El príncipe se justificaba:
—Blanca me riñe, no me adula… dice que puede hacerlo porque ella lleva también el Borbón en el apellido, ¡es como una hermana!
Aunque a su hermana de verdad apenas la ve. El propio Juanito
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cuenta que la primera vez que su hermana fue a verlos a La Zarzuela, en taxi, el conductor la llevó al teatro de La Zarzuela.
Ella miró el local desde la ventanilla y le suplicó que bajase a preguntar. El taxista fue a la taquilla, regresó y le dijo a la infanta:
—Dicen que no hay ningún actor que se llame Juan Carlos.
Lo que da cuenta del escaso grado de intimidad que tenía con su hermano y con su cuñada, ¡ni siquiera se habían molestado en explicarle dónde estaba el lugar donde habían ido a vivir en España!
En verano Pilar y sus hijos a veces iban a bañarse a la piscina del palacio. Casualmente, cuando llegaban, Sofía había salido a pasear a caballo por los montes de El Pardo con su instructor, el coronel Julio Heredia y Albornoz. Los caballos que utilizaba eran del ejército.
Con sus amigos, Juanito tampoco se veía físicamente demasiado, aunque la comunicación por teléfono era constante. Todos conocían su número de memoria: 231 77 45. Algunas mañanas se encontraban en el gimnasio de Heliodoro Ruiz, pero poco más.
También sus camaradas de Estoril, cada vez que iban a Madrid, lo telefoneaban, incluso Maná Arnoso se compró un chalé en Pozuelo, donde se dejaba caer de vez en cuando un agobiado Juan Carlos, sin avisar, y siempre con algún obsequio:
—Unas corbatas que él no se pone y que le han regalado, una caja de buen vino…
De vez en cuando iba a ver a un nuevo amigo, Manolo Prado y Colón de Carvajal, que le había presentado su primo Carlitos de Borbón Dos Sicilias:
—Venía a una casa que tenía mi familia en la urbanización Casaquemada, al lado de El Pardo, éramos para él como una botella de oxígeno en el ambiente encorsetado y vigilado de La Zarzuela, donde a veces era huésped y otras rehén, pero nunca señor de su casa…
Era cuando comentaba a sus amigos:
—Me gustaría ver cómo os bandearías vosotros entre esos dos viejos…
Todos sabían que se refería a su padre y a Franco.
Prado contaba en sus memorias recogidas por Joaquín Bardavío:
—Llegaba en un viejo todoterreno, y cruzaba la tapia de un salto, presentándose a la clandestinidad ingenua y libre de mi mundo.
Siempre solo. Sin Sofía.
Mucha gente tenía curiosidad por conocer a esa princesa de la que tan poco se sabía. El ideólogo del régimen, número tres de la Falange, Ernesto Giménez Caballero, quien en tiempos quiso casar a Pilar Primo de Rivera con Hitler, le envió a la princesa unos libros suyos. Sofía le contestó con amabilidad, lo que le dio pie a él para pedirle una cita. Lo recibieron Sofía y Juan Carlos en un saloncito de Zarzuela. «Bastante sencillo e impersonal, de casa de familia normal sin mucha atención a los detalles», me contó Giménez Caballero, que había sido embajador y entonces vivía en su elegante casa de El Viso, con su mujer, alemana, y con su nieto:
—Juan Carlos me inspiró el mismo sentimiento que a Franco, como si fuera un huérfano, un ser ansioso de afecto y protección, ingenuo y alerta a la par, con un gran tipo físico para su representatividad carismática… —Quizás Juanito había aprendido que es-ta actitud humilde le iba a ganar el aprecio de un viejo zorro de la política, tan viejo y tan zorro como el mismo Franco—. Sofía, no sé si por su cultura germánica, prusiana y su cultura de lenguas, de música, viajes y azares dinásticos, me impresionó mucho. Su mirar es inteligentísimo y suspicaz. Como a Franco, me robó el corazón, le gustaba hablar de política internacional, ¡leía mucho! En aquella época no se expresaba muy bien en español, pero ella era la primera en reírse de sus meteduras de pata.
También añadió una característica que creo define mucho al personaje:
—No era diplomática; era sincera, sin artificiosidades, me pareció muy de verdad.
Pocos días después, y casualmente, se encontró a la reina en el cine Monumental viendo un espectáculo de marionetas rusas con sus hijas, entonces muy pequeñas:
—El teatro estaba medio vacío… era una compañía soviética un poco destartalada y, claro, no estaba muy bien visto ir a verla.
Pero ahí en primera fila estaba la princesa con sus dos hijas. Al finalizar y cuando todos nos levantábamos para irnos, el director de aquello salió al escenario y pidió un aplauso para la princesa y sus hijas.
Detrás de los gruesos cristales de sus gafas, los ojos de Giménez Caballero brillaban con malicia:
—No muy puesto en temas protocolarios, el hombre, supongo que queriendo dotar de atractivo un espectáculo bastante mediocre, le pidió a la princesa que subiera al escenario. Se la veía bastante violenta, pero creo que pensó que sería una descortesía negarse, y además, casi no había nadie, y se encaramó al escenario, sonaron cuatro aplausos y las infantas incluso hacían reverencias y saludaban como si fueran actrices…
Giménez Caballero, que ya estaba entonces retirado, me decía:
—Fui un testigo privilegiado de aquel momento… Se lo conté a Franco y se limitó a mover la cabeza paternalmente, como si le hiciera gracia. ¡Él, que era el hombre más intransigente del mundo!
Proseguía Giménez Caballero:
—A Franco, cuando hablaba de don Juan Carlos, se le ponía la mirada soñadora.
Como le pareció que su antiguo amigo lo observaba con sorna, Franco reaccionó rápidamente e intentó justificarse «entre tímido y receloso»:
—Comprende, Ernesto. Había que recoger a ese muchacho, que estaba descuidado, y ver qué daba de sí.
Aunque, fiel a su estrategia de jugar con varias barajas, le comentó también que:
—Don Alfonso de Borbón Dampierre es muy afecto al Movimiento.
Otra casualidad. Giménez Caballero también se encontró pocos días después a Federica jugando al golf en el club Puerta de Hierro:
—Había leído sus Memorias, que me habían deslumbrado; ¡era una delicia de mujer! Era una mujer imperial, filósofa, no muy atractiva en el rostro, pero con una mirada de luz milenaria que me unió más a su hija Sofía.
Pero en lugar de nombrar sucesor, Franco, de momento, en diciembre de 1966, iba a someter a referéndum la Ley Orgánica del Estado, un texto indigerible que se había leído durante varias horas en las Cortes. Después tuvo lugar su célebre advertencia sobre los peligros de los «demonios familiares» de los españoles, «espíritu anárquico, crítica negativa, insolidaridad entre los hombres, extremismo y enemistad mutua». El país se llenó de carteles con la leyenda de «Franco sí» y «Vota sí por la paz», y se utilizó la televisión para hacer propaganda. El referéndum, por primera vez los españoles pronunciábamos esta palabra que nos sonaba tan extraña, se convirtió en una plataforma de apoyo al propio Caudillo.
Alfonso de Borbón le manifestó a Franco en audiencia privada:
—A pesar de que por mi rango no tendría que votar, llevado de mi desbordante entusiasmo acudiré a las urnas para depositar mi voto afirmativo.
Franco se mostró emocionado por esta decisión. Por una de esas habituales filtraciones Zarzuela-Pardo-Zarzuela-Pardo, Sofía se enteró de esa conversación y se lo comunicó a su marido, y le dijo que ellos entonces también tenían que votar. Juanito no sabía qué hacer, y como siempre que estaba desorientado, acudió a su padre. El conde de Barcelona montó en cólera contra su sobrino y le contestó a su hijo:
—Haz lo que quieras, pero no te compares nunca con Alfonso Segovia, es un desleal con todo lo que yo represento.
Lo que demostraba que, como siempre, Juan estaba en la luna de Valencia.
En realidad no hubieran hecho falta los votos de Alfonso ni de Juanito ni de Sofía, porque el sí salió por aplastante mayoría: un 95 por ciento.
A Fraga Iribarne, ministro de Información y Turismo, le llamaron a partir de entonces «el mago de las urnas», porque el éxito de la votación superó los cálculos más optimistas y se decía que con sus «poderes mágicos» había logrado que dentro de las urnas los votos en blanco o negativos se convirtieran en flamantes síes.
Lo único que quedaba claro en la ininteligible Ley Orgánica del Estado que se había aprobado era que el sucesor de Franco sería un rey, de estirpe real, católico y mayor de treinta años.
Juanito le dijo alborozado a su mujer:
—Yo estoy dentro de esas coordenadas.
Pero Sofía le recordó:
—Alfonso también.
Y entonces se produjo un hecho inesperado que estuvo a punto de truncar el tortuoso camino, «la larga marcha», como la llama López Rodó, de Juan Carlos hacia el trono de España. Un acontecimiento que, en los años siguientes, sumiría a los príncipes en la perplejidad más absoluta, la indefensión, el pánico, les haría templar sus armas y pondría a prueba su paciencia y su equilibrio: empezaron a surgir rumores de noviazgo entre Alfonso y Mari Carmen. La revista francesa Point de Vue y el periódico inglés Daily Mail publicaron ese mismo invierno: «Posible noviazgo entre Alfonso de Borbón y Carmen Martínez-Bordiú, una nueva dinastía para España…».
Las posibilidades de esta relación enloquecieron a Cristóbal Villaverde. Pilar Franco, la hermana del Caudillo, le contó a la autora de este libro en conversaciones publicadas en su momento:
—La historia entre Alfonso y Carmen empezó cuando Carmen tenía quince años, impulsada por el marqués de Villaverde.
Y la misma Carmen confesó en un documento de anulación de su matrimonio ante la Sacra Rota:
—Todo venía de muy atrás, el empeño de mi padre en casarme con Alfonso.
Consecuentemente, aumentó el número de los padrinos de la opción «alfonsina». El hijo de don Jaime empezó a hacer viajes oficiales por los pueblos, como su primo, inauguró monumentos, y José Solís, el ministro del «búnker», como se empezaba a llamar a la ultraderecha española, ordenó que se le diera el más alto tratamiento, alteza real y príncipe. Como me dijo mi hermana Olga, que trabajaba en Iberia a cargo de los personajes VIPS:
—Alfonso era muy puntilloso con el protocolo; yo creo que llevaba la corona bordada hasta en la ropa interior, sin embargo quería dar siempre imagen de sencillez, y no permitía que lo pasaran a primera en los aviones y cargaba él mismo con sus maletas.
Claro que si le llamabas de usted, simplemente no te contestaba, era como si a alguien que se llama Pepe le llamas Juan.
Franco tenía setenta y cinco años y estaba algo achacoso, es cierto, se quedaba dormido en ocasiones, se le veía muy apático a pesar de que la prensa continuaba llamándole «Faraón ibérico»
y «Don Pelayo, Cisneros y Cánovas en una sola persona». Cada vez pasaba más horas frente al televisor, y llegaba a interrumpir las audiencias porque daban partidos de fútbol o la serie Bonanza, que era su favorita.
Una vez se lo encontró su médico, Vicente Gil, sentado en la taza del retrete moviendo los labios y con algo entre las manos. El doctor le preguntó preocupado:
—¿Qué hace, excelencia? ¿Está rezando el rosario?
El Caudillo le contestó:
—No, Vicente, estoy leyendo la etiqueta de este masaje para después del afeitado.
Restringió las visitas de Juanito. Otra vez sus acciones en la bolsa monárquica habían empezado a bajar y subían las de Alfonso. Juanito y Sofía hablaban interminablemente, mientras daban largos paseos por el jardín, de la estrategia a seguir. ¡Si más buenos ya no podían ser! ¡Si, para cumplir, habían tenido tres hijos, uno de ellos varón, con lo que la dinastía estaba asegurada, mientras Alfonso seguía soltero!
¡Si Juanito desde que se casó no había mirado a otra mujer que la suya! ¡No alternaban con nobles, no tenían amigos, gastaban lo mínimo! ¡Si hasta comían sopa de fideos y una tortilla de un huevo, como en El Pardo! ¡Si Sofía prácticamente no se hablaba ni con sus suegros, ni con sus cuñadas, ni con sus tíos, entregada a la amistad incondicional hacia Franco y su mujer!
¡Si eran los Juanitos!
Las peleas con su padre por teléfono eran constantes. Juan se ponía nervioso en su exilio de Estoril, Franco lo había apartado de un certero puntapié de la carrera por el trono y el único que no parecía darse cuenta de ello era él. Muchos visitantes de Zarzuela oían a Juanito hablar airadamente con su padre, conversaciones que también llegaban a los oídos de Franco. Cuando colgaba, desesperado, Juanito comentaba en voz muy alta:
—¡Al final aquí el único que juega con las cartas boca arriba es Franco!
Así, no es extraño que el Caudillo le confesara arrobado a su primo Franco Salgado Araújo:
—Es infundado el rumor que dice que el príncipe es tonto, en los asuntos de la política no está entregado a su padre. Son muy buenos los dos.
Pero Juanito, delante de sus amigos, en el jardín, cuando sabía que no había ningún micrófono recogiendo todas sus palabras, se pavoneaba un poco. Les contaba que Franco lo había llamado en audiencia recriminándole que hubiera utilizado la palabra «libertad» en uno de sus viajes:
—Pero yo lo toreo bastante bien… le dije: «Mi general, no se preocupe usted por esa palabra aislada, solo queremos el bien de España…». Y se quedó tranquilo…
Sofía, a espaldas de su marido, hablaba también con su madre; ambas debatían qué pasos debía seguir la princesa para ayudar a su marido. Al final intentaron un truco algo burdo, pero que podía dar resultado.
Así, Sofía, aquella mujer culta e instruida, que presumía de criar a sus hijos personalmente, tan versada en cuestiones de puericultura que era ella quien enseñaba a las niñeras cómo había que cuidar a sus hijos, pidió audiencia con el Caudillo
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. No con Juanito, sino ella sola:
—Es que le quiero consultar un tema referente a la educación de los príncipes.
Y añadió con timidez:
—Me gustaría que pudiera estar presente también doña Carmen.
Franco la recibió inmediatamente. Doña Carmen estaba también presente. Sofía fue directa. Quería que sus hijos recibieran la mejor educación posible. Me la imagino dirigiendo algunos ditirambos a la España de Franco, y su deseo de educar a sus hijos en el servicio de la Patria, y preguntando también si era conveniente llevarlos a colegios religiosos o laicos, españoles o extranjeros por aquello de los idiomas. No es difícil deducir cuál fue la opción escogida por el Caudillo y su mujer.
Sofía quizás dio también la opinión que Laot ha recogido en su biografía: