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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (44 page)

BOOK: La soledad de la reina
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Fue un acto forzado y tirante. Emanuela sigue rememorando con amargura:

—Carmencita y su madre se comportaban constantemente de una forma muy poco delicada, la forma de actuar de ambas era de unas personas muy maleducadas.

Los príncipes de España intentaban sonreír, pero estaban en terreno hostil, a pesar de que habían aportado las únicas presencias reales de la fiesta: Constantino y Ana María.

No fue Federica; su presencia no hubiera hecho más que perjudicar a su hija y no quería contribuir a la mayor gloria del rival de Juanito. Por su parte, Juan, a la misma hora de la fiesta, recibía en Villa Giralda a un grupo de bailaores andaluces de gira por Portugal.

En el grupo destacaba Enrique el Cojo, que de pronto anunció:

—Ahora voy a bailar por alegrías.

Una muchacha portuguesa, amiga de Margot, preguntó horrorizada en voz alta:

—¡Cómo va a bailar con esa deformidad!

Pero, según contaron los periodistas portugueses, esa misma muchacha se arrancó las flores del pelo (sic) para lanzárselas a Enrique el Cojo. Y concluyeron:

—A él que no le hablen de complejos.

A Sofía tampoco. A pesar de la modestia de su cocina y de que la comida no era lo suyo, como reconoce ella misma, dio una cena íntima, para cincuenta personas, en La Zarzuela, después de la fiesta de pedida en El Pardo. Los manjares fueron escasos, la preparación no muy esmerada, el servicio lento. Cuando se le preguntó a un invitado qué les pusieron de comer, dijo taxativo:

—¡No me acuerdo!

Cuando el preguntón hizo notar que los príncipes de España tenían un presupuesto muy apretado, el invitado en cuestión contestó sobriamente:

—Ya se nota.

Según comentó el mismo invitado:

—Los príncipes de España no parecían disfrutar mucho en medio de aquel clima de euforia, se notaba que estaban en guardia.

Antes de bajar al comedor, Sofía pasó por la habitación de sus tres hijos. Todavía no se había remodelado el piso superior, y compartían el cuarto de juegos. La secretaria, Laura Hurtado de Mendoza, conseguía que todo funcionara apaciblemente en el ámbito doméstico, por muchas que fueran las tormentas que azotaban al navío de sus altezas, y Sofía sabía valorarlo. Felipe tenía ya tres años y era un niño simpático y guapo, pero bastante maleducado. Todavía no iba al colegio, y su afición era tirarse con su triciclo encima de las visitas, que salían de palacio frotándose las espinillas y con sonrisa de conejo, diciéndole a la princesa:

—No se preocupe la señora; es un niño muy simpático.

No sabían si sentirse halagados por el hecho de que el que sería el rey número 44 después de don Pelayo les hubiera atropellado, o enfadarse porque se iban bastante descalabrados y además la madre se limitaba a sonreír y a explicar con su cerrado acento germánico:

—Al príncipe le gustan mucho los coches, como a su padre.

Felipe dormía ya con su cocker Jerry a sus pies, y así, con las pestañas sombreando sus mejillas de angelote, parecía un niño bueno. En un rincón, un cervatillo gigante de peluche fingía hacer guardia. Sofía sonreía con ternura ante la estampa, y esta vez no la estaba enfocando ninguna cámara, y no pudo evitar subir el embozo de la sábana, aun cuando su alteza estaba perfectamente tapado. También le apoyó la mano en la frente. Había estado unos días constipado, pero sabía que no tenía fiebre, ¡era una excusa para demorarse un segundo más al lado de su hijo idolatrado y para rozar su piel de porcelana!

Elena y Cristina, de ocho y seis años, todavía estaban despiertas, con las trenzas apretadas cayendo por su espalda, pijamas limpios, oliendo a colonia y a sueño. Elena era tímida, reservada, introvertida y Sofía pensaba íntimamente: «Se parece a mí». Cristina era ruidosa y turbulenta, pero en el fondo más fría que su hermana, «como Juanito». Las dos iban ya al colegio de Los Rosales y se sentían tan mayores que se permitían aconsejar a su madre:

—Mami, ¿por qué no te has puesto sombrero?

—Porque de noche y en casa no es adecuado.

Sofía callaba otra razón. Tiene la cabeza grande, como su hermana Irene, y los sombreros le sientan como un tiro.

Y Cristina, que, sentada en el último escalón, había visto a través de la barandilla que la marquesa de Villaverde llevaba los labios color escarlata y unos rabos negros en los ojos, le había suplicado:

—Mami, por favor, no te pintes nunca así. ¡Parece Cruella de Vil y da mucho miedo!

Y Sofía la había abrazado aun a riesgo de arrugarse su vestido, porque sabía que la película 101 dálmatas era la favorita de Cristina y Cruella de Vil uno de sus personajes más odiados.

Ay, lo que hubiera dado por quedarse con sus hijas a leer cuentos y a empaparse del adorable olor de la infancia.

Los disparates, las intrigas, las amenazas y las tortuosas pretensiones de Alfonso, de su futura familia política y de sus partidarios, los miembros más integristas del régimen, no cejaron ni un solo día hasta el momento de la boda. Franco permanecía aparentemente al margen de esta conspiración y de los preparativos de la boda; su declive físico era muy acentuado, tenía las manos tan temblorosas que no podía ni siquiera sujetar un vaso para beber Mirinda, su refresco favorito, y se tiraba el líquido encima. Se quedaba muchas veces con la boca abierta y su mujer le tenía que llamar la atención en innumerables ocasiones:

—Francisco, cierra la boca, que parece que estás papando moscas.

Afortunadamente, en aquel clima tenebroso, junto a Juan Carlos y Sofía cerraron filas frente el enemigo común el inteligente López Rodó, miembro de la Obra, y Pedro Sainz Rodríguez, y hasta su propio padre depuso por unos meses sus armas y su guerra particular para ayudarles. Juanito comentaría en aquella época a su mujer con tristeza:

—Papá no sabía que Alfonso tenía tantos partidarios, pero nosotros sí.

Y aquel «nosotros» era para Sofía el más dulce de los bálsamos.

Todo era motivo de discusión. Enterado don Alfonso de que Antonio Oriol, el ministro de Justicia, era el que se negaba a que tuviera el título de príncipe de Borbón, se presentó en su despacho y fue recibido por el secretario técnico del ministerio, Marcelino Cabanas, a quien dijo con tono firme, a pesar de su vocecita atiplada tan parecida a la del Caudillo, que la renuncia de su padre al trono español no era válida, y añadió con malevolencia:

—Quizás a la larga pida la revocación de mi primo como sucesor del Caudillo, porque considero que mi apoyo al príncipe Juan Carlos está siendo muy mal recompensado.

Aunque estas ingenuas amenazas no tenían ninguna base legal, nadie se atrevió a llamarle la atención a Alfonso, cuyo envanecimiento alcanzó cotas tan altas que hasta creyó que podía cambiar el orden sucesorio de la Corona española.

También la altivez de Carmencita subía de día en día; al final se negó a ir de tiendas y eran los modistos los que acudían a su casa para que eligiera. Decía:

—Me duele la cabeza.

Y era el mejor especialista de Madrid el que se desplazaba a su domicilio de Hermanos Bécquer para recetarle, simplemente, unas aspirinas.

Todo el que era alguien en España en aquellos momentos esperaba ser invitado a la boda; se movieron influencias, se falsificaron invitaciones, decían que el hermano de la reina Fabiola de Bélgica, Jaime de Mora, estaba detrás de esta operación.

El mismo Jaime me confesó:

—Se sospechaba… y era cierto.

Se acabaron los chaqués y los trajes de ceremonia en todas las sastrerías de Madrid. Las casas de costura contrataron personal extra para poder trabajar durante veinticuatro horas seguidas con el fin de terminar todos los encargos. Incluso los modistos más im portantes de España en aquellos momentos, Balenciaga y Pertegaz, casi llegaron a las manos.

Los dos llevaban años vistiendo a las mujeres de la familia Franco, y como le comentó Pertegaz a la autora de este libro:

—Siempre me pagaban religiosamente, pero se quejaban porque Balenciaga les hacía rebaja.

No sabiendo por cuál de los dos modistos optar para que le hiciera el traje de novia a la niña, por fin, como solución de compromiso, se decidió que el traje lo hicieran al alimón. Como me explicó después Pertegaz:

—Yo me negué, ¿qué era eso de hacer un traje de boda a medias? —Para añadir con cierto desprecio—: Luego el traje de novia no me gustó demasiado, con todas esas flores de lis bordadas…

Recordemos que Pertegaz, treinta y cuatro años después, realizaría el traje de boda de la futura reina de España, doña Letizia.

También cabe señalar que aquel fue el último encargo que realizó Balenciaga, que murió poco después.

La redacción de las invitaciones de boda también constituyó un problema. Porque los Villaverde estaban empeñados en que Alfonso figurara como alteza real y como príncipe, a pesar de que sabían que su futuro yerno no tenía derecho a ninguno de los dos títulos por haber renunciado su padre a esos honores para él y sus descendientes. Pero el clan de El Pardo hizo caso omiso, y en las invitaciones, no solamente aparecía como alteza real Alfonso, sino también su padre y Emanuela. Toda la invitación era un despropósito, pero en el clima de euforia que recorría a la familia, a nadie le habría extrañado que la pareja se hubiera casado también bajo palio y luego hubieran montado en una nave espacial para ir de viaje de novios a las estrellas.

Don Jaime también incordiaba lo suyo desde París. Se empeñó en otorgarle el Toisón de Oro a Franco. Dicha orden está considerada la más importante que puede conceder el rey de España y fue fundada en 1429 por Felipe el Hermoso —recordemos el impresionante retrato de Felipe II realizado por Alonso Sánchez Coello, que está en el museo de El Prado, en el que resalta sobre el justillo totalmente negro el oro del Toisón—.

Al borde de la desesperación, Juanito le dijo a su mujer:

—¡Estoy a punto de tirar la toalla!

Sofía le contestó que ni pensarlo, que tenía que ir a ver a Laureano López Rodó a explicarle la situación:

—Mi tío no está capacitado para entregar el Toisón a nadie, ya que él no es el jefe de la Casa Real, título que corresponde a mi padre.

Comprende, Laureano, que si Franco acepta el Toisón, estará reconociendo implícitamente que la renuncia de mi tío Jaime al trono de España no es válida, y así multiplica las posibilidades de Alfonso.

Hay varias versiones sobre esta historia del Toisón; yo me quedo con la de Bardavío, que no sé si es la verídica, pero sí la más hilarante.

Mediodía en El Pardo. Comida íntima, apenas quince personas, tan solo la familia. Llega don Jaime con una caja de madera debajo del brazo, la pone encima de la mesa, la abre, saca el collar y, con rapidez, sin dejarlo reaccionar, le cuelga del cuello a Franco la larga cadena con la condecoración. Franco, estupefacto, estuvo muchos minutos con el peculiar «cordero» colgado del cuello, que le llegaba casi a las rodillas dada su baja estatura, sin saber qué hacer, frente al plato humeante de sopa, sin que nadie pronunciara ni palabra. Entonces se oye la voz gutural, estentórea y entrecortada del infante gritando:

—¡Viva Franco, viva España!

Hasta que doña Carmen, práctica, le dice a su marido para sacarle del apuro:

—Paco, quítate la condecoración, no vaya a mancharse.

«En cuestiones domésticas, Franco siempre obedecía a su mujer como un tradicional burgués español», dice el periodista Joaquín Bardavío. «En aquella ocasión obedeció aliviado. Se había quitado literalmente un peso de encima».

Nunca se vio al Caudillo luciendo la condecoración en público, ni, por supuesto, en la boda de su nieta.

De estas intrigas, claro está, no nos enteramos los españoles, aunque curiosamente sí los franceses. En Le Figaro, el diario entonces de mayor tirada, apareció un artículo del periodista Philipe Nourry en el que hablaba de la inquietud de Juan Carlos y Sofía porque «el matrimonio de su primo hermano don Alfonso de Borbón Dampierre con María del Carmen no es una simple página de revista del corazón. Bullen, por lo menos en el espíritu de muchos, las cartas de un juego que se creían definitivamente repartidas». Y

el periodista advertía a los príncipes de España: «… es lógica su preocupación […]. ¿Quién puede en la España de hoy basar su porvenir en certezas absolutas?».

Sofía no se cansaba de repetírselo a Juanito para darle seguridad:

—Tu nombramiento ha sido refrendado por las Cortes.

Pero ella también se sentía insegura. Como todos los españoles, era testigo del declive físico del Caudillo y sabía que «el clan de El Pardo» quería ver a Alfonso y a Carmencita sentados en el trono.

El día en que llegó don Jaime a Madrid lo fueron a buscar Alfonso y Carmencita, pero también Sofía y Juanito, aunque nadie se lo había pedido.

Sofía se perdió entre el cortejo y no aparece en ninguna foto, pero heroicamente Juanito consiguió driblar a varios partidarios de Alfonso que intentaban apartarlo y se colocó al lado del infante.

Nadie le dirigió la palabra; su primo era el protagonista y le molestaba que Juanito le hiciera sombra.

Da pena ver esas fotos. Alfonso camina seguro de sí mismo, cogiendo del brazo a la nieta del dictador, una de las mujeres más guapas de la sociedad española, ambos con la arrogancia y la insolencia de los ganadores. Juanito sonríe nerviosamente y apresura el paso para no quedarse atrás.

De Sofía, como decía entonces un popular cómico de la radio, «nunca más se supo».

Don Jaime parecía no saber muy bien dónde se encontraba, pero cuando se dirigieron al Palacio Real, se puso a llorar y le dijo a su hijo que diera media vuelta, que no quería ver el que fue su hogar. Se alojó en casa de Blanca Romanones, donde le esperaba una periodista de la revista Lecturas, que le preguntó, incisiva:

—Me acaban de contar que desde el avión le puso un telegrama a Franco, ¿qué le decía?

El infante se mostró confundido y le enseñó a la periodista su cámara. Alfonso vocalizó lentamente:

—Papá, ¿qué has puesto en el telegrama?

Pero don Jaime se salió por la tangente:

—Ahora solo puedo decir ¡viva España, viva España!

Don Jaime se sentó en un sofá y encendió un cigarrillo negro.

Alfonso dejó su whisky sobre «una preciosa mesa de mármol», mientras Gonzalo «come queso manchego».

De pronto el infante saltó sorprendiendo a sus hijos y a la periodista:

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