Read La tierra olvidada por el tiempo Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Tags: #Aventuras, Fantástico
Cuando las turbulentas aguas cesaron un poco y el mar dejó de escupir restos, me aventuré a nadar en busca de algo donde apoyar mi peso y el de Nobs. Había alcanzado la zona del naufragio cuando, a menos de media docena de metros, la proa de un bote salvavidas surgió del océano para golpear la superficie con una poderosa sacudida. Debía de haber sido arrastrado hacia el fondo, sujeto a su nave madre por una sola cuerda que finalmente se rompió bajo la enorme tensión a la que había sido sometida, de ningún otro modo puedo explicar que saliera del agua con tanta fuerza: una circunstancia beneficiosa incluso ante el hecho de que un destino más terrible espera a los que escapamos ese día; pues a causa de esa circunstancia la encontré a ella, a quien de otro modo nunca debería de haber conocido; la he encontrado y la he amado. Al menos he tenido esa gran felicidad en la vida; ni siquiera Caspak puede, con todos sus horrores, borrar lo que ya ha sucedido.
Así que por enésima vez di las gracias al extraño destino que expulsó a aquel bote del pozo verde de destrucción al que había sido arrastrado, lanzándolo muy por encima de la superficie, vaciándolo de agua mientras se alzaba sobre las olas, y dejándolo caer sobre la superficie del mar, orgulloso y seguro.
No tardé mucho en encaramarme a su costado y arrastrar a Nobs hasta aquel lugar comparativamente más seguro; luego contemplé la escena de muerte y destrucción que nos rodeaba. El mar estaba cubierto de restos entre los que flotaban las penosas formas de mujeres y niños, sostenidos por sus inútiles chalecos salvavidas. Algunos estaban desfigurados y destrozados; otros se mecían suavemente con el movimiento del mar, su semblante tranquilo y pacífico; otros formaban horribles filas de agonía o de horror. Cerca del costado del bote flotaba la figura de una muchacha. Tenía el rostro vuelto hacia arriba, sujeto por encima del agua por el chaleco, enmarcado en una masa flotante de pelo oscuro y ondulante. Era muy hermosa. Nunca había contemplado unos rasgos tan perfectos, un contorno tan divino y a la vez tan humano, intensamente humano. Era un rostro lleno de personalidad y fuerza y feminidad, el rostro de alguien creado para amar y ser amado. Las mejillas tenían el color arrebolado de la vida y la salud y la vitalidad, y sin embargo allí yacía, sobre el fondo del mar, muerta. Sentí que algo se alzaba en mi garganta al ver aquella radiante visión, y juré que viviría para vengar su asesinato.
Y entonces mis ojos se posaron una vez más sobre la superficie del agua, y lo que vi casi me hizo caer de espaldas al mar, pues los ojos de aquel rostro muerto se habían abierto, igual que los labios, y una mano se alzaba hacia mí en una muda llamada de socorro. ¡Estaba viva! ¡No estaba muerta! Me incliné sobre la borda del bote y la aupé rápidamente a la salvación relativa que Dios me había concedido. Le quité el chaleco salvavidas y mi chaqueta empapada le hizo las veces de almohada. Le froté las manos y brazos y pies. La atendí durante una hora, y por fin fui recompensado por un profundo suspiro, y de nuevo aquellos grandes ojos se abrieron y miraron a los míos.
Me sentí cohibido. Nunca he sido un seductor; en Leland-Stanford era el hazmerreír de la clase por mi absoluta torpeza en presencia de una chica bonita; pero los hombres me apreciaban, al menos. Le estaba frotando una de las manos cuando abrió los ojos, y la solté como si fuera un hierro al rojo vivo. Aquellos ojos me miraron lentamente de arriba a abajo; luego se dirigieron al horizonte marcado por el subir y bajar de la amura del bote. Miraron a Nobs y se suavizaron, y luego volvieron a mí, llenos de duda.
—Y-yo… -tartamudeé, apartándome y retrocediendo hasta el siguiente banco. La visión sonrió débilmente.
—¡Aye-aye, señor! -replicó en voz baja, y una vez más sus labios se curvaron, y sus largas pestañas barrieron la firme y pálida textura de su piel.
—Espero que se encuentre mejor -conseguí decir.
—¿Sabe? -dijo ella tras otro momento de silencio-. ¡Hace un buen rato que estoy despierta! Pero no me atrevía a abrir los ojos. Pensé que debía estar muerta, no me atrevía a mirar, por temor a no ver más que oscuridad a mi alrededor. ¡Me da miedo a morir! Dígame qué ha pasado después de que se hundiera el barco. Recuerdo todo lo que sucedió antes… ¡oh, desearía poder olvidarlo! -un sollozo le quebró la voz-. ¡Bestias! -continuó después de un momento-. ¡Y pensar que iba a casarme con uno de ellos… un teniente del ejército alemán!
Volvió al tema del naufragio como si no hubiera dejado de hablar.
—Me hundí más y más y más. Pensé que no iba a dejar de hundirme nunca. No sentí ninguna desazón particular hasta que de repente empecé a subir a velocidad cada vez mayor; entonces mis pulmones parecieron a punto de estallar, y debí de perder el conocimiento, porque no recuerdo más hasta que abrí los ojos después de oír un torrente de insultos contra Alemania y los alemanes. Dígame, por favor, qué pasó después de que el barco se hundiera.
Le conté entonces, lo mejor que pude, todo lo que había visto: el submarino bombardeando los botes y todo lo demás. A ella le pareció maravilloso que nos hubiéramos salvado de manera tan providencial, y yo tenía un discurso preparado en la punta de la lengua, pero no tuve valor para contarle nuestra situación. Nobs se había acercado y posó su morro en su regazo, y ella acarició su fea cara, y por fin se inclinó hacia adelante y apoyó la mejilla contra su frente. Siempre he admirado a Nobs; pero ésta fue la primera vez que se me ocurrió poder desear ser Nobs. Me pregunté cómo lo aceptaría él, pues está tan poco acostumbrado a las mujeres como yo. Pero para él fue pan comido. Mientras que yo no soy para nada un mujeriego, Nobs es sin duda un perro de damas. El viejo pícaro cerró los ojos y puso una de las expresiones más dulces que he visto jamás y se quedó allí, aceptando las caricias y pidiendo más. Me hizo sentir celoso.
—Parece que le gustan los perros -dije yo.
—Me gusta este perro -respondió ella.
No supe si quería decir con eso algo personal; pero me lo tomé como algo personal y eso me hizo sentirme estupendamente.
Mientras íbamos a la deriva en aquella enorme extensión de soledad, no fue extraño que nos lleváramos bien rápidamente. Escrutábamos constantemente el horizonte en busca de signos de humo, aventurando suposiciones sobre nuestras posibilidades de ser rescatados; pero llegó el atardecer, y la negra noche nos envolvió sin que hubiera una mota de luz sobre las aguas.
Estábamos sedientos, hambrientos, incómodos y helados. Nuestras ropas mojadas se habían secado un poco y yo sabía que la muchacha podía correr el riesgo de pillar una pulmonía con el frío de la noche al estar medio mojada en medio del mar en un bote despejado, sin ropa suficiente ni comida. Había conseguido achicar el agua del bote con las manos, y acabé por escurrirla con mi pañuelo, una tarea lenta e incómoda; así conseguí despejar un sitio relativamente seco para que la muchacha se tendiera en el fondo del bote, donde las amuras la protegerían del viento nocturno, y cuando por fin ella así lo hizo, casi abrumada por la debilidad y la fatiga, la cubrí con mi chaqueta para protegerla del frío. Pero no sirvió de nada: mientras la observaba, la luz de la luna destacando las graciosas curvas de su esbelto cuerpo, la vi tiritar.
—¿Hay algo que pueda hacer? -pregunté-. No puede quedarse de esa forma toda la noche. ¿No se le ocurre nada?
Ella negó con la cabeza.
—Tenemos que apretar los dientes y soportarlo -replicó después de un momento.
Nobbler se acercó y se tumbó en el banco a mi lado, la espalda contra mi pierna, y yo me quedé contemplando tristemente a la muchacha, sabiendo en el fondo de mi corazón que podía morir antes de que llegara el amanecer, pues con la impresión y la intemperie, ya había soportado lo suficiente para matar a cualquier mujer. Y mientras yo la contemplaba, tan pequeña y delicada e indefensa, dentro de mi pecho fue naciendo lentamente una nueva emoción. Nunca había estado allí antes; ahora nunca dejará de estar allí. Mi deseo por encontrar un modo de hacerla entrar en calor e insuflar vida en sus venas me puso casi frenético. Yo también sentía frío, aunque casi lo había olvidado hasta que Nobbler se movió y sentí una nueva sensación de frialdad en mi pierna, allá donde él se había apoyado, y de pronto me di cuenta de que en ese sitio había sentido calor. La comprensión de cómo hacer entrar en calor a la muchacha se abrió paso como una gran luz. Inmediatamente me arrodillé junto a ella para poner mi plan en práctica, pero de pronto me abrumó la vergüenza. ¿Lo permitiría ella, aunque yo pudiera acumular el valor para sugerirlo? Entonces vi cómo se estremecía, tiritando, los músculos reaccionando a la rápida bajada de temperatura, y decidí mandar la prudencia a paseo y me arrojé junto a ella y la tomé en brazos, apretujando su cuerpo contra el mío.
Ella se apartó de repente, dando voz a un gritito de temor, y trató de librarse de mí.
—Perdóneme -conseguí tartamudear-. Es la única forma. Se morirá de frío si no entra en calor, y Nobs y yo somos lo único que puede ofrecérselo.
Y la sujeté con fuerza mientras llamaba a Nobs y le ordenaba que se tumbara a su espalda. La muchacha dejó de resistirse cuando comprendió mi propósito; pero emitió dos o tres sollozos, y luego empezó a llorar débilmente, enterrando el rostro en mi brazo, y así se quedó dormida.
D
ebí quedarme dormido a eso del amanecer, aunque en ese momento me pareció que había permanecido despierto durante días, en vez de horas. Cuando por fin abrí los ojos, era de día, y el pelo de la muchacha me cubría la cara, y ella respiraba con normalidad. Di gracias a Dios por eso. Ella había vuelto la cabeza durante la noche, de modo que cuando abrí los ojos vi su rostro a menos de una pulgada del mío, mis labios casi tocando los suyos.
Fue Nobs quien finalmente la despertó. Se levantó, se desperezó, se giró unas cuantas veces y se tumbó de nuevo, y la muchacha abrió los ojos y miró a los míos. Se sorprendió al principio, y luego lentamente comprendió, y sonrió.
—Ha sido muy bueno conmigo -dijo, mientras la ayudaba a levantarse, aunque a decir verdad yo necesitaba más ayuda que ella; la circulación en mi costado izquierdo parecía paralizada por completo-. Ha sido muy bueno conmigo.
Y esa fue la única mención que hizo al respecto; sin embargo, sé que estaba agradecida y que sólo la natural reserva impidió que se refiriera a lo que, por decirlo brevemente, era una situación embarazosa, aunque inevitable.
Poco después vimos una columna de humo que al parecer se dirigía hacia nosotros, y después de un rato divisamos el contorno de un remolcador, uno de esos intrépidos exponentes de la supremacía marítima inglesa que ayudan a los veleros a entrar en los puertos de Inglaterra y Francia. Me alcé sobre un banco y agité mi empapada chaqueta por encima de mi cabeza. Nobs hizo lo propio en otro banco y ladró. La muchacha permaneció sentada a mis pies, escrutando con intensidad la cubierta del barco que se acercaba.
—Nos han visto -dijo por fin-. Hay un hombre respondiendo a sus señales.
Tenía razón. Un nudo se me formó en la garganta: por su bien más que por el mío. Estaba salvada, y justo a tiempo. No habría podido sobrevivir a otra noche en el Canal; tal vez no habría podido sobrevivir a este día.
El remolcador se acercó a nosotros, y un hombre en cubierta nos lanzó un cabo. Unas manos dispuestas nos arrastraron hasta la cubierta, pero Nobs saltó a bordo sin ayuda. Los rudos marineros se portaron con la muchacha con amabilidad propia de madres. Mientras nos asaltaban a preguntas nos condujeron al camarote del capitán y a mí a la sala de calderas. Le dijeron a la muchacha que se quitara las ropas mojadas y las arrojara por la puerta para que pudieran secarlas, y que se acostara en el camastro del capitán y entrara en calor. No tuvieron que decirme que me desnudara después de que yo notara el calor de la sala de calderas. En un dos por tres, mis ropas colgaron donde se secarían rápidamente, y yo mismo empecé a absorber, a través de cada poro, el agradable calor del sofocante compartimento. Me trajeron sopa caliente y café, y los que no estaban de servicio se sentaron a mi alrededor y me ayudaron a maldecir al Kaiser y su ralea.
En cuanto nuestras ropas se secaron nos hicieron ponérnoslas, ya que era más que posible que en aquellas aguas volviéramos a toparnos con el enemigo, como yo bien sabía. Con el calor y la sensación de que la muchacha estaba a salvo, y el conocimiento de que un poco de descanso y comida eliminarían rápidamente los efectos de sus experiencias en las últimas terribles horas, me sentí más contento de lo que me había sentido desde que aquellos tres torpedos sacudieron la paz de mi mundo la tarde anterior.
Pero la paz en el Canal había sido algo transitorio desde agosto de 1914. Eso quedó claro aquella mañana, pues apenas me había puesto la ropa seca y llevado las de la muchacha al camarote del capitán cuando desde la sala de máquinas gritaron la orden de avanzar a toda máquina, y un instante después oí el sordo bramar de un cañonazo. En un instante subí a cubierta y vi a un submarino enemigo a unos doscientos metros de nuestra proa. Nos había hecho señales para que nos detuviéramos, y nuestro capitán había ignorado la orden; pero ahora nos apuntaba con sus cañones, y la segunda andanada picoteó sobre el camarote, advirtiendo al beligerante capitán del remolcador de que era hora de obedecer. Una vez más se lanzó una orden a la sala de máquinas, y el remolcador redujo velocidad. El submarino dejó de disparar y ordenó al remolcador que diera media vuelta y se acercara. Nuestro impulso nos había llevado un poco más allá de la nave enemiga, pero trazamos un arco que nos llevó a su lado. Mientras contemplaba la maniobra y me preguntaba qué iba a ser de nosotros, sentí que algo me tocaba el codo y me volví para ver a la muchacha de pie a mi lado. Me miró a la cara con expresión entristecida.
—Parece que su destino es destruirnos -dijo-. Creo que es el mismo submarino que nos hundió ayer.
—Lo es -contesté-. Lo conozco bien. Ayudé a diseñarlo y lo capitaneé en su botadura.
La muchacha se apartó con una pequeña exclamación de sorpresa y decepción.
—Creía que era usted americano -dijo-. No tenía ni idea de que fuera un… un…
—No lo soy -repliqué-. Los americanos llevamos muchos años construyendo submarinos para todas las naciones. Ojalá hubiéramos caído en la bancarrota, mi padre y yo, antes de haber creado ese monstruo de Frankenstein.