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Authors: Pilar Eyre

Tags: #Biografico

La soledad de la reina (37 page)

BOOK: La soledad de la reina
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—¿Y qué quieres? ¿Que los griegos se maten otra vez los unos a los otros? ¡En este país ya ha corrido demasiada sangre!

La prensa europea sacó en grandes titulares: «El rey de Grecia es un pelele en manos de los militares golpistas». ¡Lo mismo que decían de Juanito y de Sofía!: «Juan Carlos de Borbón y Sofía de Grecia son unos peleles en manos de Franco».

Algunos periodistas, como Garriga, intentaron definir a los príncipes con más precisión: «O son peleles o son rehenes, pero las dos cosas no pueden ser».

Al cabo de pocos meses, quizás Pablo le dijo a Federica en esas conversaciones de ultratumba que mantenían por la noche:

—Nuestra sangre no puede mancharse con esta ignominia, recuerda que nuestra fuerza es el amor de nuestro pueblo, representado en la Constitución.

El caso es que el pobre Tino reaccionó tarde y mal. Intentó un contragolpe, confiando en militares demócratas pero débiles que fueron detenidos de inmediato, y se quedó sin apoyos; las potencias occidentales lo dejaron solo y, obligado por la junta militar a la que quería derrocar, tuvo que irse al exilio, la madrugada del 14 de diciembre de 1967.

Nunca se borraría de la mente de Tino esa noche aciaga en que salieron él, su mujer, sus dos hijos, Alexía y Pablo, su madre, Federica, y su hermana Irene en un viejo avión con destino a Roma, sin dinero, tan solo con la ropa que llevaban puesta, él vestido de militar, con la gorra de plato encasquetada hasta las cejas, Ana María, con sus ojos inmensos y asustados de joven corza herida, Federica con profundas ojeras y un extraño jersey de rombos, ¡todos temiendo por su vida! Ese recuerdo, repito, todavía no se ha borrado de la mente del hermano de nuestra reina y, probablemente, no se le olvidará mientras viva, porque allí inició la cuesta abajo de su existencia. Me contaba un asiduo de Zarzuela, que tan solo dos meses antes de escribir este capítulo del libro, almorzó con el exrey de Grecia:

—En los postres, apurando nuestras copas, con la mirada vidriosa clavada en el mantel donde con el tenedor iba trazando rayas paralelas, gemía: la culpa de todo la tuvo el embajador norteamericano, ¡me prometió que me auxiliaría y me dejó completamente solo!

Sofía, embarazada de ocho meses, desoyendo el consejo de su médico, arriesgándose a perder esa criatura que tal vez sería la última, y tal vez sería niño, corrió a Roma a llevarle a su familia ropa, dinero, juguetes de sus hijas para sus sobrinos…

Juanito, cuando ya estaba a punto de partir, le dijo, dubitativo:

—Sí, comprendo que quieras ir, pero pide consejo a Franco… permiso, quiero decir.

Con su sangre prusiana puesta en pie como un solo hombre, llevando ella misma una maleta, Sofía le contestó secamente:

—Nadie va a prohibirme socorrer a mi madre.

Y en uno de sus raros arrebatos de indignación, se acercó a su marido y levantó el índice amenazante delante de él:

—Nadie, Juanito. ¡Nadie!

El general Armada, que presenció la escena desde la puerta, le hizo un gesto al príncipe, que terminó dando un paso atrás y levantando las manos en señal de rendición:

—Vale, vale. Si a mí también me parece bien que vayas.

No se atrevió a decir «yo también lo haría», porque nadie podía imaginar que, si don Juan necesitara ayuda, lo llamara a él para que le socorriese.

En el último momento, él, que no estaba sobrado de ropa, añadió al equipaje dos trajes con camisas y corbatas para su cuñado.

A Sofía le impresionó ver a los suyos en la Embajada de Grecia en Roma, ya con la marca del exilio que ella conocía tan bien, ateridos de frío, temblorosos, pálidos, abrazados para darse seguridad y calor los unos a los otros, tapando a los niños con el abrigo de visón de Ana María.

La voz de su hermano se había puesto extrañamente chillona, parecía la voz de una mujer.

Federica, serena, vestida de negro, le dijo:

—Sabía que vendrías sin necesidad de llamarte.

Sofía, que no había pronunciado palabra, cayó de rodillas delante de su madre, hundió la cabeza en su regazo y se echó a llorar.

Muy bajito, Federica le preguntó:

—¿Lloras por Grecia, Sofía?

Y la basilisa movía la cabeza y negó con ferocidad:

—¿Por Grecia? ¡No!

Y después, tan quedamente que solo la oyó su madre, dijo:

—Lloro por papá.

En el bautizo de Felipe en el palacio de La Zarzuela hacía cincuenta y cuatro días que Federica había salido de Grecia para siempre. No volvería a ver la luz de su país, ni el mar de Ulises. Sus pies, tan pequeños que podía intercambiar los zapatos con sus hijas cuando eran niñas, no volverían a pisar los polvorientos caminos de Salónica, ni volvería a estirarse debajo de las higueras bebiendo retsina mientras se iba adormeciendo con el monótono canto de las cigarras. No habría más salvas para los herederos desde el monte Lycabetos, ni más sirtakis encima de las mesas de la Platka, ni volverían a romper platos contra el suelo al ritmo enloquecedor de las cítaras, que, desde entonces, no podrían escuchar sin que se les cayeran las lágrimas.

No protestaba. Se resignó. El dolor más grande fue la muerte de Pablo. Después, todos los golpes fueron soportables. Solo le pidió un deseo a Tino, a Sofía y a Irene. Juntó las manos de los tres y las cubrió con la suya, en la que llevaba únicamente su aro de boda. Sus hijos la sentían temblar. Les pidió:

—Cuando muera, llevadme allí, a Tatoi, con papá.

Pero ahora estamos en el bautizo del primogénito del primogénito, un hecho venturoso para la monarquía española. Y Federica se ha quitado parcialmente el luto y va vestida de gris y negro.

Oye que comentan a su lado:

—La princesa Sofía siempre está tranquila. Nadie diría que es griega.

Solo Federica sabe el esfuerzo que ha tenido que hacer su hija para olvidar los tanques apuntando a la casita de Psychico y la destrucción de todo lo que a su padre le había costado tanto construir. La ha cogido minutos antes de la ceremonia y le ha dicho:

—Aquello es el pasado, y en último término es a Tino a quien le corresponde resolver el problema. Tu futuro está aquí, entre estas personas.

Siéntete española, hija mía, lucha como yo te he enseñado y como solo tú sabes hacerlo.

Federica la observa durante toda la ceremonia con atención.

Solo ella adivina que debajo de la sonrisa congelada de Sofía existe la firme determinación de no dar un paso en falso, caiga quien caiga. En este campo de batalla en que se ha convertido el bautizo de Felipe y su vida entera, Federica también le ha aconsejado:

—Mira, Sofía, el que tiene el poder es Franco… él tiene que notar que estás a su lado y no al lado de Juan… Juan es un pobre hombre, un perdedor, ¡hasta tu marido se ha dado cuenta!

Sofía lleva un conjunto de vestido y abrigo de color malva que cubre púdicamente sus rodillas, obra de Elio Berhanyer, con el broche «actinia» que le regaló Franco por su boda en la solapa, y lo cierto es que habla más con doña Carmen que con sus suegros.

Juan, que ha aprendido a detectar todos los desaires, también se da cuenta y comenta con algo de melancolía:

—Se veía venir desde la boda… Juanito se está alejando de mí… Todo es cosa del sargento prusiano…

También Federica, para servir a la causa de su hija y a pesar de los días terribles que está pasando, intenta hablar distendidamente con Franco y con su mujer. Ahora vive en una casita alquilada en la via Apia romana con Irene, mientras Tino y Ana María se han ido a vivir a Dinamarca, a casa de sus suegros. Pero todos los meses, Sofía retira de su escaso presupuesto una cantidad para ayudar a su madre, ¡sin lo que les da Sofía, madre e hija no podrían ni comer! También les ha ofrecido un apartamento dentro de Zarzuela; es lo único que no le ha consultado ni a Franco ni a su marido, lo que da medida del amor que le tenía a su madre y de su sentido de la lealtad. Se limita a comentarle al príncipe:

—Juanito, le he preparado a mamá y a Irene unas habitaciones en el primer piso.

Ella misma las había amueblado. Aquí sí había puesto iconos y platería balcánica y alfombras turcas. ¿No se lo había dicho su padre, cuida de la prinzessin? Encendía una vela y le parecía que el espíritu del rey Pablo se manifestaba en la llamita vacilante y, sin decírselo a nadie, sin confesárselo ni a ella misma, se sentía como en casa.

Federica no se lo ha agradecido, ¡no hace falta! Solo la ha mirado con esa complicidad que tienen los espíritus que han padecido juntos, y con un guiño imperceptible para todos excepto para Sofía, se ha lanzado a alabar a Franco de una forma tan desmedida que hubiera hecho enrojecer hasta a las venerables piedras del Partenón.

—Mi general, Papagos, el que fue nuestro primer ministro, siempre decía que gracias a usted los españoles podían llevar la cabeza muy alta, por su bravura y su caballerosidad. ¡Alguien así necesitaríamos en Grecia!

Claro está que Franco apenas entiende esta parrafada, ya que Freddy habla una mezcla de griego, alemán e italiano que resulta ininteligible para casi todo el mundo menos para su hija.

A pesar de la barrera del idioma, ha conseguido hacerse amiga de Franco ¡y de doña Carmen!, ha concurrido incluso a las aburridas meriendas —el té es cosa de extranjeros y masones— que doña Carmen organiza con sus amigas, Ramona de Nieto Antúnez, la mujer del capitán ultraconservador Urcelay, Pura Huétor o Carmen Pichot de Carrero Blanco, que ha olvidado sus veleidades matrimoniales gracias a un sacerdote muy persuasivo. Aunque lo más persuasivo había sido la amenaza sin palabras de su excelencia a su marido: si no arreglaba su situación matrimonial, le quitaba la cartera de ministro.

Carmen Pichot
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, que es muy aficionada al teatro, suspira mientras se mete un picatoste en la boca:

—Al teatro no puedes ir, porque salen muchachas semidesnudas.

—¡Pero si hasta nuestra Carmen Sevilla me han contado que sale sin ropa en las películas que rueda en el extranjero!

—¡Jesús! ¡Carmen Sevilla! ¡Pero Aurora Bautista, no!

—No, Aurora Bautista, no.

Porque Aurora Bautista ha hecho de Juana la Loca y de Agustina de Aragón en el cine, y hasta allí podríamos llegar.

Con fruición apuran su segunda taza de chocolate.

Sí, Federica de Grecia, aquella reina que tuvo poder absoluto.

¡La nieta del káiser! Aquella delante de la cual se cuadraban los generales, las multitudes se levantaban a su paso y la llamaban:

—Mitera!

Que departía con obispos y santones, pero que también había conocido el exilio, dos veces, las bombas, el dolor asesino de la pérdida del ser humano al que más quería, aquella persona inteligente que asombraba a los científicos norteamericanos con sus conocimientos de bioquímica y de física, ¡que había ocupado, no lo olvidemos, incluso la portada de la revista Time!, finge horrorizarse con las modernidades obscenas que a España trae el turismo, mientras intenta tragar aquella pasta marrón llamada «churro» que para ella es como cartón machacado:

—¡Y qué me dicen de la minifalda! ¡Luego se quejan por lo que pasa!

—¡Y si no pasan más cosas es porque los jóvenes, por culpa de la droga y las canciones modernas, se han vuelto maricas y degenerados!

Por no hablar del follón que arman esos estudiantes manifestándose por una guerra que transcurre en un país tan lejano como Vietnam y que debería importarles un pepino, ¡seguro que en Vietnam no tienen ni idea de dónde está España! ¡Que se manifiesten los vietnamitas para protestar porque Europa no nos deja entrar en el Mercado Común cuando nuestra renta per cápita ya da gloria verla!

Y doña Carmen, que solo ha tenido una hija, suspira:

—Y esas muchachas que quieren, sí… no me atrevo ni a decir la palabra —se persigna—, ¡abortar!

Todas se apresuran a persignarse, lo cual resulta bastante difícil cuando se tiene una taza con medio litro de chocolate en una mano y en la otra un churro de considerable grosor.

Aún alguna se refiere a esos curas que en lugar de rezar se van a los barrios obreros, no a hacer caridad, sino la revolución, pero ya nadie le hace caso porque doña Carmen está enseñándoles su última adquisición, un collar que puede convertirse en tiara o en pulsera:

—Me lo ha regalado la Diputación de Barcelona… No son tan tacaños como dicen los catalanes…

Y Camilo Alonso Vega, al que por algo llaman Camulo y que entra en ese momento, lanza una risotada:

—¡Sí, su único defecto es que son catalanes!

Pero seguimos estando en el bautizo de Felipe en La Zarzuela.

La calefacción está puesta a todo meter y el calor es sofocante, a pesar de que la noche es muy fría y los jardines de Zarzuela están blancos de escarcha. Federica le tiende a su hija una estola de visón, aborda con determinación al Caudillo sintiendo sobre su espalda los ojos furibundos de Juan y le espeta una frase aprendida de memoria marcando mucho las erres:

—Mi general, me gustaría mucho que me contara algún hecho de guerra.

Aquí deja caer los párpados, ¡cuando quiere, sigue siendo una sirena! Ahora pone hoyuelos, ¡si quisiera, que no quiere, ninguna mujer, aún hoy, podría hacerle sombra!

Pero doña Carmen está al quite y le dice a su marido:

—Francisco, cuéntale a la reina lo de Alhucemas.

Y Franco se embarca en una larga disquisición con su cargante voz que Arriba describe como «viril campana hermenéutica» consiguiendo adormecer hasta a Federica, lo cual tiene su mérito, pues desde que murió Pablo sufre de insomnio crónico. Doña Carmen cruza una mirada retadora con Federica, ¡es una señorita asturiana y no ha sido reina de ningún sitio, pero a la hora de defender su estabilidad conyugal a ella nadie se la da con queso!

Franco, al saludar a doña Victoria Eugenia, se echa a llorar. La reina le dice:

—Mi general, estamos los dos ya muy viejecitos.

Franco se rehace inmediatamente y se pone a disertar sin venir a cuento y con tono monótono sobre los peligros de esas jovencitas que viajan al extranjero para dedicarse al servicio doméstico.

Como la única señorita dedicada al servicio doméstico en el extranjero, la nueva niñera, Ann Bell, no habla castellano, nadie puede aprovechar tan interesantes advertencias.

Después de la ceremonia, Sofía los hace pasar a una salita privada para que conversen, y aquí, al parecer, la reina, mirando al neófito, le dijo a Franco:

—Excelencia, ahora ya tiene a tres, escoja.

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