Sorprende ver el gesto autoritario del nuevo diádoco y cómo señala a sus hermanas la forma de subir las escaleras, primero Sofía y después Irene, ¡pobre Irene, siempre la última, se olvidaban de ella y quedaba engullida por la multitud hasta que iban a rescatarla! A la pregunta de los periodistas acerca de cómo se sintió al ver a su hermano convertido en diádoco, Sofía contestó: «Hombre, los típicos celillos al ver que tu hermano pequeño se lleva los mejores regalos». Algo más le importaría, pues, cómplice por una vez de Irene, inventó un juego refinadamente cruel
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, como solo pueden concebirlo los niños. Le dijo a su hermano:
—Tú, mucho diádoco, pero en la misa ni te mencionan, y a Irene y a mí sí, ¡muchas veces!
Tino se puso a llorar y a protestar:
—Sí hablan de mí; yo voy a ser rey y vosotras no.
Y escuchaba la misa con tal atención que parecía que las orejas se le aguzaban como a un perro de caza. Pero terminaba llorando decepcionado, pues era cierto que a Constantino el oficiante no lo mencionaba, aunque sí aludía continuamente a Sofía e Irene. Como Tino apenas hablaba griego, ignoraba que «Sofía» quiere decir sabiduría e «Irene» paz, por lo que es natural que se pronuncien estas palabras varias veces en una liturgia religiosa.
Se justifica la broma, ya que debe fastidiar bastante ver cómo tu hermano menor se convierte en el centro de la familia; vean si no lo que contestó Pilar de Borbón, la hermana mayor de don Juanito, ante la misma pregunta:
—La verdad es que es una lata tener un hermano que, por el simple hecho de que vaya a ser rey, siempre se lleva las mejores atenciones.
En Grecia no existe ceremonia de coronación. Palo advirtió que tomaría el nombre de Pablo I e hizo el juramento preceptivo, prometiendo defender la constitución, conservar las libertades individuales y mantener la independencia de Grecia frente a cualquier enemigo externo o interno.
Entre las autoridades, en lugar preferente, se sentaban las hermanas del rey. Helena, apoyada en el brazo de su taciturno hijo Miguel, estaba deseando volver a Villa Esparta, en Florencia, que habían mantenido cerrada mientras intentaban la loca aventura rumana. Miguel había sido rey durante siete espantosos años y ni un solo día dejó de temer por su vida o por la de su madre. Cuando Helena recordaba las glicinas de su jardín florentino, el murmullo del manantial, las carreras de sus perros sobre el césped tan tupido como terciopelo y el breve destello de los insectos luminosos, se ponía a llorar, incluso más que con la muerte de Jorge. A su lado, su hermana Irene sollozaba ruidosamente; lloraba por Jorge, por Pablo, pero también por su pobre vida desperdiciada: su marido, Aimon, estaba en Buenos Aires, enfermo y solo, se había gastado ya el dinero que había llevado y se veía incapaz de conseguir más.
Tosía mucho, tal vez padecía tuberculosis. Su hijo Amadeo, de tan solo cuatro escuálidos años y con una boca débil, como su padre, se coge a sus piernas. ¡Solo les queda vivir en las casas de sus parientes ricos, que les racionan la comida y la luz, y que se quejan con educación si se quedan un día más de lo convenido!
—Niños, mirad en vuestros armarios para ver si tenéis ropa vieja para el primo Amadeo.
¡Y si Amadeo se ponía enfermo, cosa que sucedía con frecuencia, lo relegaban a los cuartos del servicio, como pasó en el palacio de los Ferrara, por miedo a que contagiara a algún miembro de la familia!
Helena se inclinaba hacia ella con ternura y le apretaba el brazo:
—No llores, Irene, hermana… Mientras la república no te devuelva el palacio de Nápoles compartiremos lo poco que tengo…
Miguel se va a casar con Ana de Borbón Parma y yo me quedaré sola. Te lo suplico, ven a vivir conmigo a Florencia, me serás de gran ayuda, ¡al menos hasta que Aimon pueda enviaros dinero y te reclame!
Irene lloraba todavía más fuerte, porque sabía que el incapaz de Aimon, un niño bonito que solo sabía bailar y jugar al polo, se iría hundiendo y dejando morir. Lo peor era que ella tampoco podría ayudarlo. ¡Tomislaw II! Aimon decía en uno de sus escasos rasgos de triste humor:
—Mira, soy el segundo. Antes que yo hubo otro infeliz.
Aspasia Manos, su cuñada, la viuda de su hermano Constantino, estaba con su hija Alejandra y con Pedro de Yugoslavia
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. En la familia se contaban horrores de este matrimonio, ¡en voz baja y cuando no había ni niños, ni criados, ni parientes indiscretos cerca! Habían tenido un hijo, pero, al parecer, los iban a declarar incapacitados para criarlo, ella por su depresión y sus intentos de suicidio, él por su alcoholismo. Nadie podía ver la expresión de sus rostros; iban, como Helena, como Irene, totalmente cubiertas con velos negros. La única que llevaba el rostro descubierto era Catalina, ya que era soltera, pero por poco tiempo, de ahí que su semblante, aunque triste, exhibiera ojos alegres y alguna sonrisa furtiva.
Dentro de tres semanas se casará aquí, en este mismo lugar. A pesar de que quería mucho a su hermano y le había apenado su muerte, no pensaba aplazar la boda y recurrió al consabido:
—A él le habría gustado que nos casáramos.
¡Bastante le había costado a la pobre pescar, a los treinta y cuatro años, un marido! Tampoco es que fuera un príncipe azul, ni siquiera era príncipe, ni aristócrata, aunque sí muy guapo; se trataba de un militar inglés, el mayor Richard Brandon, sin títulos nobiliarios. Catalina, de vez en cuando, giraba la cabeza para mirarlo y sonreírle tranquilizadoramente. Dentro de tres semanas podría pronunciar en voz alta las palabras mágicas, «mi marido», con las que muchas mujeres sueñan desde que nacen, y se irán a Bagdad, donde el mayor está destinado.
En un lugar especial se sentaba María Bonaparte. ¡Quizás, si no hubiera sido por su fabulosa fortuna puesta al servicio de Pablo, este momento no hubiera llegado nunca! Su hijo Pedro se había negado a ir. Había dicho con arrogancia:
—La guerra me ha hecho antimonárquico, mamá.
Su hija Eugenia también iba cubierta de negro de la cabeza a los pies; parecía una viuda, en realidad casi lo era, aun cuando Dominic Radziwill estuviera bastante vivo y coleando mucho. Se habían separado y Eugenia y la pequeña Tatiana vivían en París en casa de María, que era la que le había aconsejado a su hija:
—Divórciate, no se puede vivir toda la vida amargada.
Ella no lo hacía del tío Jacob, pues eran perfectamente felices: él se mantenía fiel a la memoria de Valdemar y convivía con María como un hermano cariñoso. María había vuelto a reanudar sus estudios psicoanalíticos y a reabrir su consulta en París, ¡después de su malhadada operación, que se empeñaba en explicar con todo detalle, no había vuelto a fijarse en ningún hombre!
Claro que era lógico que los pretendientes hicieran cola en la puerta de Eugenia, una de las herederas más ricas de Europa. Entre el público que asistía a la coronación estaba sentado quien pasaba por ser su novio, el príncipe italiano de rimbombante nombre Raymondo de la Torre e Tasso, dispuesto al sacrificio, ya que Eugenia aunaba una combinación explosiva e inaguantable: un carácter muy fuerte y muchísimo dinero.
No lejos de él, una pelirroja elegante vestida de marrón se llevaba la punta del pañuelo a los ojos, pero de forma tan circunspecta que casi nadie se daba cuenta de que era «la señora Brown». Mañana se retiraría tan discretamente como había venido a su pisito londinense de Eaton Square, donde pasaba por viuda de un rico rentista. Y a partir de mañana casi lo sería.
En el centro, Pablo, con traje militar y el pecho recubierto de medallas y condecoraciones, escuchaba el largo exordio del sacerdote. A su lado estaban su mujer, con vestido largo de brocado blanco y un abrigo hasta la rodilla de visón rasé de color marrón, y sus tres hijos. Es difícil para nosotros, que conocemos el futuro, evitar la comparación de ese momento crucial en la vida de una familia y de un país con otro exactamente igual que tendría lugar en España veintiocho años después, en el que una de las protagonistas será la misma: Sofía. En el primero es su padre el que es coronado rey y jura la constitución, en el segundo es su marido.
En ambos se pronunció el mismo grito ritual:
—¡Viva el rey!
¡Que nadie me diga que la vida de Sofía no es extraordinaria!
Por una increíble pirueta del destino que algunos llaman casualidad, tres son los niños que están al lado de sus padres en esa hora histórica, y también, otra coincidencia, dos chicas y un niño.
Y también en ambos casos el niño es el príncipe heredero, aunque no sea el mayor de los hermanos.
Me gustaría saber lo que diría Pablo, que creía en la influencia de las constelaciones sobre nuestras vidas, lo que pensó Federica, que creía que eran las hadas las que gobernaban el destino, lo que piensa Sofía, la impenetrable Sofía, de esos dos instantes que vivió como protagonista, pero desde distintas responsabilidades.
Cuando la historia que intento explicar en estas páginas haya sido desterrada de la memoria de los hombres, cuando lleven marchitas mucho tiempo las flores sobre las sepulturas de todos nosotros, alguien recordará este cúmulo de coincidencias y quizás desentrañará el secreto.
Después de la coronación fue el caos. Porque caótica era la situación en Grecia; había que poner un país en pie y conducirlo desde la Edad Media hasta la modernidad. Sofía, Tino e Irene necesitaban una madre, pero los griegos también, y puestos a escoger, Federica optó por su patria, ¡la tarea era demasiado ingente para un hombre solo! ¡Pablo amenazaba con quebrarse, y eso sí que Federica no podía consentirlo!
Y Federica, que no hacía nada a medias, se entregó a su trabajo con la exaltación, la entrega y el exceso de los iluminados, los locos o los santos.
Cuando las multitudes alzaban sus brazos hacia ella llamándola madre:
—Mitera, mitera.
Sofía, indignada, se enfrentaba a aquellos impostores:
—¡Es mi mamá y no la vuestra!
Federica se convirtió a la religión ortodoxa y se golpeaba el pecho ante La Panagia, la Virgen Madre de Dios, con más vehemencia que nadie. Y si había que ser griega, ella también quería serlo más que nadie, ¿quién se acordaba ya de que había nacido alemana? ¡Ni siquiera ella, que se alejó de su familia, no viajó nunca a su país natal y casi olvidó hablar alemán! Mandó a su modista que estudiara minuciosamente el traje típico griego según dibujos del siglo xix y que después lo cosiera para ella y para sus hijos.
También para Pablo, que declinó el honor con un comedido:
—Ya soy muy mayor para disfrazarme.
Aprendió griego como los nativos. Y era capaz de recitar las obras clásicas y de hablar las tres lenguas griegas: el idioma común o koiné, la lengua vulgar o demotiki y el griego clásico, la kazarevusa, hazaña que muy pocas personas alcanzaban.
Sofía se lamentaba de mayor:
—A mi madre nunca se la ha entendido, no se ha entendido el amor que le tenía a mi país y a mi padre, ni su enorme potencial y coraje.
Un día Federica, a la hora de comer, dijo:
—A partir de ahora se ha acabado utilizar el inglés en familia, ¡se hablará únicamente griego!
Y fundó una especie de colegio particular en la parte trasera de la casa de Psychico en el que solo había tres clases: una de niños mayores, a la que iba Sofía, otra para niños medianos, Tino, y otra para niños pequeños, con Irene. Lo dirigía un pedagogo inglés, Jocelyn Winthrop-Young, quien cuando le preguntaron en su ancianidad por la cualidad más destacada de Sofía, contestó, quizás recordando que su alumna había vivido un exilio duro e inhumano:
—Su enorme capacidad de adaptación.
Si quería ser sincero, no podía resaltar su afición a los estudios.
Con una comicidad que no acaba de entender esta biógrafa, la reina Sofía le cuenta entre carcajadas a Pilar Urbano que era muy mala estudiante.
—Redacción, mal, sintaxis peor, matemáticas, cero.
También confiesa divertida —misma observación del párrafo anterior— que llevaba sus chuletas y que en los exámenes, si podía, copiaba.
Bueno, vale, todos los estudiantes lo hemos hecho, pero ¿hay que vanagloriarse de ello?
La vida de los hijos de los reyes de Grecia no se diferenciaba demasiado de la de otros niños de clase alta de un país sin aristócratas:
—Éramos unos reyes bastante pobres de una monarquía bastante pobre… llevábamos la vida de un oficial de marina, que es lo que mi padre hubiera sido de no haber tenido que hacer de rey —confesaba años más tarde la reina doña Sofía.
Es decir, estudios, sí, pero sin demasiado entusiasmo, aunque una buena profesora, Teofanos Arvanitopoulos, despertó en Sofía la afición por la arqueología. También recibió clases de ballet, pero la basilisa era demasiado alta y carecía de ese aire espiritual que se exige a las bailarinas. Ingresó en los Boy Scout, movimiento que la familia real contribuyó a fomentar en Grecia, y se dedicó al deporte.
Fue el rey quien inculcó en sus hijos la pasión por la navegación a vela y, en cuanto tuvieron uso de razón, los hizo socios del Club Náutico de El Pireo y les regaló un balandro que cada hermano pintaba de un color distinto. El de Sofía era rojo oscuro y tenía dos tripulantes: ella y su gato, porque sentía tal cariño por el animalito que le había regalado el almirante Stavridis, que le apenaba dejarlo en tierra. Lo justificaba diciendo:
—Es el más marinero de la familia.
Es curioso, porque en otro país mediterráneo, Portugal, a don Juanito también se le regaló en las mismas fechas su primer balandro, el Sirimiri, y los dos, sin saberlo, sin conocerse, compartieron el mismo mar. ¡Quién sabe si en esas noches a la luz de la luna, cargadas de ilusiones juveniles, no contemplaron ambos las mismas estrellas y pidieron que se cumplieran los mismos sueños!
A los padres los veían muy poco; tener que reconstruir un país desde cero no dejaba tiempo para minucias tales como la vida familiar.
Si se les recibía en Rodas, por ejemplo, con los inmortales versos de Sófocles:
¡Por fin has venido, oh, rey!
Retoño de otros reyes.
Te hemos esperado durante cuatrocientos años.
Escuchad, griegos de las islas.
Podéis decirles a vuestros padres muertos que descansen en paz porque el rey ha vuelto.
… ¿Cómo descender luego a organizar el horario de los hijos o escoger unas cretonas para tapizar los sofás?
Ante la magnitud de tareas que tenían por delante, Pablo se refugiaba en su vida espiritual y delegaba en su mujer, que ponía al servicio de los griegos su desbordante energía y también su ambición: no había nada en lo que no interviniera; gracias a ella los americanos derramaron sobre la depauperada Grecia sus bendiciones en forma de dólares, lo que ayudó a la recuperación del país.