
Si de verdad pudiera largarme a un lugar romántico.» Sirvieron, en primer lugar, una sopa de pescado y ostras crudas.
—Quita, fuera este tokay, que tiñe los labios y no quita la sed —dijo el dueño de la casa que quería ser gracioso, tomando la negativa a beber de Johann Joachim como si se tratara de un problema de gustos—. Traed al caballero Winckelmann un poco de vino del Rin. ¿No veis que siente nostalgia de su tierra?
Intentó vagamente explicar que un tokay era adecuado, pero que necesitaba permanecer sobrio. No hubo manera, y tuvo que beber para no parecer un maleducado. Mientras tanto en la mesa estaban ya sirviendo nuevos platos: cabezas de perdiz a la parrilla condimentadas en salsa amarilla, y luego cuernos de gamo joven.
El conde Paolo no se encontraba con ganas de animar a un invitado tan singular a probar las especialidades de su cocina, y se entretenía en ilustrar las exquisiteces que su cocinero turco había preparado para aquella velada.
—No se vos, caballero, pero yo prefiero la caza al pescado, tanto de pluma como de pelo. Los pies de oso, por ejemplo… ¿Cómo? ¿Qué no los habéis probado nunca? Ah, pues entonces tenéis que volver por aquí cuando comience la temporada de caza… Insisto en que tenéis que probar este plato —añadió, viendo la expresión escéptica de Johann Joachim—. No lo adivinaríais nunca: son nidos de golondrina de la Conchinchina… Sí, sí, habéis entendido bien, golondrinas que hacen sus nidos en las rocas, dificilísimos de coger, allá por los mares del imperio celeste. Cuestan un ojo de la cara, pero valen su precio. Llegan a Venecia ya secas, por lo que se ponen en remojo en caldo de pavo hasta que se ponen tiernas, y a continuación se sirven con mantequilla y queso.
Le tocó mantener la conversación, al menos para olvidarse de la presencia de Ermanno Protasi, que algo más alejado acaparaba con su brillante conversación la atención de todos los comensales. Trató de charlar animadamente y, cuando le sirvieron los espárragos en tartaleta, narró la famosa anécdota de Fontenelle.
—Como tenía gustos diferentes al abad Dubos, que era su invitado, Fontenelle mandó que le prepararan espárragos con aceite, para agradar a su amigo, y en salsa, como le gustaba a él. Sin embargo, no se habían sentado todos a la mesa cuando el abad sufrió un ataque de apoplejía. Entonces, Fontenelle bajó corriendo por las escaleras hacia la cocina gritando al cocinero: «¡Todos los espárragos en salsa! ¡Todos los espárragos en salsa!». Y cuando se llevaron el cadáver, se sentó a comer diciendo que la apoplejía servía para algo…
Todos se rieron con ganas.
Sirvieron en la mesa la pastelería fría: veintiséis tipos de galletas de diferentes formas.
—Estas las tenéis que probar, si no me haréis un feo —le dijo regañándole la condesa Canziani, viendo que el caballero había dejado la servilleta y rechazaba los platos que le ofrecían los camareros—. Han sido elaboradas por las monjas de Santa Úrsula. Mirad qué hermosas: amarillas como el oro, y en la boca son una delicadeza… Nosotros le decimos saboyardos.
Y no había terminado todavía:
glaces à l'italienne
y piña. El dueño de la casa se apresuraba a enumerarle las maravillas de esa fruta extraña, cuando Johann Joachim se anticipó.
—Ya he tenido ocasión de probarla: en Roma la he visto a menudo en el jardín del Quirinal y en los jardines del Vaticano.
—Ah, hemos olvidando que nuestro querido caballero frecuenta las moradas de los príncipes romanos —dijo Ermanno Protasi—. He oído decir que ese cardenal, al que llaman
el pachá de Fossombrone
, no ha renunciado nunca a nada en su mesa. Ni tampoco en su dormitorio… ¿Vos lo conocéis bien, no?
Johann Joachim sintió cómo el sudor le cubría la frente. «Este hombre sabe algo, quizás es de verdad un familiar de Tomaso…»
—Claro que he conocido al cardenal Passionei. ¿Y cómo no iba ser así? Prefecto de la Biblioteca Vaticana, refinado coleccionista de manuscritos y libros…
—He oído decir que también andaba metido en el comercio de algunos libros que no tienen la aprobación del Santo Oficio… —le interrumpió con mucha malicia Protasi, haciendo hincapié en ciertas palabras. Su mirada algo turbia dejó helado a Johann Joachim.
—Bueno, todos saben que, al principio del pontificado, el Papa no dudaba en hacer la vista larga con el tráfico de los libros —se rio el dueño de la casa—. Dicen que en el cónclave, antes de su elección, iba susurrando a los cardenales: «Si queréis a un buen gilipollas, elegidme».
Un invitado anciano que hasta ese momento no había entrado en la conversación, quiso dar su opinión.
—Los pontífices de ahora han perdido buena parte de su prestigio. Me han contado que en las paredes de la residencia de Castelgandolfo el Papa se ha hecho representar con un traje blanco, sobre una pequeña montura, seguido por su humilde familia de cocineros, pinches, friegaplatos, barrenderos… Dicen que, sobre todo, ama la conversación con uno de sus siervos, al que llaman Siete-sopas… Siempre y cuando se admita que la humildad es una virtud cristiana, me pregunto y digo: «Si perdemos la pompa, ¿qué otra cosa podrá sustentar el respeto?».
—Ah, que muchos en Roma han tomado por costumbre faltar al respeto del Papa, es algo de sobra conocido. Claro que el caballero Winckelmann lo sabrá mejor que nosotros —contestó Protasi, sonriendo de nuevo. La mirada maligna había desaparecido de su rostro, y de nuevo resultaba encantador.
«Pero ¿quién es este hombre? ¿Qué quiere de mí? ¿Por qué está aquí?» Johann Joachim intentó llevar la conversación hacia otras direcciones.
—El cardenal Passionei es un hombre de mundo con un montón de conocidos. A menudo, en su ermita de Camaldoli, donde me recibía con los brazos abiertos, dejaba el sombrero rojo y cogía uno de paja clara… Amaba los placeres sencillos… —se detuvo.
Recordó de una cena celebrada mucho tiempo antes. Fue en la época en que acababa de llegar de Alemania, catorce años antes. «Una cena con pastelitos de pavo real y filetes de esturión del Tíber, servida por camareros con uniforme violeta, porque era Adviento. Y Domenico Passionei, envuelto en una amplia túnica del mismo color, yacía en una especie de triclinio, junto a los jóvenes cantores de las capillas vaticanas.»
Al final, las puertas del salón se abrieron, y la gente se levantó de la mesa. Johann Joachim suspiró. Había comido demasiado y sin apetito.
Como si le hubiera leído el pensamiento, el conde canturreó:
—
Hélas! Les indigestiones sont pour bonne compagnie
!
—Ah, yo, antes de sentarme a la mesa, me tomo un buen purgante —dijo entrometiéndose un anciano comensal—, para cenar sin riesgos: una buena cucharada de canela y luego puedo comer todo lo que quiera. Es necesario gozar de la gula, la vida es breve. ¿No es así, caballero Winckelmann?
Venecia, abril de 1768
N
ADA IMPORTANTE, AMIGA MÍA, HA OCURRIDO por aquí, dejando a un lado la noticia de que el tal Valerio Fossetti, cantante del teatro San Lucas, al que oímos la temporada pasada en el
Serraglio d'amor
, se desplomó hace dos semanas más o menos, alcanzado en el corazón con un punzón. Os quiero contar los hechos con todo detalle, porque el asunto tiene aspectos increíbles. Por tanto, tenéis que saber que el asesinato tuvo lugar en la calle Verziere de' Frari, a pocos pasos de la casa de un hornero. Las sospechas se dirigieron contra este hombre, conocido además por su carácter peleón y violento. Las autoridades policiales practicaron un registro del local, encontrando una funda que se adaptaba perfectamente al punzón de la herida. Esta pista pareció en un primer momento suficiente. El hornero fue torturado y condenado a muerte.
Entonces ocurrió lo siguiente. El miércoles pasado, el día antes de ejecutarse la pena, les llegaron cartas al dux, al consejo de los Diez y al tribunal de la Quarantia, en las que se proclamaba la inocencia del hornero. Se trataba de un testigo ocular, que afirmaba haber visto a Fossetti discutir con un grupito formado por tres hombres de escasa estatura y por un señor alto y delgado, con un tricornio, y con el rostro escondido tras un velo negro. En el altercado que se produjo después, el testigo ocular juraba haber escuchado hablar de libros prohibidos y de deudas sin pagar; entonces, el cantante había levantado la voz diciendo: «¡Yo no soy la persona que estáis buscando! ¡Vlaich es el responsable! Yo no tengo nada que ver». Pero ante la negativa tan contundente del cantante, el hombre del velo había sacado un punzón y se lo había clavado en el abdomen. ¿Interesante,
pas vrai
?
Imaginaos el asombro. Por desgracia, no habiendo sido posible encontrar ni al autor de la misiva ni al tal Vlaich —a propósito, existe un cantante con este nombre: se trata de un famoso castrado que de joven parece ser que gozó de la simpatía de los príncipes y hombres de la Iglesia, y también él había sido invitado en muchas ocasiones a los escenarios del teatro San Lucas, pero parece ser que no se halla en la ciudad desde hace mucho tiempo—, por lo que el hornero sufrió el castigo al que fue condenado. Como podéis imaginar, mi ánimo se ha quedado profundamente conmocionado.
Ignoro dónde os habéis escondido, pero confío en que alguno de los vuestros se ponga en contacto conmigo, de forma que pueda llevaros estas líneas que os acabo de escribir.
Adiós, es ya mediodía y dentro de poco me esperan en el palacio Venier para el almuerzo. Me enternece el corazón el sueño de poder, en un futuro no muy lejano, postrarme de nuevo ante vuestros pies…
Roma, enero de 1772
U
NA CAJA DE COLORES PERMANECÍA APOYADA SOBRE la mesa, cerca de él. Cuando Heinrich se despertó, descubrió que alguien le había quitado la venda, dejándole al mismo tiempo una vela y todos los instrumentos propios de un pintor: paleta, carboncillo, pinceles, frascos de tinta, hojas para borradores, lienzos apilados unos sobre otros. Se frotó los ojos para convencerse de que no estaba soñando. Luego se puso en pie. Rozó ligeramente con los dedos una serie de pinceles de diferentes dimensiones, comprobando el estado perfecto de las puntas. ¿Qué quería decir todo eso?
Se acordó del encuentro con Boca de Ajo. No se notaba turbado por la morbosidad de su arte, más bien sentía que había sido un honor conocer a aquel hombre tan excéntrico y genial. «Creo que es indispensable una técnica de máximo nivel y un conocimiento profundo de la naturaleza para producir esas «cabezas con personalidad», como él las llamó. La quintaesencia del infierno. He visto, en los talleres que he visitado por Europa, cuadros que decían ser representaciones de furiosas brujerías o de miserias morales, pero nada me había conmovido tan profundamente.» Tenía razón Boca de Ajo, o como quisiera el diablo que se llamara ese maldito vienés. Auténtico artista es quien conoce los contrastes de líneas y los efectos de las luces en la mímica del rostro, el que sabe despertar en el público el sentimiento del terror y de la extrañeza. «Hay algo más allá de la vida que algunos artistas consiguen percibir en un instante. ¿Dónde nace su intuición? ¿Han sido prisioneros de una catacumba? ¿Han necesitado esta experiencia visual de sombras y pesadillas?»
A pesar de esforzarse en recordar algo más que pudiera igualar los infernales retratos del vienés, solo le venían a la mente los escultores anónimos que en la Edad Media habían creado las gárgolas de ciertas iglesias góticas.
Como si hubiera sido convocado por sus propios pensamientos, de entre las sombras de una galería por donde resonaba el eco de unos pasos, se materializó una sombra encapuchada de oscuro que, tras descubrirse, resultó ser Moira.
—Espero que te guste nuestro regalo. Nos ha parecido que te aburrías, así que hemos pensado en darte algo con lo que pasar el tiempo. Puesto que eres un artista… —sonrió el librero—. Material de primera calidad. Procede del estudio del pintor Mengs, amigo de nuestro caballero Winckelmann, y en el pasado nuestro fiel cliente… —y viendo que Heinrich se había quedado con la boca abierta asombrado, añadió con un gesto—. Hay tantas cosas que no sabes, querido suizo…
Una vez dicho esto, tras sacar del tabardo una lámpara de aceite y encenderla con la vela, le hizo un gesto para que le siguiera por el túnel por el que había venido. Un camino estrecho y angosto, envuelto en la oscuridad, siguiendo un itinerario con continuos giros a la derecha y a la izquierda.
—Espero que te des cuenta —protestó su guía— de que las catacumbas no son un lugar como cualquier otro. No las hemos construido nosotros, ¿entiendes? Han crecido a la vez que la ciudad, mucho antes de que empezaran las persecuciones de los cristianos. Millas y millas de galerías subterráneas que unían ciertas casas entre ellas y el Tíber, ¿lo sabías? Aunque las autoridades oficiales reinen en la tierra…
bajo
la tierra, aquí abajo, han ocurrido cosas que nadie llegaría a imaginar. Un mundo regido por otras leyes, refugio de brujas, ladrones con sus botines, vagabundos y perseguidos de todo tipo.
—Una horda de basura humana —murmuró Heinrich.
Moira se rio, evidentemente lo había escuchado. Rectificó.
—Nosotros preferimos llamarnos Confraternidad. Vagabundear es nuestra ley de existencia. Aparecer e inmediatamente desaparecer… Tenemos, y ya lo he dicho, nuestras reglas, nuestros juramentos, nuestras leyes de honor.
—Algo así como los cíngaros —dijo Heinrich con un gesto de desprecio.
—No, no, querido. Vas por mal camino. Ellos son una nación, nosotros somos una mezcla de naciones. Ellos tienen su propio idioma, nosotros los hablamos todos. Ellos son un clan, nosotros somos una asociación a la que nos acogemos li-bre-men-te —concluyó subrayando las sílabas de la última palabra.
Entretanto descendían por una escalera húmeda que giraba sobre sí misma, hasta que se encontraron en una amplia sala excavada en la piedra caliza, dispuesta como un estudio de pintura. Bajo las bóvedas decoradas con pintura grisácea había columnas, capiteles y bustos de estatuas antiguas, pero la atención de Heinrich se detuvo en los numerosos lienzos oscuros que había colocados sobre caballetes o apoyados en las paredes. El joven aguzó la vista, indeciso entre acercarse o no.