Al día siguiente, cuando los anfitriones se levantaron, Felipe y Letizia se habían ido, a las seis de la mañana, dejando una nota en la que se disculpaban por un compromiso imprevisto familiar.
¿Está contenta Letizia con su vida? ¿Añora el pasado? Yo tengo aquí un testimonio de primera mano, que corresponde a una recepción celebrada poco antes de dar este libro a la imprenta. Después de un pesado besamanos que se alargó varias horas al lado de sus cuñadas, con las que no intercambió palabra, Letizia presentaba un aspecto cansado y melancólico. Un pariente del rey se inclinó ante ella y le dijo en un impulso:
—Dime en qué puedo ayudarte, pídeme todo lo que necesites.
Letizia paseó sus ojos angustiados por el salón repleto de medallas y chaqués y suplicó:
—Pues tráeme un coche para salir huyendo de todo esto.
Después soltó una risita, pero el invitado se fue con el corazón encogido.
El huracán Letizia ha dinamitado la imagen que hasta hace poco teníamos de la monarquía y de la familia real. Don Juan Carlos se lo comentaba a un gran amigo suyo en Barcelona, en cuya casa solía alojarse hasta hace poco tiempo:
—¿A ti qué te parece Letizia? ¡Es que en mi familia no la quiere nadie! Las infantas no la pueden ni ver, nos ha dividido a todos, ha acaparado al príncipe, ¡lo ha apartado hasta de su madre!
¡Mi casa es un desastre!
Mi fuente confidencial, una persona que conoce la vida «dentro» de Zarzuela, se somete amablemente a mis preguntas. Acaban de salir unas fotos de la familia real al completo en la que es evidente el rostro disgustado de la princesa de Asturias. Mi comunicante ríe:
—Sí, ya me ha contado el rey que está molesta porque quiere que se cree la Casa del Príncipe, con el mismo organigrama de la Casa del Rey, ¡pero no hay presupuesto! Y el rey me dice, oye, que tampoco me voy a morir pasado mañana, ¡que solo tengo setenta y tres años!
—¿Qué ambiente hay en Zarzuela?
—Ahora es Letizia la que monopoliza la conversación en las reuniones íntimas. Habla sin parar, es muy machacona con los temas, nadie le contesta, pero a ella le da igual; el rey a veces me mira por detrás suyo riéndose y se encoge de hombros… Al contrario de lo que cree la gente, él se lo toma con humor, como si la cosa no fuera con él…
—Quizás piensa que ya lo ha dado todo, que trabajen los otros…
El amigo del rey me mira con asombro y se echa a reír:
—Eso ¡ni de coña! El rey se morirá con las botas puestas, le gusta demasiado el poder, mover los hilos, que lo llamen los presidentes de Gobierno y los banqueros… ¡Se estuvo preparando tanto tiempo para ello! Ahora, lo que pase después…
—¿Qué relación tiene con su hijo?
—El príncipe siempre ha sido más de la madre, pero ahora está distante respecto a los dos, cosa que duele mucho a la reina, que tiene locura y ceguera con él. Doña Sofía ha polarizado en su hijo todos sus afectos. El rey llama a la pareja «los de la casita de la pradera…». Una vez, al principio del matrimonio de su hijo, me comentó: «¿Te has dado cuenta de lo que mueve “esa” las manos?
Voy a decir que le pongan un bolso o algo, para que no esté todo el día cogiéndose de Felipe o con las manos en plan molinillo…».
El amigo, que es del «partido» del rey, también reconoce que:
—La reina siempre está al lado de su hijo, es incondicional suya, ¡si vieras cómo le brillan los ojos cuando lo mira o cuando él habla! Desde el día en que él le dijo que se quería casar con Letizia, ella le ha apoyado a muerte enfrentándose incluso al rey, porque para ella todo lo que haga su hijo está bien, para ella es el ser más perfecto sobre la tierra.
—¿Y es así?
—El príncipe de momento tiene poca personalidad, no ha tenido que pasar ni el cinco por ciento de las luchas y amarguras de su padre para estar donde está, ¡no le han protestado ninguna letra!
Estará muy preparado, rodeado de consejeros áulicos, pero de la vida no sabe nada… ¡No es Borbón, es Hannover! La reina está ciega con él, y si tiene que apoyar a Letizia, lo hará hasta el fin…
—¿Es cierto que Letizia ha enfrentado al príncipe con toda su familia?
—Es prepotente, le falta «fineza» para conducir las situaciones, no conoce cómo funciona el sistema monárquico ni el mundo de la aristocracia, que, mal que bien, es el que apoya a la institución…
No admite consejos, le encanta llevar la contraria a todo el mundo, es muy peleona, lo que en un matrimonio particular puede estar muy bien, pero no en una futura reina de España con tanto que aprender.
—Entonces ha dividido a la familia.
—Más o menos. El rey nunca ha entendido esa boda, y solo transigió porque era esa boda o nada. Jamás podrá aceptar a Letizia, ni perdonará a su hijo, porque don Juan Carlos va más allá del cariño filial, tiene una visión de Estado impresionante. La reina no, ¡es más madre que reina! ¡Es pasión lo que tiene con su hijo!
—Letizia le estará entonces agradecida.
—Yo diría que la trata con cierta condescendencia… La reina al principio intentaba aconsejar a su nuera, pero con tan poco éxito que ya ha desistido. La he oído comentar alguna vez que tiene que avisar con tiempo para poder ver a sus nietas, las hijas de Letizia… A ella no le gusta que vaya a verlas cuando no está delante… Las niñas están mucho con la familia de ella, la abuela, la madre, las hijas de sus hermanas, pero a la familia de Felipe la ve muy poco, aunque viven en el mismo recinto. El rey no va jamás a «la casita de la pradera». ¡Creo que no la ha visitado nunca!
—Las infantas Elena y Cristina, ¿están unidas a sus padres?
—Al rey, mucho. El rey las admira, las tiene en consideración, le hacen gracia sus nietos, se divierte con ellas. Me ha comentado alguna vez que las dos están deseando servir a España, pero que es muy difícil, porque o entran en conflicto con las embajadas, o con los ministerios, o con funcionarios que tienen que justificar su sueldo, ya sabes, ese tipo de cominerías, y que es una pena desaprovechar su potencial.
Mi confidente me dice con tristeza:
—Lo cierto es que cada uno va por su lado. A la postre no han sabido «crear» familia y yo sé que para el rey eso es una decepción tremenda.
—¿Y culpa a la reina?
—A mí no me lo ha dicho, pero quizás.
Letizia podríamos decir que ha plebeyizado a la familia real, incluso a la «gran profesional» entroncada con milenos de realeza que, según ironiza García Abad, cree que es reina por naturaleza de forma permanente, ya que, cuando la Parca se nos lleve a todos, ella seguirá siendo reina.
Remedando al poeta, «polvo será, mas polvo coronado». Como la misma Sofía le dijo a Pilar Urbano:
—Aun destronada, en el exilio, o viuda, yo seguiré siendo reina.
Pues a esta reina, a esta superreina, a esta reina de todas las reinas, Letizia también la ha cambiado. No solamente le ha contagiado su afición por los retoques estéticos, sino que ha conseguido que le preste más atención a ella que a sus propias hijas, a Elena y a Cristina. A los ojos de un observador superficial, y en las escasas ocasiones en las que están juntas, parecen llevarse muy bien. La reina es el único miembro de la familia que habla con Letizia, le presta atención; en el libro de Urbano se deshace en elogios sobre su nuera cuando a sus hijas apenas las nombra.
La actitud de Letizia respecto a la reina ha cambiado en estos siete años de matrimonio. La deferencia servicial del principio se ha trocado en cierto tono displicente, diría que hasta protector y compasivo, lo que molesta bastante al rey, quien comenta en la intimidad:
—No hay nada que hacer, no quiere aprender, cree que lo sabe todo.
Letizia, a sus cuñadas, no se molesta en prestarles atención, y al rey lo mismo. Acapara a Felipe con maniobras estratégicas muy bien estudiadas y consigue que su marido dé la espalda a su familia y se ocupe tan solo de ella y de sus hijas. Casi nunca se ve tampoco al príncipe hablando con su madre, lo que debe doler a esta profundamente.
Letizia juega sus cartas: sabe que ella y Felipe son el futuro y que en la España de nuestros hijos solo contarán ellos.
A medida que ha ganado influencia sobre su marido, considera que ya no tiene que hacerse la simpática con su familia política y no se molesta en disimular sus sonrisas de desdén, la indiferencia hacia sus sobrinos, la desgana con la que se coloca al lado del rey para posar en las fotografías, su aburrimiento en los escasos días de vacaciones que pasa en Mallorca. Además, evita que sus hijas estén en contacto con sus abuelos o sus primos por parte de padre.
En su descargo hay que decir que con las sobrinas de su sangre, tanto la hija de su desgraciada hermana Erika, como la niña de Telma, es cariñosísima, generosa y muy protectora.
También hay que decir que sus cuñadas y su suegro tampoco se lo han puesto fácil a Letizia.
¿No nos recuerda esta actitud de Letizia la misma de Sofía en idénticas circunstancias?
Don Juan culpaba a Sofía de su marginación de la vida activa española, de la misma forma que Juan Carlos culpa a Letizia del apartamiento familiar de su hijo. La supervivencia de la monarquía necesita que los relevos se produzcan con la precisión y contundencia con la que los buenos verdugos sajaban el cuello de sus víctimas: de forma rápida, segura y, a poder ser, sin sangre.
Marginada por su marido, preterida por sus hijas, que siempre preferirán el encanto fácil de su padre y su poder de seducción, sin nadie más en quien confiar sobre la tierra, la reina ha volcado todo su amor, inmenso, profundo, indestructible, en su hijo:
—¡Estoy enamorada de él! —dice con apasionamiento.
¡Él no puede fallarle!
Quiere que sea rey por encima de todo. Quizás sueña con estar a su lado y aconsejarle, los dos solos, en el futuro. Cuando Tino fue rey, su madre se mantuvo junto a él, ayudándole. Fue cuando Freddy dijo:
—Este papel nadie puede quitármelo, ¿quién puede ayudarlo mejor que yo, que también he sido reina?
Y si Sofía tiene que halagar a Letizia, lo hará sin ningún remordimiento.
¿No estuvo halagando al Caudillo durante trece años, desde aquella primera carta que le escribió para darle las gracias por sus regalos de boda, hasta su última comparecencia en el balcón de la plaza de Oriente, con la sangre, fresca aún, de los últimos fusilados regando la tierra?
¡Halagar a Letizia, al lado de aquello, es fácil!
Y si con ello consigue fastidiar un poco a su marido, pues también lo entendemos.
¡Y si la reina tiene que «vulgarizarse», también lo hará! O, al menos, lo intenta. Lleva a sus nietos, algunos bastante maleducados, de excursión envuelta en una gran toalla al estilo de cualquier veraneante de Benidorm. Señala con el dedo a todo pasto, le ríe las gracias al nieto pesado que le da patadas a otros niños, y va a los bautizos reales con su camarita de fotos colgando del cuello, metiéndose casi en la pila de Santo Domingo de Silos que pesa quinientos kilos, ¡como la piedra de Nazca que le regalaron Peñafiel y compañía y que sigue, inamovible, al lado de la piscina, con sus garabatos indescifrables!
Se pone la misma ropa informe y poco atractiva de las señoras de mediana edad que quieren estar cómodas y no elegantes, y lleva multitud de collares, amuletos, piedras de Mauritania, ojos de tigre, huevos de Pascua colgados del cuello o de las muñecas hasta parecer una excéntrica señora inglesa aficionada al ocultismo.
Porque Sofía no sabe exactamente cómo popularizarse, no lo lleva en su código genético, le resulta imposible. Me recuerda la película The Queen, cuando la reina Isabel de Inglaterra, para acercarse al pueblo como su nuera Lady Di, se pone a hablar con un muchacho en la calle, que huye despavorido. Cuando Sofía se entrevista otra vez con Pilar Urbano para que escriba un nuevo libro sobre ella, ya se ve a esta nueva Sofía. Dice, hablando de los abuelos de Letizia:
—¡Son una monada!
También cuenta que cuando conocieron a Letizia, «estaban nerviosos como flanes», que «se guasearon» de sus caras serias el día de la boda, exclama varios «nos quedamos muertos», «no es un plato de gusto», «a los niños, azotitos en el pompis», «es una repipi», para rematar: «¡Y yo con estos pelos!».
Muchos opinan que es una táctica equivocada, ¡que ver a las reinas descender a nuestro nivel es como encontrarnos un día a nuestra madre borracha!
Únicamente en las ceremonias en el Palacio Real resurge la Sofía de las grandes ocasiones, y entonces sí que nadie puede hacerle sombra. El rey se da cuenta, y a la hora de las fotos o el besamanos permanece pacientemente a su lado, formando un icono con una fuerza carismática que pocos superan en Europa. Pero en el momento del «rompan filas», desaparece y ya no hay manera de hacerles fotos juntos.
Es como si quisiera dejar muy claro que Sofía sigue siendo la reina, pero ya no su mujer.
Con la edad Sofía ha agudizado su aspecto griego. Le gusta hablar en griego y viaja con frecuencia para ver a Tatiana en París y a Tino en Londres. Cuando los tres están juntos, el tono alto de sus voces y sus risas guturales, sus amplias carcajadas, atemorizan un poco, pero nunca se ve a la reina tan feliz como en esos momentos.
Va a misa todos los domingos en Zarzuela (Letizia, no). Sin embargo, cada vez se la ve más a menudo en la iglesia ortodoxa de Madrid, donde reza con gran devoción. De vez en cuando también acude a la iglesia adventista, un culto que le interesa. También comparte con su hermana Irene, la tía Pecu (por peculiar), como la llaman sus hijos, su modo oriental de ver la vida.
Sigue creyendo que los muertos viven entre nosotros.
Cumple con sus obligaciones, pero sus actividades ya no despiertan emoción porque no hay ninguna concesión a los gustos del pueblo, lo que no se sabe si es bueno o malo. Da la impresión de que cuando abre su agenda, se ha depositado una fina capa de polvo sobre sus páginas, porque todo tiene cierto aire repetitivo y rutinario que apenas encuentra hueco en los medios de comunicación. Ya apenas se mencionan las causas de las que fue abanderada en el pasado, la lucha contra la droga, los microcréditos, la situación de la mujer en el Tercer Mundo, la ayuda a la obra de Teresa de Calcuta y, fuera de las fotos en las que aparece con sus nietos o Letizia, merece tan solo una atención cortés y un entusiasmo perfectamente descriptible.
La psicóloga María Jesús Álava, que ha participado en algunos seminarios que la reina organiza para ponerse al tanto de temas actuales, me da su opinión prestigiada por varios doctorados y una docena de libros escritos con enorme éxito: