—Veo que todo esto te llena de curiosidad. Y tienes razón. Esta habitación subterránea, repleta de maravillas, fue habitada durante mucho tiempo por artistas que supieron apreciarla y sacarle provecho.
—He conocido a uno, un escultor de Viena —contestó Heinrich, pensando en Boca de Ajo.
—Ah, nuestro
messer
Messerschmidt. Un auténtico talento, ¿no? Pero ha habido otros. Bajo estas bóvedas trabajó otro genio, Charles-Louis Clérisseau. ¿Increíble, verdad? También él era amigo del caballero…
Heinrich levantó la vista hacia la bóveda: el pintor había representado a un fraile orando en un claustro.
—No debes mirarlo desde esa posición. Ponte en esta esquina —le dijo riendo Moira, sujetándolo por una manga—, y ahora mira de nuevo.
Era verdad. Desde la nueva perspectiva, lo que un momento antes le había parecido un penitente, se transformaba casi por encanto en un paisaje con ruinas clásicas pobladas por enanitos, hombres y mujeres desnudos y entregados a extraños apareamientos. Algo verdaderamente dramático y, al mismo tiempo, grotesco, que a Heinrich le recordó el extraño libro de un irlandés,
Los viajes de Gulliver
, que había leído recientemente.
—¿Extraordinario, verdad? Nuestros Monigotes se prestaron de muy buena gana a ser sus modelos. Pero el artista que más les entusiasmó, y pasó aquí abajo a formar parte de la leyenda, fue un pintor procedente del norte de Italia, que estuvo aquí entre nosotros hace unos sesenta años. Un gran personaje. Sobre los caballetes puedes contemplar algunos de sus estudios…
Heinrich los examinó con un escalofrío creciente. Sobre un fondo oscuro y negro resaltaban escenas inverosímiles: enanos con sonrisas maliciosas, que peleaban ferozmente, con las gargantas abiertas por mordeduras, los rostros chatos trastornados por el odio, los ojos inyectados en sangre, los labios babosos: liliputienses ridículos que maltrataban gatos y conejos con feroces suplicios. Pero lo que más le impresionaba era la lascivia pintada en sus rostros mientras se ocupaban en aquellas crueldades inauditas. Y por si eso fuera poco, un gallo crucificado y una turba de hombrecillos desnudos arrodillados en oración ante él, otras enanas descuartizadas y laceradas por mastines, un sapo sentado en un trono rodeado de lacayos deformes… Una habitación en la que una joven dormía abrazada a su gatito, y un grupo de enanos desnudos a punto de saltar dentro por la ventana abierta. Y todo con un fondo negro, espectral, repugnante.
De nuevo, le pareció que Moira le había leído el pensamiento, porque añadió:
—Sí, probablemente este ha sido el artista que mejor ha conseguido capturar el auténtico espíritu de nuestros hermanos Monigotes. ¿No te parece? Aquí abajo se pueden pintar cosas que serían inconcebibles en un estudio a plena luz del día… —se rio y el eco de su risa resonó por toda la bóveda.
Venecia, mayo de 1768
E
N EL SALÓN DE FUMADORES DEL PALACIO CANZIANI —sobre las consolas y entre los sofás dorados se observaban estatuillas de ébano representando figuras alegóricas, y en el centro había sillones lacados con formas excesivamente elaboradas para el gusto de Winckelmann—, los criados habían preparado las mesas de juego para el sacanete y el bisbís. El caballero tuvo que aceptar un desafío de Ermanno Protasi. Intentó concentrarse. «Necesito solo una pizca de fortuna, y después que el diablo me lleve», pero el ruido de las charlas a su alrededor le distraía.
—Los jesuitas han terminado con el comercio de tabaco y cacao… En Francia ya no pueden seguir ejerciendo.
—Lástima, desde China el padre Aloisio me había traído una raíz prodigiosa que llaman
ginseng.
—He oído hablar de ella. ¿Es cierto que rejuvenece?
—Bueno, seguramente no otorga la inmortalidad, pero sí es verdad que hace que uno se sienta más sano y alegre. Y en la cama hace prodigios…
—A mí, para esas cosas, me han recomendado la gelatina de víbora de monte.
—¡Anda ya! Lo bueno es el miembro del ciervo, o si no, sus cuernos. ¡Porque eso sí que es un animal hecho de lujuria!
—Tonterías, queridos señores. Basta con inhalaciones de fuego de láudano, incienso, cinamomo y azafrán…
Todos miraban a Winckelmann con conmiseración. Había perdido otra vez. Johann Joachim contempló desconsoladamente sus propias cartas. Oyó el sonido de los dados, que poco antes habían sido agitados en el cubilete de cuero para luego dejarlos caer sobre el tapete verde. Escuchó a uno de los presentes susurrar una broma sobre él.
—El que es gilipollas es su juicio.
«Probablemente los dados estaban trucados, y tú, estúpido, ni siquiera has estado pendiente. ¿Y ahora cómo pagarás?», se dijo, sintiéndose aplastado. Sabía que si no se libraba cuanto antes de aquella situación que tanto parecía divertir a Ermanno Protasi, no sólo se le paralizaría la digestión, sino que también se vería comprometida su facultad de pensar con lucidez. ¿Qué sería de él, de su reputación? Se convertiría en el hazmerreír de media Europa… Sí, claro, siempre era mejor el cotilleo susurrado a sus espaldas que una acusación formal de tráfico de libros prohibidos, o incluso la prisión por sodomía y blasfemia… Pero, en cualquier caso, ¿cuánto podría resistir con aquel peso que le oprimía el alma, cada vez más pesado conforme pasaban los días?
Johann Joachim estaba a punto de levantarse impetuosamente de la mesa, decidido a buscar una excusa antes de que le volvieran a dejar en ridículo, cuando la lenta atmósfera de la sala quedó levemente turbada por la entrada de un paje. Era un hombre de edad avanzada, con una telaraña de arrugas sobre el rostro oscuro, que acentuaba su aspecto desagradable. Su librea mostraba unos desgatados colores pálido, los zapatos sucios, las hebillas sin brillo. Bajo el brazo llevaba descuidadamente un tricornio deformado por el uso y la dejadez. La reverencia ante el dueño de la casa resultó forzada, con la poca gracia de un mal actor o de quien se siente obligado a ello. Johann Joachim no supo si alegrarse o hundirse todavía más en su pena, cuando el conde Paolo anunció en voz alta que acababa de llegar un mensaje para él. De repente, en el momento de silencio que se hizo en la sala, el caballero se sintió que las miradas de todos los caballeros allí presentes se posaban en él, sobre todo la de Protasi, cuyos ojos le atravesaban como un puñal.
Johann Joachim ocultó mal su sorpresa, levantándose del sillón demasiado pronto, pero en aquel momento lo único que le importaba era alejarse de la mesa de juego. Así que, tras susurrar un «con permiso» a sus compañeros de mesa, dejó la sala de fumadores con grandes zancadas, seguido por aquel paje tan desaliñado que sin duda se trataba de un impostor. Los dos se apartaron a una esquina del salón comedor, donde los cinco o los seis servidores encargados de levantar la mesa tras el banquete parecieron no percatarse de su presencia.
—Bien, ¿quién te manda? —le preguntó Johann Joachim en voz baja, pero con un punto de aspereza, para mantener la distancia también física que les separaba. Además del aspecto poco tranquilizador de aquel hombre, le desagradaba el olor a rancio del traje, que parecía haber salido tras muchos años del fondo de un húmedo baúl.
—Si vuestra excelencia lo permite, tengo que entregarle personalmente este mensaje —respondió el paje, al mismo tiempo que sacó de debajo del tricornio un sobre, no muy grande, y lo entregó con poca gracia, como un objeto del que quisiera desprenderse lo antes posible.
Con no pocas dudas, Johann Joachim se decidió a acercar sus manos al sobre, sintiéndose palidecer cuando reconoció el sello de lacre rojo grabado con una moneda y, sobre todo, la caligrafía inconfundible con la que estaba escrito el nombre del destinatario: las letras delgadas y puntiagudas de Moira, con sus extremidades marcadas con unas gotitas de tinta. «¿No terminará nunca esta terrible persecución?» Lo maldijo en silencio y finalmente tomó el sobre con desaire, casi arrancándoselo al paje. En su mente imaginó miles de opúsculos flotando sobre la superficie de la laguna, empujados por todas las corrientes del mundo.
—¿Quién te ha dado este sobre? ¿Quién es tu dueño? ¡Habla! —insistió Johann Joachim, esforzándose por controlar la voz pero no el temblor de sus manos.
El hombre ensayó torpemente una reverencia.
—Perdóneme, excelencia, pero no lo sé —contestó—. Esta noche, en la calle de Fornari, volvía con las medicinas a casa de mi amo —explicó mostrando la pequeña ampolla y la cajita que guardaba en un bolsillo del uniforme—, cuando se me acercó un caballero desconocido, que me encargó que le entregara este sobre. Excelencia, yo no rechazo una propina por unos servicios que suponen tan escaso esfuerzo, sobre todo cuando la casa del señor conde me pilla de camino —hizo una pausa, y luego añadió—. Obviamente, siempre que se trate de un encargo honrado, que no infrinja las leyes.
—¡Eso es! —prorrumpió Johann Joachim, sarcástico—. ¿Y cómo era ese caballero? Un señor delgado, ya entrado en años… —se interrumpió un instante, dándose cuenta sólo en ese momento de lo difícil que resultaba ofrecer una descripción de Moira: un viejo de aspecto huidizo, con rasgos vigorosos y rudos que, sin embargo, no le impedían adoptar una cierta educación conciliadora en los gestos, fruto sin lugar a dudas de su arte embaucador. Por otro lado, ¿quién le aseguraba que aquel paje no estaba asociado con el impresor, exactamente como el vagabundo de la posada del Tejón? «Debes estar atento, Johann Joachim, ¡muy atento!»
—Era ya de noche, excelencia, cuando se me acercó el caballero. Pude apreciar que no era muy alto, no, pero poco más. Al principio incluso sentí algo de miedo, porque iba vestido completamente de negro, con un sombrero que le cubría buena parte del rostro. No tengo ni idea de quién se trataba, señor. De todos modos, si hubiera sido un malhechor me hubiera dado cuenta, ya sabéis, algo en sus movimientos le hubiera traicionado… Y en ese caso, como ya os he dicho, me habría cuidado mucho de aceptar el encargo… —aquel miserable mantenía la mirada baja, pero hubiera jurado que, de soslayo, estudiaba atentamente las reacciones de su interlocutor.
Johann Joachim abrió el sello del sobre con un dedo, pero interrumpió el gesto casi consciente de extraer la nota, porque el paje no se había movido ni un palmo.
—¿Qué más? Ah, claro —dijo, tocándose un bolsillo, y a su pesar tuvo que desprenderse de los últimas monedas que le quedaban. El paje esta vez acentuó la reverencia, y se detuvo con una sonrisa en la que asomaban los pocos dientes dañados que le quedaban. Ya se estaba despidiendo cuando Johann Joachim le preguntó—. ¿Se puede saber, al menos, cómo te llamas?
—Expedito, excelencia. Como el santo… —se le escapó una risita, luego giró sobre sus talones y se alejó hacia la salida.
Johann Joachim se volvió hacia la pared para evitar las miradas inoportunas y al mismo tiempo sacó el contenido del sobre. Allí había otra copia de aquel maldito opúsculo. Lo había adivinado desde que lo tocó por primera vez con las yemas de los dedos: esas dimensiones, ese grosor particular del papel…
Movió la cabeza con la mirada incrédula. De repente, se le pasó por la cabeza la sospecha de que Moira hubiera mentido, de que hubiera impreso un mayor número de copias para distribuirlas en las ciudades del norte. ¿Y si algún noble veneciano ya tenía el opúsculo y ahora, sabiendo que se hallaba en la ciudad, se lo hubiera enviado para avisarle o…, para amenazarle?
Trató de calmarse y acercar el candelabro para leer mejor la nota que había entre las páginas del opúsculo intonso: «El caballero Rolando Vlaich tiene una comunicación urgente para vos y se sentirá muy dichoso de ver a vuestra excelencia, allá donde el mar propicio y las mejores naves garanticen un viaje seguro camino de Roma.» ¡Maldición! ¿Y qué tenía ahora que ver Vlaich?
—¿Todo bien, excelencia? Espero que no se trate de malas noticias —le sobresaltó una voz a sus espaldas. El dueño de la casa se acercó con discreción, deteniéndose a cierta distancia cuando
advirtió
algún grave problema en la palidez del rostro de su invitado.
—Oh, las molestias habituales que acompañan siempre a las responsabilidades —respondió Johann Joachim con vaguedad, mientras intentaba introducir el opúsculo y el sobre en el bolsillo de su chaqueta, con la misma expresión de un niño al que hubieran pillado robando en una despensa.
—¿Dónde está mi secretario? —preguntó tras una breve pausa—. He de marcharme inmediatamente. Tengo… tengo que revisar una expedición de restos arqueológicos que se dirigen a Roma, pero han surgido problemas con las naves. Parece que no serán embarcados en Venecia sino en… en…
—En Trieste —concluyó el dueño de la casa por él, asintiendo.
—Sí, en Trieste… —Johann Joachim inclinó la cabeza como en señal de rendición y respiró profundamente.
O me pongo a veces a gritar detrás de un establo
como un licántropo, y ellos se mueren del susto.
Corren a por tocino y me mandan un buen trozo de carne.
Anónimo polaco, Peregrynacja.
Roma, febrero de 1772
L
a fiesta! ¡La fiesta! —gritaban dos hombres arrastrando en volandas a Heinrich por un terreno accidentado, hasta un claro donde corría un frío aire desagradable. Le quitaron la venda. El joven se encontró sentado sobre un sillón de satén carmesí. Había otros, todos dispuestos en semicírculo, como en la platea de un teatro. Mientras sus ojos se acostumbraban a la luz de las antorchas, Heinrich miró a su alrededor: estatuas romanas y columnas corintias. En una esquina el armazón de una carroza sin ruedas. Más allá, entre las sombras, enanos y lisiados.
—¿Qué sucede aquí? —le preguntó a Sebastian.
—Los Linterneros te mostrarán algo que seguramente te interesará —respondió el jorobado, secamente.
—¿Los Linterneros? ¿Quiénes son?
Sebastian resopló, sentándose en el sillón cercano.
—Miembros de la Gran Confraternidad: ambulantes, como los Herradores, los Cuchilleros, los Llaveros, los Tijereros…
—¿Venden linternas?
El jorobado soltó una carcajada.
—Venden imágenes vivas, ¡suizo, estúpido! ¿Nunca has oído hablar de linternas mágicas?
«No me atrevo a decir una palabra más. Debo haber quedado como un estúpido. Pues claro que en más de una ocasión oí contar que en Italia los jesuitas habían introducido en los espectáculos luces con figuras en movimiento, que producían el efecto de la vida… Pero pensaba que estos instrumentos eran privilegio de unos pocos. No se me habría ocurrido nunca que unos andrajosos o unos simples ambulantes estuvieran provistos de ellos. Bueno, que se ría Sebastian, mientras tanto disfrutaré de estos momentos de descanso en mi forzada ceguera.»