—Sí, esa. Tenía una hija. De unos veinticinco o veintiséis años.
—Este año cumple veintiocho —corrigió Honma.
La señora Miyata parecía sorprendida.
—¡No! ¿Ya? Este caballero dice que veintiocho. ¿Conoce a alguien de esa edad que pudo haber ido con ella al colegio?
La anciana bostezó y le lloraron los ojos. Seguro que bajo aquella cosa estaba muy a gusto y calentita. Esto es una pérdida de tiempo, pensó Honma.
—En el entierro. El niño de los Honda, cómo se llamaba… ¿Tamotsu? Asistió, ¿verdad? —dijo la clienta.
—¿Tamotsu?
—Sí. ¿No lo recuerdas? Peinaste a su mujer para la ceremonia.
—¿Ah, sí? —La señora Miyata se echó a reír. Tamotsu Honda. Honma apuntó el nombre y la dirección del taller de la familia, antes de ponerse de pie para marcharse.
—Una cosita más.
—Dígame.
Sacó la foto de la falsa Shoko Sekine.
—¿Había visto antes a esta mujer? Quizás vino alguna vez por aquí, con Shoko.
Ella cogió la foto y después se la pasó a la mujer que descansaba bajo el secador.
—No, no la reconozco —aseguró la señora Miyata.
—¿Qué tiene que ver esta chica en todo esto? —preguntó la anciana.
—Oh, no mucho, en realidad.
La señora Miyata echó otro vistazo a la foto.
—¿Podría prestármela? —preguntó—. Me gustaría enseñársela a algunas personas. Se la devolveré, claro. Puedo llamarle, si llego a averiguar algo.
Por fortuna, Honma había tenido la precaución de hacer algunas copias extra.
—Desde luego, quédesela. —Cogió su abrigo y se dio la vuelta para marcharse. Ella le detuvo.
—¿Con qué tipo de chico iba a casarse la chica Sekine?
—Con el inútil de mi sobrino.
—Me refiero a su profesión.
—Trabaja en un banco —informó Honma tras pensárselo un poco.
Kanae Miyata y su dienta intercambiaron miradas en el espejo y asintieron. Entonces, la señora Miyata se apresuró a dar a Honma un consejo:
—Supongo que lo mejor será que el chico lo cancele todo.
Como madre de dos niños pequeños y mujer de un jugador nato, aquella mujer estaba acostumbrada a cargar con mucha responsabilidad. Era natural que no viera con buenos ojos a alguien como Shoko Sekine, una chica que había abandonado su hogar para mudarse a una gran ciudad, sólo para acabar atrapada en el oscuro inframundo de la noche de Tokio.
—Me aseguraré de comunicárselo —dijo Honma. La señora Miyata sonrió, satisfecha.
Esta vez, la puerta del Salón L'Oréal apenas hizo ruido. Honma dejó escapar un suspiro de alivio en cuanto salió.
—¡Tamotsu, tienes un cliente! —gritó hacia el interior del garaje un mecánico de mediana edad ataviado con un mono lleno de grasa. Un joven asomó desde la trastienda y se acercó. Era bajo y fornido, con el cuello ancho y una fuerte mandíbula que le daba un aire de obstinado. Llevaba el pelo rapado. En cuanto se acercó, Honma reparó en que le sudaban las sienes.
El taller quedaba a diez minutos del Salón L'Oréal, situado en la avenida principal que conducía hacia la estación. Honma echó un rápido vistazo a su alrededor. Había una veintena de coches y unas cuantas motos junto con un pequeño camión aparcado a un lado. Cinco mecánicos, que él viera, trabajaban aquí y allá. Un chico salido del instituto se acuclillaba junto a una moto de 50cc. Todos llevaban monos blancos con el logo de Honda Motors en el bolsillo del pecho.
—¿Tumotsu Honda, verdad?
El asintió ligeramente, sin apartar la mirada.
—Siento dejarme caer sin avisar.
A medida que Honma explicaba las razones de su visita, los ojos del chico se abrían poco a poco.
—Shoko se encuentra bien, ¿verdad? ¿Sabe en qué lugar de Tokio está?
—¿Quiere decir que… ?
—Le perdí el rastro cuando se marchó de aquel apartamento de Kawaguchi. He estado muy preocupado por ella.
—¿La visitó en el apartamento de Kawaguchi?
—Bueno, lo intenté. Pero me dijeron que ya no vivía allí.
—¿Vio a la arrendadora?
—Sí, y estaba muy cabreada. Me dijo que Shoko se había marchado sin dejar una nota ni nada. Esa misma semana.
—Entonces, fue usted a finales de marzo, hace dos años, ¿verdad?
Tamotsu se enjugó las manos en el mono mientras intentaba recordar.
—Sí, supongo.
—¿Estaban muy unidos?
—Bueno, sí, pero… —Tamotsu entrecerró los ojos, en un gesto de creciente desconfianza—. Mire, no me gusta la pinta que tiene esto. Si quiere indagar en la vida privada de Shoko, adelante, pero no cuente conmigo. —Enderezó los hombros—. No me gusta cotillear sobre mis amigos.
—Escuche, no se trata de eso. No pretendo hacerle ningún daño a Shoko. —Aquel era el primer avance que hacía Honma. No iba a permitir que Tamotsu se le escapara—. Si dispone de algo de tiempo, me gustaría explicarme. Puedo volver más tarde, si lo prefiere. Shoko ha desaparecido. En realidad, la estoy buscando.
Honma pasó los treinta minutos siguientes esperando en la recepción del taller. El teléfono seguía sonando y alguien que Honma no podía ver en la oficina contestaba a las llamadas. Aparte de ese detalle, todo estaba tranquilo. Los empleados estaban bien enseñados.
Tamotsu Honda trajo café en dos vasitos de papel sobre una bandeja. En aquel lugar había más luz que en el garaje y Honma pudo distinguir la cicatriz diagonal que le atravesaba la barbilla. ¿Habría tenido un accidente? El ojo izquierdo le bizqueaba un poco. Pero en conjunto era un hombre muy apuesto, diría que incluso agraciado.
Tal y como Honma le había dicho, las cosas se estaban complicando. Tamotsu le interrumpía de vez en cuando para hacer alguna pregunta. Por lo demás, se guardaba los comentarios y prestaba atención. Cuando el teléfono sonó de nuevo, fue él quien se acercó y lo desconectó.
—Ahora mismo —dijo Honma— no puedo mostrarle ninguna prueba de que soy de la policía. Estoy de baja y no llevo la placa encima. Sólo puedo rogarle que confíe en mí.
Tamotsu bajó la mirada hacia la mesita.
—Está bien —repuso tras un momento de silencio—. Lo único que tengo que hacer es preguntar a Sakai. Él lo comprobará.
—¿Sakai?
—Es detective de la policía de Utsunomiya. Fue de gran ayuda cuando la madre de Shoko murió. Entablé amistad con él.
—¿Puedo conocerlo?
—Le preguntaré. Estoy seguro de que no habrá problema. Pero si las cosas se han complicado tanto, ¿no se debería llevar a cabo una investigación oficial? Cuanto antes encuentre a Shoko y pille a esa mujer que está haciéndose pasar por ella…
Honma extendió las manos frente a él.
—¿Y si damos con ellas y nos enteramos de que las dos están perfectamente bien, y que sólo han llegado a un acuerdo entre amigas para vender sus registros familiares? Creo que es la posibilidad más optimista, pero mientras nada lo refute, es mejor no complicar las cosas llamando a la policía.
Tamotsu se lamió los labios. No quería decirlo.
—¿Y qué pasa si… ? ¿Qué pasa si Shoko ha sido asesinada? ¿Necesitan dar con el cadáver?
—Sería mucho más fácil para abrir el caso.
Tamotsu suspiró.
Honma miró la frente sudorosa del chico. Por fin, un verdadero amigo de Shoko Sekine.
—¿Sabe? —dijo Tamotsu con una repentina prisa—. Cuando la anciana murió y yo fui a Kawaguchi y me enteré de que se había mudado, me temí lo peor. —Miró a Honma con una expresión atormentada—. Llegué incluso a pensar que Shoko la había asesinado y había salido huyendo.
La pelota estaba en el campo de Honma.
—¿Lo dice porque sabía que Shoko tenía problemas con prestamistas? Él asintió, muy a regañadientes.
—Sobre todo después de lo que dijo Ikumi. Cuando la señora Sekine se cayó por la escalera, apareció una mujer muy extraña que se acercó sólo a mirar. Llevaba unas gafas de sol negras y no se le veía muy bien la cara. Ikumi llegó a pensar que se trataba de la mismísima Shoko.
—¿Ikumi? —Honma se inclinó hacia delante.
—Es mi mujer.
—¿También era amiga de Shoko? Él negó con la cabeza.
—No. Verá, Ikumi fue quien encontró a la señora Sekine y llamó a la ambulancia. Pasaba por allí cuando ocurrió todo. Acabó asistiendo al funeral. Allí se conocieron, en el entierro de la madre de Shoko.
Tamotsu no podía marcharse a ningún lado hasta que cerrara el taller, por lo que Honma quedó con él a las nueve de aquella misma noche. Tamotsu conocía un pequeño bar cerca de la estación, y prometió llamar para reservar una sala privada.
—Se estará más calentito —dijo.
A las nueve y diez, Honma entendió lo que había querido decir con aquello. Cuando Tamotsu asomó por la puerta, una joven lo acompañaba. Llevaba un jersey de cuello vuelto sobre una falda de algodón, que pese a quedar holgada no disimulaba su figura. Estaba embarazada de, al menos, seis meses.
—Esta es mi esposa, Ikumi. —Tras hacer las presentaciones, colocó dos cojines finos junto al calefactor para que su mujer pudiera acomodarse contra la pared.
—Encantada de conocerlo —dijo Ikumi mientras hacía una ligera inclinación. Parecía cautelosa aunque segura de sí misma.
—¿Es su primer hijo? —preguntó Honma.
Ella le sonrió, y el rabillo de sus ojos se arrugó levemente.
—Es el segundo. Aunque nadie lo diría a juzgar por lo mucho que Tamotsu me mima.
—Sí, pero Taro vino un poco antes de lo previsto —explicó él.
—¿Y cuántos años tiene Taro?
—Acaba de cumplir su primer añito. Nos da mucho trabajo.
Un camarero llegó. Hacía el calor suficiente como para que ya estuviera sudando.
—Siento mucho el olor a tabaco —dijo antes de salir, cerrando la puerta tras él.
—¿Es su primera visita a Utsunomiya, señor Honma? —preguntó Tamotsu.
—Sí. Con el trabajo y demás, jamás he tenido la oportunidad de venir. —Pues no está demasiado lejos. No desde Tokio —apuntó Ikumi.
—Me sorprende que sea una ciudad tan grande. —Gracias al tren bala.
Resultaba que Tamotsu se había ido a trabajar con su padre justo después de acabar el instituto. Hacía años que conocía a Shoko Sekine. Habían ido juntos a la misma guardería y al colegio. Se separaron en el instituto, porque Tamotsu prefirió una escuela de enseñanza técnica. Aunque seguían viviendo en el mismo vecindario y asistían a clases particulares juntos.
—De todas las chicas, siempre fue mi mejor amiga —dijo, apresurándose a mirar a su mujer.
Ikumi también nació y se crió en Utsunomiya, pero Tamotsu y ella no coincidieron en el colegio. Ikumi se licenció en una escuela privada de Tokio y después, se quedó para trabajar como secretaria en el distrito financiero de Marunouchi, donde estuvo cinco años más. Regresó a Utsunomiya cuando su hermano mayor, que vivía en casa de sus padres, fue trasladado a no sé qué sitio, dejando solos a los dos ancianos.
—De todas formas, ya me estaba cansando de vivir sola. Además, en Tokio todo cuesta una fortuna.
—Sin mencionar que cuando las mujeres alcanzan la edad de veinticinco años y siguen solteras, las empresas se vuelven un poco pesadas con el tema —añadió Tamotsu a la ligera.
Al parecer, aquel era un tema sensible para ellos.
—Ríete si quieres, pero es verdad —declaró ella—. Era odioso.
Si aún fuera una mujer soltera trabajando en Tokio, no habría hablado con tanta franqueza; se habría limitado a devolver la broma a Tamotsu o a subrayar lo «solitaria» que se vuelve una al esforzarse en disimular su soledad.
—Pese a estar situada en Marunouchi, no era una gran compañía. El salario y las pagas extras no eran gran cosa, y estas últimas siempre se las tragaban los impuestos. No había nada de viajes de negocios de lujo y prácticamente tenías que golpearte la cabeza contra la pared para conseguir un aumento. No tardé en entender por qué todos quieren acabar en compañías grandes. Y para colmo, la gente era muy antipática. No me gustaba nada.
Las quejas de siempre, pensó Honma. Para mostrar su simpatía, dijo:
—Puede que las grandes compañías ofrezcan mejores sueldos. No obstante, en cuanto al trato que le dan a la mujer que lleva trabajando ahí unos cuantos años, la cosa cambia. A no ser que una tenga suerte.
Aun así, tratar a una chica de veinticinco años como una inútil en el seno de la empresa, era algo terrible.
—Las agentes de policía o profesoras o cualquier mujer con formación sólida y capacidades especiales… Sí, eso es otra cosa —continuó ella—. Pero para el trabajo de oficina, siempre prefieren que las chicas sean lo más jóvenes posible. Veinticinco roza la fecha de caducidad. Por supuesto, en las noticias siempre escuchas: «Los tiempos han cambiado. Hoy en día la mujer sigue siendo joven cuando llega a los treinta», pero es todo mentira. Una chica de veintiún años empieza a sentirse vieja cuando una de veinte llega a la oficina.
—¿Qué me dice del trabajo en sí? ¿Era interesante?
Tras reflexionarlo mientras daba un sorbo a su té Oolong, dijo:
—Estaba bien. Por lo menos, cuando lo pienso ahora. —Desde la perspectiva de una mujer con marido, niños y un hogar—. ¿Quiere que le cuente una anécdota? —preguntó—. Hace unos seis meses, una chica se incorporó a mi departamento, en Marunouchi. Nunca fuimos íntimas, pero una vez le dio por llamarme por teléfono. A casa de mis padres. Me contactó de casualidad, porque llevé a Taro para que pasara la noche con sus abuelos.
Tamotsu parecía empaparse de cada palabra, como si fuera la primera vez que su mujer contaba aquella historia.
—En cuanto me llevo el teléfono al oído, oigo una voz súper chillona que me dice: «¿Qué tal va todo?». Y yo pensando, «¿Y ésta qué quiere?». Pero simplemente repongo: «Va todo muy bien». Entonces me pone al corriente de los cotilleos de la oficina. En realidad, fue ella quien habló casi todo el tiempo. Qué tal le había ido en su viaje a Hong Kong, que en el viaje de negocios de este año se hospedarían en un balneario… Al final, empezó a quedarse sin conversación y acabó preguntándome que había estado haciendo yo en los últimos meses. Y contesté: «He dedicado todo mi tiempo a criar a un hijo».
—¿Y?
Ikumi esbozó una sonrisa irónica.
—Se quedó sin palabras. Únicamente logró preguntarme: «¿Te has casado?». Y yo dije: «Sí, claro. No me apetecía ser madre soltera». En fin, ahí quedó la cosa. No tenía nada más qué decir. La conversación llegó a un punto muerto y al final colgó.