—Se los podía meter en el culo.
El bautizo de Cristina tuvo lugar en el palacio de La Zarzuela el 20 de junio de 1965. No asistieron ni Juan ni doña Victoria Eugenia, que sin embargo sí se desplazaron una semana después a Roma para asistir a la boda de Olimpia Torlonia, la hija de la infanta Beatriz de Borbón, que se casó con Paul Anik Wyler el 27 de junio. El avión Lisboa-Roma en el que viajó Juan hizo una breve escala en Madrid, y Sofía le llevó su hija a su suegro para que la conociera. El ministro del Interior autorizó esta brevísima visita de don Juan con un:
—Media hora.
Sofía le aconsejó a Juanito no protestar para no poner las cosas más difíciles.
Por mucho que se nos diga que el nacimiento de Cristina tuvo lugar con toda normalidad, algún misterio hay que no hemos podido desvelar. Como siempre, la reina manifestó que todo había ido bien, sin embargo, estuvo una semana en la clínica y salió el mismo día del bautizo, y eso porque este no pudo retrasarse, ya que la madrina, la infanta Cristina, debía regresar a Roma para asistir a la boda de su sobrina Olimpia. Una enfermera indiscreta reveló que la estancia se había prolongado porque la princesa tenía fiebre. Cuando una periodista se lo preguntó al médico, este se limitó a contestar:
—Lo normal en estos casos.
En este punto la voz de esta biógrafa debe manifestarse.
El trabajo que he osado emprender se revela a partir de aquí más dificultoso que nunca. Incluso el prestigioso historiador Fernando González Doria, experto en biografías de las reinas de España, se resistió en su momento a trazar la vida de doña Sofía, ya que «los elogios, por justos que fueren, me incluirían en el reprobable grupo de los aduladores, y si señalo cualquier defecto entraría en el grupo, no menos reprobable, de los detractores».
Pero no es el tono la única dificultad con la que me tropiezo.
Porque estamos penetrando ahora en una época en la vida de doña Sofía casi pública. Si bien hasta su matrimonio y hasta que vino a vivir a España he tenido que reconstruir trabajosamente sus años de infancia y juventud, de los que tan pocos testimonios existen, a partir de ahora su vida ha dispuesto de luz y taquígrafos dando cuenta del más mínimo acontecimiento público, pero también privado. Contra lo que podría parecer, esta circunstancia, en lugar de favorecer mi trabajo, en realidad lo dificulta, ya que tanta claridad deslumbra e impide llevar a cabo una investigación rigurosa.
Durante muchos años hemos dado por ciertos hechos que quizás solo existieran en la imaginación de quien los redactó por primera vez, y que todos hemos repetido hasta convertirlos en auténticos, y otros acontecimientos importantes han permanecido tantos años deliberadamente ocultos, que ahora es muy difícil investigarlos y exponerlos a la atención de los lectores.
Hay muchas personas, demasiadas, incluidos los protagonistas, interesadas en tergiversar deliberadamente la historia, por distintas razones.
Yo he tenido varias veces, en mi vida periodística, delante a Carmen Martínez-Bordiú, de quien tanto he escrito. Le he comentado sucesos de su infancia o de su juventud y ella me ha contestado con expresión desorientada:
—No me acuerdo, ¿fue así? En realidad nunca lo he sabido…
Si tú lo dices… ¿Hay fotos, dices? Tal vez… Yo era muy joven…
Voy a dar un ejemplo que atañe, precisamente, a doña Sofía.
Ella misma ha sido categórica al declarar que en ningún momento resultó una preocupación el hecho de dar a luz a niñas en lugar de varones.
—Nunca lo pensamos…
Como en el caso de su noviazgo con Harald de Noruega, que también ha negado siempre pese a las evidencias, ha repetido hasta la saciedad esta afirmación:
—¿Niña? ¿Niño? ¡No nos importaba!
Analizándolo fríamente, ¿alguien puede creérselo? ¿Alguien puede pensar que una princesa real tan responsable como Sofía, que sabe que la tarea más importante de su vida es dar un heredero a su dinastía, va a hacer un comentario tan superficial y tan frívolo? ¿No le recordaba el tío Ali que esta era la única misión de los príncipes? Cuando las puntadas para afianzarse en el trono eran tan sutiles, tan difíciles, tan frágiles, ¿el hecho de no dar a luz a un varón no representaba una tragedia para el matrimonio? ¡Vamos, solo tenemos que recordar los ríos de tinta que corrieron en la España abanderada de los derechos de la mujer en la primera década del siglo xxi, durante el nacimiento de Leonor y Sofía, para dudar de la veracidad de la frase «que fueran niñas no nos preocupaba en absoluto»!
Apezarena
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, el biógrafo de don Felipe, afirma que la búsqueda de un varón se había convertido en una obsesión para Sofía, quien se lo confesaba a su ginecólogo, el doctor Mendizábal, después de haber estudiado la genealogía de la familia a la que ahora pertenecía:
—Debo tener un chico; los Borbones son muy escasos en hombres…
El periodista José Antonio Gurriarán
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cuenta que durante su tercer embarazo:
—La princesa estaba muy preocupada por no poder dar a luz un niño… se encontraba mal… estaba muy nerviosa.
En una de sus visitas a Estoril, el periodista añade que «a las complicaciones propias de su estado» se juntaba que a Sofía le atormentaba la posibilidad de que este próximo hijo tampoco fuera varón.
Una noche Sofía y Juanito salieron a bailar con el matrimonio Arnoso, Maná y Nena, a la boîte Van Gogó, en Cascais.
Sofía estaba preocupada. Para que se distrajera, Maná la sacó a bailar y le preguntó qué le pasaba. Sofía contestó:
—Ya ves, tú y Nena, que no lo necesitáis y que os es igual que sea niño o niña, ¡ya tenéis dos niños! Y yo, que tanto lo necesito, tengo dos hijas y no sé qué va a pasar.
Maná le dijo:
—Seguro que el próximo será un niño.
Sofía insistió:
—Por las dificultades que he tenido en mis embarazos anteriores, quizás ya no pueda tener más niños, ¡probablemente será mi último hijo!
Esta conversación, que le fue transmitida a Gurriarán por el propio Arnoso, se contradice con la versión que la reina le dio a Pilar Urbano:
—Nos era igual tener niño o niña, además, yo tenía solo veintinueve años, creía que tendría más hijos… —Y también—: Mis embarazos fueron todos muy buenos.
De lo que se deduce que no siempre el propio biografiado es sincero en sus manifestaciones.
Y si se me permite emitir una opinión, la fama de mujer fría entre los españoles le viene dada a nuestra reina por su incapacidad a la hora de confesar sus debilidades. Creo que su falta de empatía, por usar una palabra que ahora está de moda, se hubiera paliado si en algún momento hubiera exclamado:
—Yo, durante mis embarazos, lo he pasado muy mal.
Y también:
—Tuve un noviazgo frustrado con un príncipe noruego que, naturalmente, me causó mucho dolor.
Asimismo:
—Mi vida ha sido muy dura y ha estado llena de acontecimientos fuera de lo común.
Y quizás:
—Mi matrimonio no ha sido ningún lecho de rosas.
Claro que para llegar a esta etapa de su vida, todavía faltaban algunos años. De momento Juanito se mantenía férreamente a su lado, no sé si anudado a ella por los lazos del cariño o por el miedo al ojo que todo lo veía, al oído que todo lo escuchaba, del todopoderoso Caudillo.
Cuando el médico, el mismo doctor Mendizábal de los dos partos anteriores, en la misma clínica Loreto, ahora ya remozada y perfumada casi como un centro californiano, le dijo al príncipe, que se había fumado en una mañana dos paquetes de cigarrillos, el 30 de enero de 1968:
—Ha sido un niño.
Don Juan Carlos, simplemente, se desmayó. Se cayó al suelo.
Después se abrazó a la reina Federica llorando, y a las enfermeras, y a los médicos y hasta a un hombre que también esperaba el nacimiento de su hijo y que pasaba por allí.
Sofía lloraba también cuando Juanito entró en la sala donde acababa de dar a luz, pero esta vez de alegría.
Si hubiera podido incorporarse, quizás habría hecho el antiguo saludo prusiano, inclinando la cabeza ante su rey:
—Servus!
O como los generales después de ganar batallas:
—Misión cumplida.
Porque había dado un heredero a la monarquía. Como dicen los historiadores medievalistas:
—Las reinas no hacen política, ¡hacen dinastía!
¿Y les era igual tener un niño que una niña?
Eufórico, Juanito llamó a El Pardo:
—Ha sido un machote, excelencia, como su padre.
Poca fe debían de tener don Juan y doña María de que el nuevo nieto fuera varón porque, poco antes de que Sofía saliera de cuentas, se habían embarcado para un lujoso crucero por el Caribe en el fabuloso buque italiano Eugenio C. Fueron con la infanta Cristina y su marido, Enrique Marone Cinzano. ¡No era ocasión de despreciar tamaña magnificencia! Porque el diminuto rey del Cinzano corría con todos los gastos, aunque él no parecía disfrutar mucho del viaje, tosía mucho, tenía mal color. Le quedaban tan solo ocho meses de vida.
Cuando estaban cerca de Cuba recibieron un cablegrama que les entregó el propio capitán. Debían ponerse en contacto de forma urgente con Madrid.
Desembarcaron en Miami y desde allí llamaron a su hijo. Había ruidos en la línea, y Juan entendió que había nacido otra niña.
Se le escapó un rotundo:
—¿Otra niña? ¡Joder! ¿Para esto me haces desembarcar?
Pero Juanito le repitió:
—No, papá, ¡un niño!, esta vez es un niño, ¡el heredero!
Juan debió de pensar: calma, calma, no nos saltemos el escalafón, ¡el heredero del heredero!
El bautizo sería ocho días después.
—Gangan va a ser la madrina, ¡queremos que el padrino seas tú!
Aunque Juan tenía la intención de hacerse el interesante, cogió el primer avión que salía para Lisboa. Pasaron por Estoril para recoger a Margot y se fueron los tres a Madrid a dar la bienvenida a la reina Victoria Eugenia, que pisaba por primera vez suelo español desde hacía treinta y siete años.
Eran los años que habían transcurrido desde que salió con un puñado de joyas en el bolso del Palacio Real, llevando a sus hijos, los unos enfermos, los otros asustados, rumbo a un exilio que solo se acabaría con su muerte. En las estaciones de tren los insultaban, y al final, la reina, con su tijerita de uñas, tuvo que raspar los escudos reales de las portezuelas.
El atroz recuerdo de la matanza de Ekaterinburg, ¡los bolcheviques asesinando a toda la familia imperial en los sótanos de la casa de Ipatiev!, se hunde en su corazón como una tenaza de hierro candente. Tiene miedo de este pueblo cruel que se divierte torturando animales en una plaza de toros y que gritaba por las calles, ella lo había oído muchas veces y al final se lo había hecho traducir: Viruta, viruta, la reina es una puta.
Sí, vuelve Ena a España. La reina guapa regresa al país que nunca la quiso.
La reina viajó en avión desde la Costa Azul, donde estaba invernando en el palacio del príncipe Pierre de Polignac, el padre de Rainiero. Iba con sus damas y llevaba abrigo de visón y perlas, porque, como le dijo al periodista Marino Gómez Santos
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, enviado especial del diario Pueblo:
—No me voy a poner brillantes para viajar.
Le enseñó también una pulsera de la que colgaba una cruz y le explicó al periodista:
—Me la regaló la reina Federica de Grecia cuando mi nieto se casó con Sofía.
La cruz llevaba una inscripción. ¿Por qué no pensar que ponía «In touta Niké», como la cruz que el soldado moribundo le entregó a Freddy cuando la vida de la prinzessin todavía estaba por inventarse?
Al sobrevolar Barcelona, el comandante ofreció una copa de champán. Brindaron. La reina, quizás emocionada, dijo sobriamente:
—Por España.
Doña Victoria Eugenia se alojó en el palacio de su ahijada Cayetana Alba, Liria; tres mil personas hicieron cola para poder visitarla.
Cuando se lo dijeron a Sofía, se sintió dolida. ¿Dónde habían estado estas tres mil personas durante los seis años largos que llevaban viviendo en España? Cuando le contaron que algunos lanzaron gritos de «viva Juan III», todavía le gustó menos. Más tarde
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dijo con un punto de acritud:
—Había histerismo, excitación… No me gustó.
Durante la larga audiencia de doña Victoria Eugenia en Liria permanecieron a su lado Cayetana y su nieto Alfonso de Borbón Dampierre. A los oídos de la exreina, que lo sabía todo, había llegado el rumor de que Alfonso tonteaba con una nieta de Franco.
Y le preguntó:
—¿Es verdad, Alfonso? ¿Es aquella niña tan mona que me presentaste en el cine, en Lausana? Estaba estudiando en un internado.
¡Me pareció muy educada!
Alfonso sonrió misteriosamente.
Gangan también sonrió mientras jugueteaba con las perlas que llevaba en el cuello. Y es que la reina Victoria Eugenia tenía una idea fija: que los Borbones volvieran al trono de España. Si Juanito no servía por culpa de su padre, podía ser Alfonso, que si se casaba con la nieta de Franco se convertiría en un candidato imbatible.
Esta vez Juan había recibido permiso para alojarse en La Zarzuela, e incluso pudo pasear lentamente con su coche por delante del Palacio Real en el que vivió su familia hasta que la monarquía fue abolida en España, en el año 1931. Pudo ver la ventana de la habitación donde dormía con Gonzalín, prematuramente tronchado por la hemofilia. La misma enfermedad que cuatro años más tarde también se llevó al mayor, a Alfonsito. El único hermano varón que le quedaba, Jaime, el padre de Alfonso de Borbón Dampierre, vivía en París en una nube de alcohol y sordera, más cerca del otro mundo que de este. Juan se consideraba un superviviente; a veces se sentía cansado y le hubiera gustado coger su barco y perderse en el océano. ¡Pero tenía todavía tantas batallas por librar!
¡No podía regodearse en el pasado y los recuerdos!
Le dijo a Anson, que iba a su lado en el coche:
—Chiquito, ¡media vuelta!
Le preguntó a su hijo si eran ciertos los rumores de que Alfonso Segovia iba detrás de la nieta de Franco. Juanito casi se puso a llorar por la tensión que estaba pasando:
—No lo sé, papá, ¡pero tengo tan mala suerte que no me extrañaría! —Y luego, con un arranque de humor negro, exclamó—: Si dos tetas tiran más que dos carretas, ¡figúrate lo que tirarán seis tetas!
Juan también le pidió a su hijo con tono suplicante que los avergonzó a ambos: