Read La tierra olvidada por el tiempo Online
Authors: Edgar Rice Burroughs
Tags: #Aventuras, Fantástico
Me quedé allí un instante, lleno de aturdida consternación. ¿Qué pretendía aquel tipo? ¿Qué estaba sucediendo abajo? Si Benson era un traidor, ¿cómo podía yo saber que no había otros traidores entre nosotros? Me maldije a mí mismo por mi estupidez al subir a cubierta, y entonces esta idea sugirió otra, una idea horrible: ¿quién era realmente responsable de que yo estuviera allí?
Pensando en llamar la atención a los que estaban dentro del submarino, bajé de nuevo la escalerilla y llegué a la pequeña cubierta sólo para encontrar que las compuertas de la torre estaban cerradas, y entonces apoyé la espalda contra la torre y me maldije por ser un idiota crédulo.
Miré hacia proa. El mar parecía estar encrespándose, pues cada ola ahora barría completamente la cubierta inferior. Las observé durante un instante, y entonces un súbito escalofrío recorrió todo mi ser. No era el frío de la ropa mojada, ni las gotas de agua que empapaban mi rostro: no, era el frío de la mano de la muerte sobre mi corazón. En un instante había girado la última esquina de la carretera de la vida y estaba mirando a la cara a Dios Todopoderoso… ¡el submarino se sumergía lentamente!
Sería difícil, incluso imposible, ser capaz de escribir mis sensaciones en ese momento. Todo lo que puedo recordar en concreto es que me eché a reír, ni por valentía ni por histeria. Y quise fumar. ¡Dios, cómo quise fumar! Pero eso estaba fuera de toda cuestión.
Vi el agua subir hasta que la pequeña cubierta en la que yo estaba quedó barrida, y entonces me subí una vez más a lo alto de la timonera. Por la lentitud del barco en sumergirse supe que Benson estaba realizando la maniobra solo: estaba permitiendo simplemente que los tanques de inmersión se llenaran y que los timones de inmersión no estuvieran en uso. El latido de las turbinas cesó, y en su auxilio llegó la firme vibración de los motores eléctricos. ¡El agua estaba a la mitad de la timonera! Podría estar quizás unos cinco minutos más en la cubierta. Traté de decidir qué hacer después de que el agua me barriera. ¿Debería nadar hasta que el cansancio pudiera conmigo, o debería renunciar y terminar la agonía con el primer asalto?
Desde abajo llegaron dos sonidos ahogados. Parecieron disparos. ¿Se había encontrado Benson con algún tipo de resistencia? Para mí aquello significaría muy poco, pues aunque mis hombres pudieran vencer al enemigo, ninguno sabría de mi situación hasta que ya fuera demasiado tarde para rescatarme. La parte superior de la timonera estaba ya cubierta. Me agarré al mástil del telégrafo, mientras las grandes olas saltaban y a veces me cubrían por completo.
Supe que el fin estaba cerca y, casi involuntariamente, hice lo que no había hecho desde la infancia: recé. Después de eso me sentí mejor.
Me agarré y esperé, pero el agua no siguió subiendo.
En cambio, retrocedió. Ahora la parte superior de la torreta recibía solo las crestas de las olas más altas; ¡y la pequeña cubierta triangular de abajo se hizo visible! ¿Qué había sucedido dentro? ¿Creía Benson que ya me había eliminado, y emergía por eso, o había sido derrotado junto con sus aliados? El suspense fue más agotador que lo que yo había soportado mientras esperaba el desenlace. Al instante la cubierta principal quedó a vista, y entonces la torreta se abrió detrás de mí, y me volví y vi el ansioso rostro de Bradley. Una expresión de alivio se dibujó en sus rasgos.
—¡Gracias a Dios, hombre! -fue todo lo que dijo, mientras extendía la mano y me arrastraba hasta la torre. Me sentía helado y aturdido y agotado.
Unos pocos minutos más y habría sido mi final, estoy seguro, pero el calor del interior del submarino ayudó a revivirme, auxiliado e impulsado por el brandy que Bradley me hizo tragar y que casi me quema la garganta. Ese brandy habría revivido a un cadáver.
Cuando bajé al puente, vi a los alemanes en fila, encañonados por un par de mis hombres. Von Schoenvorts estaba entre ellos. En el suelo yacía Benson, gimiendo, y más allá se encontraba de pie la muchacha, con un revólver en la mano. Miré en derredor, atónito.
—¿Qué ha pasado aquí abajo? -pregunté-. ¡Díganmelo!
—Ya ve el resultado, señor -respondió Bradley-. Podría haber sido muy distinto si no fuera por la señorita La Rué. Todos estábamos dormidos. Benson había relevado la primera guardia de la noche, no había nadie para vigilarlo… nadie más que la señorita La Rué. Sintió que el barco se sumergía y salió de su camarote para investigar. Justo a tiempo para ver a Benson en los timones de inmersión. Cuando él la vio, alzó su pistola y le disparó, pero falló y ella le disparó… y no falló. Los dos disparos despertaron a todo el mundo, y como nuestros hombres estaban armados, el resultado fue inevitable como puede ver; pero habría sido muy diferente de no ser por la señorita La Rué. Fue ella quien cerró los tanques y nos alertó a Olson y a mí, para que pusiéramos en marcha las bombas para vaciarlos.
¡Y yo que había llegado a pensar que con sus maquinaciones me había atraído a cubierta y a la muerte! Me habría puesto de rodillas para pedirle perdón, o al menos lo habría hecho si no hubiera sido anglosajón. Sólo pude quitarme la gorra empapada e inclinar la cabeza y murmurar mi agradecimiento. Ella no respondió: solamente se dio la vuelta y regresó rápidamente a su camarote. ¿Pude oír bien? ¿Fue realmente un sollozo lo que llegó flotando por el estrecho pasillo del U-33?
Benson murió esa noche. Permaneció desafiante casi hasta el final, pero justo antes de morir, me mandó llamar, y me incliné junto a él para oír sus débiles susurros.
—Lo hice solo -dijo-. Lo hice porque los odio… odio a todos los de su clase. Me expulsaron de su muelle en Santa Mónica. Me expulsaron de California. Soy sindicalista. Me convertí en agente alemán… no porque me gustaran, pues también los odio, sino porque quería hacer daño a los americanos, a quienes odio aún más. Lancé el aparato transmisor por la borda. Destruí el cronómetro y el sextante. Ideé un plan para desviar la brújula a mi antojo. Le dije a Wilson que había visto a la muchacha hablar con von Schoenvorts, e hice creer al pobre diablo que la había visto haciendo lo mismo. Lo siento… siento que mis planes fracasaran. Los odio.
Sobrevivió media hora. No volvió a hablar en voz alta, pero unos pocos segundos antes de ir a reunirse con su Hacedor, sus labios se movieron en un débil susurro. Y cuando me acerqué para captar sus palabras, ¿qué creen que oí?
—Ahora… me… voy a… dormir.
Eso fue todo. Benson había muerto. Lanzamos su cuerpo por la borda.
El viento de esa noche provocó un tiempo muy desapacible con un montón de nubes negras que duraron varios días. No sabíamos qué rumbo habíamos seguido, y no había manera de averiguarlo, ya que no podíamos seguir fiándonos de la brújula, pues no sabíamos qué le había hecho Benson. En resumen, navegamos sin rumbo hasta que volvió a salir el sol. Nunca olvidaré ese día ni sus sorpresas. Dedujimos, o más bien intuimos, que estábamos en algún lugar en aguas de Perú. El viento, que había estado soplando con fuerza desde levante, viró de pronto a sur, y poco después sentimos frío.
—¡Perú! -rezongó Olson-. ¿Cuándo ha habido icebergs cerca de Perú?
¡Icebergs!
—¡De icebergs nada! -exclamó uno de los ingleses-. Venga ya, hombre, no los hay al norte del meridiano catorce en estas aguas.
—Entonces -replicó Olson-, estamos al sur del catorce.
Pensamos que estaba loco, pero no lo estaba, y esa tarde avistamos un gran iceberg al sur, y eso que nos habíamos estado dirigiendo al norte durante días, según creíamos. Puedo decirles que nos sentimos muy desanimados, pero sentimos un leve destello de esperanza cuando a primeras horas de la mañana siguiente el vigía gritó por la escotilla abierta:
—¡Tierra! ¡Tierra a oeste noroeste!
Creo que todos nos sentimos enfermos al avistar tierra. Sé que ese fue mi caso, pero mi interés se disipó rápidamente por la súbita enfermedad de tres de los alemanes. Casi de manera simultánea comenzaron a vomitar. No pudieron sugerir ninguna explicación. Les pregunté qué habían comido, y descubrí que no habían comido más que la comida que comíamos todos.
—¿Habéis bebido algo? -pregunté, pues sabía que a bordo había licor, y medicinas en el mismo armario.
—Sólo agua -gimió uno de ellos-. Todos bebimos agua juntos esta mañana. Abrimos un tanque nuevo. Tal vez fue el agua.
Di comienzo a una investigación que reveló algo terrible: alguien, probablemente Benson, había envenenado toda el agua potable del barco. Pero podría haber sido peor, si no hubiera habido tierra a la vista. La visión de tierra nos llenó de renovadas esperanzas.
Nuestro rumbo había sido alterado, y nos acercábamos rápidamente hacia lo que parecía ser un macizo rocoso donde unos acantilados se alzaban perpendicularmente del mar, hasta perderse en la bruma que nos rodeaba mientras nos acercábamos. La tierra que teníamos delante podría haber sido un continente, tan poderosa parecía la costa; sin embargo sabíamos que debíamos estar a miles de kilómetros de las tierras más cercanas, Nueva Zelanda o Australia.
Calculamos nuestra situación con nuestros burdos e inadecuados instrumentos; estudiamos los mapas, nos devanamos los sesos, y por fin fue Bradley quien sugirió una solución. Estaba en la timonera observando la brújula, sobre la cual llamó mi atención. La aguja apuntaba directamente hacia tierra. Bradley giró el timón a estribor. Noté que el U-33 respondía, y sin embargo la flecha seguía apuntando hacia los distantes arrecifes.
—¿Qué conclusión sacas? -le pregunté.
—¿Ha oído hablar alguna vez de Caproni?
—¿No fue un navegante italiano?
—Sí, siguió a Cook hacia 1721. Apenas lo mencionan los historiadores contemporáneos suyos: probablemente porque se metió en líos a su regreso a Italia. Se puso de moda despreciar sus descubrimientos, pero recuerdo haber leído una de sus obras, la única creo, donde describe un nuevo continente en los mares del sur, un continente compuesto de «un extraño metal» que atraía la brújula; una costa rocosa, inhospitalaria, sin playa ni bahías, que se extendía durante cientos de millas. No pudo desembarcar, ni vio signos de vida en los días en que circunnavegó la costa. Llamó al lugar Caprona y se marchó. Creo, señor, que lo que estamos contemplando es la costa de Caprona, inexplorada y olvidada durante doscientos años.
—Si tienes razón, eso podría explicar parte de la desviación de la brújula durante los dos últimos días -sugerí-. Caprona nos ha estado atrayendo a sus mortales rocas. Bien, aceptaremos su desafío. Desembarcaremos en Caprona. A lo largo de ese extenso frente debe de haber algún punto vulnerable. Lo encontraremos, Bradley, pues nos vemos obligados a ello. Tenemos que encontrar agua en Caprona, o moriremos.
* * *
Y así nos aproximamos a la costa en la que nunca se había posado ningún ojo vivo. Los altos acantilados se alzaban de las profundidades del océano, veteados de líquenes y mohos marrones y azules y verdes y el verdigrís del cobre, y por todas partes el ocre rojizo de las piritas de hierro. Las cimas de los acantilados, aunque entrecortadas, eran de una altura uniforme como para sugerir los límites de una gran altiplanicie, y de vez en cuando veíamos atisbos de verdor en lo alto del escarpado rocoso, como si arbustos o jungla hubieran sido empujados por una lujuriosa vegetación de tierra adentro para indicar a un mundo invisible que Caprona vivía y disfrutaba de la vida más allá de su austera y repelente costa.
Pero las metáforas, por poéticas que sean, nunca han saciado una garganta seca. Para disfrutar de las románticas sugerencias de Caprona teníamos que tener agua, y por eso nos acercamos, sondeando siempre, y bordeamos la costa. Por cerca que nos atrevíamos a navegar, encontramos profundidades insondables, y siempre la misma costa irregular de acantilados pelados. A medida que la oscuridad se fue volviendo más amenazante, nos retiramos y anclamos mar adentro esa noche. Todavía no habíamos empezado a sufrir realmente por la falta de agua, pero yo sabía bien que no pasaría mucho tiempo hasta que lo hiciéramos, y por eso con las primeras luces del alba me puse de nuevo en marcha y emprendí una vez más la desesperada exploración de la impresionante costa.
Hacia mediodía descubrimos una playa, la primera que veíamos. Era una estrecha franja de arena en la base de una parte del acantilado que parecía más bajo de los que habíamos oteado con anterioridad. En su pie, medio enterrados en la arena, había grandes peñascos, muda evidencia de que en eras remotas alguna poderosa fuerza natural había desmoronado la barrera de Caprona en este punto. Fue Bradley quien llamó primero nuestra atención hacia un extraño objeto que yacía entre los peñascos sobre las olas.
—Parece un hombre -dijo, y me pasó su catalejo.
Miré larga y cuidadosamente y podría haber jurado que la cosa que veía era la figura tendida de un hombre. La señorita La Rué estaba en cubierta con nosotros. Me di la vuelta y le pedí que bajara. Sin decir una palabra, ella hizo lo que le ordenaba. Entonces me desnudé, y al hacerlo Nobs me miró, intrigado. En casa estaba acostumbrado a nadar conmigo, y evidentemente no lo había olvidado.
—¿Qué va a hacer, señor? -preguntó Olson.
—Voy a ver qué es esa cosa de la orilla -repliqué-. Si es un hombre, eso significa que Caprona está habitado, o puede que sólo signifique que otros pobres diablos naufragaron aquí. Por las ropas, podría decir que se acerca más a la verdad.
—¿Y los tiburones? -preguntó Olson-. Sin duda debería llevar un cuchillo.
—Tome, señor -exclamó uno de los hombres.
Me ofreció una hoja larga y delgada, que podría llevar entre los dientes, y por eso la acepté alegremente.
—No se alejen -le dije a Bradley, y entonces me zambullí y nadé hacia la estrecha orilla. Hubo otra salpicadura de agua justo detrás de mí, y al volver la cabeza vi al fiel y viejo Nobs nadando valientemente tras mi estela.
El oleaje no era fuerte, y no había corrientes subacuáticas, así que llegamos a la orilla fácilmente, y arribamos sin más problemas. La playa estaba compuesta sobre todo de pequeñas piedras gastadas por la acción del agua. Había poca arena, aunque desde la cubierta del U-33 la playa había parecido ser toda de arena, y no vi ninguna evidencia de moluscos o crustáceos como son comunes en todas las playas que he conocido. Lo atribuyo a la pequeñez de la playa, a la enorme profundidad de las aguas que la rodean y la gran distancia a la que está Caprona de su vecino más cercano.