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Authors: Elaine Cunningham

Tags: #fantasía

La Venganza Elfa (12 page)

BOOK: La Venganza Elfa
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—¿Por qué me sigues? —le preguntó.

El hombre se pasó la lengua por los labios, nervioso.

—Te vi en la posada. Entonces saliste sola y yo pensé... ya sabes.

—La dama no está sola —intervino Danilo Thann con altivez—. Desde luego que no. Está conmigo.

—No te metas en esto —masculló la dama en cuestión. El joven noble la complació al punto, retrocediendo un paso y alzando las manos.

—¿Me has seguido desde que salí de la posada? ¿Antes no? —Arilyn no creía que aquel rufián fuese su misteriosa sombra, pero tenía que estar segura. El hombre vaciló una fracción de segundo de más antes de responder.

—No, sólo desde la posada. No te había visto nunca antes.

Arilyn deslizó la daga por el cuello del hombre siguiendo la línea de la mandíbula, arrancándole una buena parte de su barba oscura de tres días y también un poco de piel.

—No sé si creerte. ¿Para quién trabajas?

—Para Harvid Beornigarth. El hombre de las trenzas rubias.

—¿Para nadie más?

—¡No!

Pese a la mirada culpable y furtiva que veía en los ojos del hombre, Arilyn se sentía inclinada a creerlo. No era un astuto asesino. Justo cuando empezaba a relajar la presión que ejercía con la daga un leve destello dorado le llamó la atención. La mano que tenía libre voló hacia la bolsa que el hombre llevaba atada alrededor de la cintura, de la que sacó una caja de rapé dorada con una sinuosa runa grabada en la tapa. Era una runa muy familiar. Arilyn contuvo la respiración.

—¿De dónde la has sacado? —inquirió en tono áspero, acercando la caja a la faz del hombre. La runa grabada era el símbolo de la maga Perendra de Aguas Profundas, una de las primeras víctimas del asesino de Arpistas.

El pánico se adueñó del hombre, que lanzaba rápidas miradas en todas direcciones como si buscara el modo de escapar.

—De Aguas Profundas —graznó—. La compré en Aguas Profundas.

—Eso ya lo sé. Quiero saber más.

—Me la vendió un elfo. En Aguas Profundas. No sé más, lo juro.

—¿Y cómo se llama ese elfo?

—¡No por favor! —Gotas de sudor le corrían por la cara—. Si te lo digo, me matará.

—Y si no lo haces, seré yo quien te mate.

—La vida nos obliga a tomar decisiones muy difíciles —comentó Danilo Thann a sus espaldas. Arilyn se sobresaltó.

—¿Aún sigues ahí? —le espetó, mirando brevemente por encima del hombro. El joven aristócrata estaba tranquilamente apoyado en un árbol con los brazos cruzados.

—Pues claro —replicó—. Es peligroso andar por aquí. ¿Quién sabe? Podría haber más hombres acechando.

—No necesito protección —declaró la semielfa enérgicamente.

—A eso quería llegar. Si no te importa, preferiría quedarme al lado de una dama que maneja tan bien una daga.

—Haz lo que quieras. —Arilyn centró de nuevo toda su atención en el hombre que mantenía cautivo—. ¿Cómo se llama ese elfo?

—¡No puedo decirlo! —exclamó el hombre, desesperado. La daga volvió a deslizarse de nuevo bajo su mandíbula—. ¡De acuerdo! De acuerdo.

—¿Y bien?

—Se llama... —La voz del rufián se apagó como si lo hubieran estrangulado.

Arilyn bajó la daga lentamente, contemplando incrédulamente el rostro ennegrecido del hombre y la lengua que le salía de la boca. Retrocedió, incapaz de apartar los ojos de aquella cara horriblemente distorsionada. El hombre emitió un débil y áspero gorgoteo antes de que su espalda se deslizara por el tronco y cayera al suelo sin vida.

—¡Que Mystra me proteja! —exclamó Danilo Thann—. ¡Lo has matado!

6

Arilyn giró sobre sus talones para encararse con el horrorizado aristócrata y se defendió:

—Yo no he sido.

—Bueno, yo sí que no he sido —replicó él—. Quizá no sepa mucho, pero reconozco a un muerto cuando lo veo. Y él lo está. ¿Cómo lo explicas?

—No puedo hacerlo.

—Yo tampoco. Será mejor que volvamos a la posada y avisemos a las autoridades. Que encuentren ellas una explicación.

—¡No!

La vehemencia de la mujer sorprendió al joven dandi.

—Si no lo mataste tú, ¿de qué te preocupas? —preguntó muy razonablemente.

«De un montón de cosas», pensó Arilyn. Lo último que necesitaba ahora era dejar una muerte más en su camino. Su pasado invitaba a las especulaciones, y más pronto o más tarde alguien sumaría dos más dos y la acusarían a ella de ser la asesina de los Arpistas. Ese día parecía próximo, pues la noticia de la muerte de Rafe se estaba divulgando con demasiada rapidez. Si Kymil ya lo sabía era posible que las autoridades de Evereska también estuvieran al tanto del asesinato del joven Arpista.

—Vamos —dijo la semielfa bruscamente. Se metió la caja de rapé en una manga y se dirigió a los establos caminando a buen paso. El joven noble la siguió.

—¿Adónde vamos?

—A los establos.

—¿Oh? ¿Y para qué, si no es molestia?

Arilyn no estaba de humor para bromas. Mientras se colgaba del brazo de Danilo le clavó la punta de la daga en un costado. La hoja atravesó la túnica de seda, pero el mentecato seguía ofreciendo una expresión ligeramente divertida.

—Por favor, ten cuidado con la seda —la amonestó.

Arilyn contempló la leve sonrisa del joven y se preguntó si no sería un simplón.

—Tú te vienes conmigo.

—Vale —dijo el joven con total tranquilidad, e hizo una pausa mientras Arilyn abría de par en par la puerta del establo.

—Tú sigue andando —le espetó la joven, irritada, empujándolo dentro.

—Oye, oye —dijo él enfurruñado—. No te pases. Créeme, soy una víctima voluntaria —añadió, mirándola y sonriendo.

La calma con la que aceptaba la situación desconcertó momentáneamente a Arilyn. Danilo se sonrió ante la perplejidad que se pintaba en la faz de la mujer.

—No te muestres tan sorprendida, querida mía. Debo admitir que lo de la daga es nuevo, pero no eres la primera mujer dispuesta a todo para gozar de mi compañía.

—Hemos venido por caballos, no en busca de una pila de heno —resopló Arilyn.

Danilo ladeó la cabeza y consideró las posibilidades.

—Vaya, vaya... Qué imaginación...

Exasperada, Arilyn apretó los dientes con fuerza, soltó el brazo del joven y abrió de golpe la puerta de la primera cuadra. Dos yeguas zainas de huesos finos y llenas de energía echaron la cabeza hacia atrás y relincharon. Parecían estar en buenas condiciones y, lo más importante, ser rápidas.

—Éstos servirán —anunció Arilyn.

—Apuesto a que sí —murmuró él.

La semielfa se guardó de nuevo la daga en el cinturón, bajó de un gancho una silla finamente trabajada y se la tendió bruscamente a Danilo, diciendo:

—Supongo que sabes cabalgar.

—¡Por favor! —protestó el noble, cogiendo la silla—. Tus palabras me hieren.

—Vigila que sean sólo mis palabras.

Danilo suspiró y sacudió la cabeza.

—Ya veo que seré yo quien tendré que crear el ambiente adecuado para este paseo a caballo a la luz de la luna.

Ya era hora de convencer a aquel idiota con la sonrisa siempre en los labios de que la cosa iba en serio. Con un grácil movimiento, Arilyn desenvainó la daga y se la arrojó. El arma atravesó el sombrero de Danilo y fue a clavarse en el poste de madera que tenía detrás. La semielfa pasó tranquilamente por su lado, desclavó la daga y el sombrero del poste y le devolvió el sombrero con gesto brusco. El joven aristócrata metió incrédulamente un dedo en el agujero del sombrero.

—¡Caray! Era nuevo —protestó.

—Considera la alternativa —apuntó la semielfa con macabro humor—. Vamos, ensilla el caballo.

Con un profundo suspiro, el dandi se encasquetó el sombrero mutilado e hizo lo que la mujer le decía. Lo cierto es que fue bastante rápido. Arilyn vigilaba la puerta del establo, pero no detectó ningún sonido ni movimiento. Quizás había logrado deshacerse de su sombra.

Después de años de detenerse en A Medio Camino Arilyn conocía todos sus secretos. El establo daba por delante a una calle concurrida y bien iluminada, pero en la parte de atrás había una puerta que los conduciría directamente a un sendero arbolado que los llevaría hacia el norte, por el bosque. La semielfa había usado aquella salida en más de una ocasión. Cuando las dos yeguas estuvieron ensilladas, hizo una seña a Danilo Thann para que la siguiera. Éste condujo su caballo tras ella sin protestar.

Mientras se dirigía hacia afuera, Arilyn se detuvo en la cuadra que ocupaba su caballo. La semielfa recogió sus alforjas y contempló por un momento su yegua gris con mirada nostálgica. Le dolía dejarla atrás, pero la yegua estaba agotada. Arilyn sacó un trozo de pergamino de las alforjas y garabateó una nota dirigida a Myrin Lanza de Plata en la que le pedía que cuidara del caballo y que pagara al dueño el precio de las dos yeguas zainas. El posadero había realizado una transacción idéntica en otra ocasión, por lo que podía confiar en que Arilyn le pagaría a su vuelta. La suya era una extraña amistad, pero la aventurera sabía que podía fiarse de él. Después de meter la nota entre dos tablas de la pared —donde el mozo de cuadras la encontraría— Arilyn palmeó a su caballo para despedirse.

Al dar media vuelta para marcharse, la aventurera miró a Danilo. Éste tenía una expresión compasiva que la irritó. Muchos asesinos trataban con ternura a sus caballos, así que ¿por qué ese idiota la miraba como si fuera una madre a la que se le cayera la baba con su bebé?

—Vamos —ordenó. Después de conducir a su yegua prestada fuera del establo y ponerla en el sendero, se remangó sus largas y vaporosas faldas y montó. Al llegar a la linde del bosque se sacó un cuchillo de la bota y lo levantó para que Danilo lo viera.

—Si tratas de escapar, te atravesaré el corazón con este cuchillo antes de que tu caballo se aleje diez pasos.

Danilo sonrió y levantó las manos en gesto de rendición.

—Nunca se me ocurriría escaparme. Y ahora que ya has captado toda mi atención, me muero de ganas por averiguar de qué va todo esto. ¡Qué historia podré contar cuando vuelva a casa! Nos dirigimos a Aguas Profundas, ¿verdad? Quiero decir, al final del viaje. Imagínate, tendré tema de conversación durante todo un mes...

Por suerte, el viento se llevó sus palabras. Arilyn dio un manotazo a la grupa del caballo, y éste se lanzó al galope.

Cabalgaban deprisa y a Arilyn le parecía que nadie los seguía. Oscuras nubes desfilaban veloces por el cielo, y los árboles se inclinaban y retorcían por efecto del viento, que cada vez soplaba con más fuerza. Finalmente estalló la tormenta, y los jinetes tuvieron que seguir adelante bajo el aguacero. Arilyn casi se alegraba, pues el mal tiempo y, sobre todo, el viento impedían que su charlatán rehén pudiera hablar. La situación empeoró cuando salieron del amparo del bosque. Arilyn incitó al caballo a seguir el río Sinuoso, cuyas aguas bajaban a gran velocidad. En el tramo inferior había una cabaña donde podrían refugiarse.

Finalmente divisó la casa, semejante a un pequeño granero, y espoleó al caballo para que fuera en aquella dirección. Al llegar desmontó y levantó la barra que sujetaba la puerta doble. Una ráfaga de viento abrió ambas hojas hacia dentro, y los viajeros entraron con sus monturas. Para cerrar las puertas Arilyn tuvo que empujar haciendo fuerza, luchando contra el viento. Finalmente lo consiguió y corrió el pestillo interior.

Danilo la miraba con las manos en los bolsillos, ajeno a las dificultades de Arilyn con la puerta. La aventurera se sintió irritada hasta que recordó que, probablemente, el humano no era capaz de ver en la oscuridad de la cabaña.

—¿Dónde estamos? —quiso saber Danilo.

—En una cabaña perteneciente a un monasterio donde se entrenan los sacerdotes de Torm.

—Oh. ¿No les importará que la usemos?

—No. Los estudiantes mantienen esta cabaña en condiciones para que sirva de refugio a los viajeros. Podemos depositar una ofrenda a Torm en esa gran caja de piedra que hay ahí.

—¿Dónde? No veo ni torta. Esto está tan negro como los calzoncillos de Cyric.

—Cierto. —Arilyn sacó un pedernal de las alforjas y encendió una pequeña lámpara sujeta a la pared para disipar un poco la oscuridad. La parpadeante luz reveló una habitación amplia y cuadrada, dividida para acomodar a viajeros y sus monturas. Los únicos lujos eran un suelo de madera, unas balas de polvoriento heno para los caballos y tres bancos situados delante de una tosca chimenea.

—Hogar, dulce hogar —comentó Danilo en tono jocoso—, siempre y cuando uno viva en una cueva.

—Ocúpate de los caballos y después cenaremos —replicó Arilyn distraídamente, más preocupada por los detalles prácticos de su viaje que por las opiniones del petimetre acerca del alojamiento. En las alforjas le quedaban algunas galletas secas y bizcochos que para esa noche bastarían, pero mañana tendría que cazar algo.

Mientras Danilo tropezaba en la penumbra atendiendo a los caballos, Arilyn se despojó con alivio del disfraz de cortesana de Sembia apelando a la hoja de luna. Primero retiró los rizos oscuros y morenos detrás de las orejas, cogió un trozo de lino y se restregó la cara para limpiarse los cosméticos. Finalmente se quitó las lentillas verdes de los ojos y las guardó de nuevo en la bolsa de disfraces. Luego, sintiéndose otra vez ella misma, improvisó dos jergones con un poco de heno de una bala. Entonces cogió una de sus alforjas y se dejó caer en el lecho, y allí rebuscó en el interior en busca de comida.

—Bueno, ya tenemos a dos caballos contentos —anunció Danilo al reunirse con ella—. Por cómo se han lanzado hacia el heno, la verdad, daban ganas de comerlo.

Sin decir ni media palabra Arilyn ofreció a Danilo una ración de carne seca y galletas duras. El joven cogió la comida, la olió y se la acercó a los ojos para examinarla.

—Y esto también da ganas de comer heno. —Pese a sus palabras dio un buen mordisco a la carne y masticó con ganas—. Caray, qué dura está —comentó en tono jovial. Después de dar otro mordisco, sacó una petaca de la bolsa que llevaba colgada del cinturón y echó un largo trago. Después se la ofreció a Arilyn, pero ésta sacudió la cabeza. Danilo se encogió de hombros y bebió de nuevo.

»¿Hay alguna forma de tener más luz aquí? —preguntó—. Apenas puedo verme la mano cuando la pongo delante de la cara.

—Mientras sepas dónde está, ¿por qué preocuparse?

—Bueno, supongo que no hay más que hablar sobre ese tema —replicó Danilo con un toque de humor—. ¿Qué tal si hablamos de otra cosa?

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