La vida exagerada de Martín Romaña (13 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Relato, #Humor

BOOK: La vida exagerada de Martín Romaña
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Una escapadita, nadie se enteraría. Pero ya por Elizondo, empecé a preocuparme. El ómnibus que había tomado en Pamplona era menos ómnibus que el que había tomado para llegar a Pamplona, y ahora resulta que para llegar a Vera umbilical había que cambiar en Elizondo y tomar un ómnibus que nadie de mi familia en Lima, ni siquiera yo, había tomado jamás. Era más o menos el ómnibus que yo hubiese tomado con Begoñita, la ventera, cuando el asunto de mi deshederación. Bueno, lo tomé sin Begoñita, y extrañando como una bestia a Inés. Me faltaban sus consejos. La sonrisa con que se cagaba de risa del asunto Romaña. Pero, en fin, qué podía yo lejos de ella más que seguir en estado de nacimiento e irme de cabeza a la incursión histórica ante esa tumba. Me iba a hurgar en los testamentos que poseía por aquel entonces el escribano Lorenzo Hualde y que se transcriben en el expediente, me adentraba en la vida y milagros de la estirpe propietaria de las casas de Romaña, Arocena y Agramontea. Íntegra testó siempre esa estirpe sin dejar deudas, desde los abuelos del caballero, allá por 1643, cuando ardía Europa por los cuatro costados en la terrible guerra llamada de los Treinta Años. Como ellos, Martín Romaña, no dejes jamás deudas. Muérete sin deudas, Martín Romaña. Así, por ejemplo, el Caballero de Santiago escribió en su testamento: «No me acuerdo deber a nadie cosa alguna. Y sin embargo, quiero sea creído y pagado, si alguno pareciere pretendiendo qué haber en mí, hasta dos reales (que por aquel entonces eran mucha plata, Martín Romaña); y de ahí en arriba, mostrando papeles e instrumentos». En cambio a él le adeudaban algunas cantidades, como sucede siempre con los caballeros, Martín Romaña. Y desde entonces, de nacimiento, todos hemos testado señalando muy claramente: «No me acuerdo deber a nadie cosa alguna», Martín Romaña. Hasta tu pobre tío Joaquincito: no bien vio que se le venía encima el tranvía, gritó: «¡No me acuerdo!». No tuvo tiempo para más, pero todo Lima sabe a qué se refería. Y cuando te mueras, Martín Romaña, no olvides otra frase en tu testamento: «Todo lo dejo a mi mujer, por la mucha confianza que tengo en la dicha mujer». Frase que nos viene de Vera del Bidasoa, también, Martín.

Exhibía con orgullo el haber nacido de descendientes de descendientes de esa villa, todo muy a escondidas de los muchachos del hotel sin baños, allá en París, y continuaba en mi ómnibus begoñense, sin la burla de Inés, y ya empezaba a caer la tarde. Vera del Bidasoa fue, desde que nací, y me imagino que también desde que lo contó el famoso Martín de Romaña que se fue al Perú, una de las cinco villas privilegiadas. Nadie me había explicado de qué cinco villas se trataba, ni cómo ni por qué, pero lo cierto es que Vera del Bidasoa no pechaba (mi abuela paterna aún empleaba esta palabra, aunque sospecho que ignoraba ya su significado), ni pagaba servicio ordinario al rey, por ser todos sus hijos hijosdalgos. Y nadie alcanzaba vecindad ni cargos públicos en la villa si no era hijodalgo notorio de sangre por los cuatro costados. Me lo sé de paporreta, lo llevo en el ombligo: «Imbuidos de este culto a la clase y a la raza, los veratarras (habitantes de Vera del Bidasoa) abonaron la hidalguía de la familia Romaña-Tellechea, diciendo que se hallaba sin la menor nota o mala voz de raza infecta y mancha de sangre. Como prueba definitiva, el escribano Hualde acudió al Libro de Elecciones de la República de la Villa de Vera, mamotreto de 2153 folios conservado entonces y que abarcaba los años 1570-1703. Y los familiares de Don José María, Caballero de la Orden de Santiago, aparecían entre los dos elegidos para los cargos públicos, desde siempre. Así, en 1619, según fe del escribano Juan de Zicardía, salió electo Juan de Tellechea, padre del abuelo de Don Martín, para el cargo de Almirante añal de la Villa, entre otros tres notables hábiles y suficientes y en quien concurren las partes y calidades de hijosdalgo».

A Vera del Bidasoa llegué completamente heredero. Si Begoña quería terminar fornicando con el obispo aquel al que le escribí la carta, eran cosas de Begoña y del obispo, eran cosas de este tiempo, cosas de fornicadores. Yo pertenecía al tiempo de los Romaña, que testaban así y asá, y que cuando no lograban testar, por culpa de algún tranvía, daban medio alarido mortal y ya todo Lima sabía a qué se referían. Ahora, la lástima fue que la carta de tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, no precisara suficientemente los datos. En realidad la carta no precisaba nada, y no sé qué había sido del pasado glorioso en las frases incoherentes que me había escrito. La leí nuevamente al bajar del ómnibus, en un pueblo que ni papá ni mi abuelo ni nadie me lo había dicho nunca. Bueno, tal vez era yo el que no entendía bien las cosas, ya los señores del pueblo leerían, entenderían, me aclararían, ya terminaría yo en alguna gran casa solariega e invitado a una gran cacería. Sin Begoñas ni ocho cuartos, esta vez. Señor entre señores.

Pero, por lo pronto, de lo que se trataba ahora, era de conseguir una posada porque empezaba a anochecer y necesitaba recuperar sueño perdido en Pamplona. Pasó una muchacha muy bonita, pero que no podía ser Romaña porque venía conversando con una vaca, y le pregunté por la posada. La posada era ésa. Me lo dijo con una falta de amabilidad… No, definitivamente no era una Romaña. Cualquiera en Lima le contesta a uno mejor. Eso parecía casi París. Bueno, sería una excepción. Pero la excepción continuó en la única posada, porque al peruano descendiente le negaron hospedaje como a bicho raro, casi como a bicho peligroso. Ignorantes, eran gente del pueblo. Felizmente en su carta, tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, me decía que acudiera antes que nada donde el cura del pueblo. Me presenté como un Romaña de Lima, periodista del semanario «Oiga», «El hilo que une al Perú con el mundo», y le entregué como credenciales la carta de mi tía Marisa. Se la leyó, o mejor dicho, me la leyó íntegra, con paciencia de cura viejísimo y aburrido. Estábamos en la sacristía, él con la carta temblándole en las manos y yo mirando con insistencia el diván que podía ser mi salvación.

Mi querido Martín,

Las fotos del álbum donde está la casa de Romaña están demasiado pegadas y no las puedo sacar del álbum. Buscaré por otro lado. He buscado por otro lado, pero no encuentro más fotos. Ya te las mostraré cuando regreses al Perú, pero procura tú sacar algunas también para que tengan tus hermanos y para pegar más en el álbum. José María Romaña. Calle Aragón 316, Barcelona. A ése no lo puedes buscar en Vera del Bidasoa. Es, eso sí, Consejero del Banco de Bilbao. En San Sebastián, preguntar en la Sucursal del Banco de Bilbao, para ver si siempre sigue en Barcelona. Decía siempre tu abuelito que tomaron una vez una copa, en (no me acuerdo en dónde) en su viaje a Europa en 1934. Eso sí, no confundir con el otro José María Romaña, que es muy simpático, pero que no es el pariente. La mujer de nuestro pariente se llama Thais Muñoz de Vigo. No recordamos el título.

Casa de Romaña, la antigua casa de los Romaña, está en Vera del Bidasoa, pero se encuentra en pleno campo, y hay Romañas enterrados en la iglesia de Errazu y algunos en Vitoria, ciudad cercana. Hay tumbas desde 1507, me parece. Algo así dijo tu abuelito. ¿Te acuerdas que el pobrecito se acordó de toda la historia del Caballero de la Orden de Santiago, hasta mientras se moría el pobrecito? Todos la hemos sabido siempre también porque a mí también me la contó tu abuelito, y él la sabía de su papacito. Bueno, en todo caso, eres un muchacho culto y esas cosas las sabes mejor que yo. Sigo a la vuelta, con los parientes. El de Barcelona, Calle Aragón 316, Barcelona, es el pariente, pero puedes preguntar también por él en la Sucursal del Banco de Bilbao, en San Sebastián. En fin, Martincito, no dejes de ir a Vera del Bidasoa, si vas a España. De ahí vienen nuestros parientes. Y antes que nada pregunta por el padre Romaña.

Felizmente el padre era tan viejo que lo entendió todo perfectamente. Peruano, claro, me dijo, por aquí ya han pasado bastantes Romañas en busca de los Romañas de aquí. Siempre los encuentran. Vea usted, en este pueblo todos nos llamamos Romaña. Yo también me llamo Romaña. Es casi como llamarse Pérez en Madrid.

—O en Edimburgo —agregué.

Y él me siguió entendiendo todo, sin necesidad de que yo le explicase que también en Escocia todos mis ancestros se llamaban Pérez. Él también se llamaba Romaña, y la viejita loca que le limpiaba la iglesia se llamaba Romaña, y el del correo, y el de la posada.

—No me quiere dar posada, padre —le dije, mirando con verdadera insistencia el diván.

—Vaya usted de mi parte, y verá como le dan. Y mañana se viene usted por la mañana y lo llevaré a ver tumbas de Romañas. Este pueblo está lleno de tumbas de Romañas. Y cuando pasan los de su país, siempre encuentran algún Romaña pariente. Ya encontrará usted alguna historia para la revista «El Hilo».

Adopté el andar con que mi abuelo era importantísimo en Lima, pero me lo suprimieron alzándome en vilo en el instante en que llegaba verdaderamente un Romaña a la puerta de la posada.

—¡El Chuli! —gritó el mastodonte con boina que me había levantado en peso, cogiéndome por detrás del cuello del saco, de la camisa y de la camiseta.

—¡Ya lo tengo!

Salieron todos los Romañas del pueblo, con sus esposas, hijos y perros, a contemplarme colgando en Vera del Bidasoa a las ocho de la noche, y justo en el momento en que se desataba una de esas tempestades vascas. Quise decir que era un Romaña del Perú, enviado a la posada por el padre Romaña, pero el mastodonte me elevó bruscamente unos diez centímetros más y volvió a gritar ¡El Chuli! y ¡Ya lo tengo!, mientras yo pensaba que tal vez había llegado para mí el momento de gritar: «¡No me acuerdo deber a nadie cosa alguna!». No grité nada, y en cambio me entró una falta de agresividad tal, que ya lindaba en la depresión pura.

Cuando me pusieron en el suelo, quedé enano, y traté de preguntar. Nada, el tipo no me dejaba abrir la boca, el tipo había capturado por fin al Chuli, al cabo de tantos años. Al menos eso es lo que les estaba contando a gritos a los Romaña de Vera del Bidasoa, mientras yo, reaccionando agresivísimo, extraía de mi billetera una tarjeta de visita de esas que usaba en Lima, cuando todavía era un Romaña del Perú.

—Mire, señor —le dije—. Ésta es la mejor prueba que puedo darle de quién soy:

MARTÍN ROMAÑA

VENIDA JAVIER PRADO 762

SAN ISIDRO

LIMA/PERÚ

—¡Igual me mando hacer yo mil! —gritó, pidiéndome mi pasaporte.

—Lo dejé con mi equipaje en casa de una tía, en San Sebastián. Iba a los Sanfermines y tenía miedo de que me lo robaran.

—¡Ya lo decía yo, señores! ¡El Chuli!

—Pero ¿y el acento peruano, señor? No nota usted que…

—¡Igual me pongo yo a hablar como andaluz, hombre!

—Señor, ¿pero no existe una fotografía del Chuli?

—¡Usted es su retrato mismo! ¡Y además ese hijo de puta jamás se dejó retratar por nadie!

—Señor, pero…

—¡Me lo llevo al puesto, señores! ¡Éste es el Chuli! ¡El más grande contrabandista y ladrón en muchos años, señores!

Me llevó al puesto. Cargado. Otra vez en vilo y bajo la lluvia feroz y pensando que no recordaba deberle nada a nadie y en Inés, pobre Inés. Estaba empapado. Ahí todo el mundo estaba empapado, pero la alegría era demasiado grande como para que se dieran cuenta. Alegría y odio. Había caído el famoso Chuli, el contrabandista, el ladrón que los había venido jodiendo durante años.

En el puesto me entró una tembladera de pulmonía mezclada con pavor. En dos papazos me dejaron con el torso tembleque desnudo, y parado ante un escritorio en una habitación sombría y llena de guardias. Afuera, el pueblo, algo así como Fuenteovejuna, todos a una, más los perros ladrando como ladran los perros de noche en los pueblos, el mordisco invisible podía salir de cualquier rincón negro, la primera piedra podía destrozar el vidrio de la ventana, el pueblo deseaba venganza, venganza, esperaba afuera pidiendo venganza, y hasta los niños seguro ya tenían su piedrecita en la mano. Opté por sacar la carta de mi tía Marisa, la que siempre andaba tan distraída, y les rogué que la leyeran con mucha atención. Se la pasaron de mano en mano. Nunca debí habérsela entregado.

—¡Igual me mando hacer yo mil!

—Incurre en todo tipo de contradicciones.

—Éste ha andado operando hasta por Vitoria y Barcelona. Ha andado hasta por el Banco de Bilbao… Aquí lo dice la carta.

—Señores, mi tía…

—¡Igual me mando hacer yo mil!

—Conque mi tía Marisa, ¿no?

—¡Espósenlo y enciérrenlo! Mañana me lo llevo a la cárcel de Pamplona.

Me salvó el Jefe. El Jefe era el cura que llegó preguntando qué pasaba, a pesar de que afuera andaban hace horas gritando casi linchamiento. Realmente entró como si ahí no pasara nada, el Jefe. Yo rogaba que le entrara un poco más de energía al viejito, pero pronto comprendí que por esas tierras hasta los policías son bien católicos y que de él dependía mi suerte. Traté de explicarle, traté de decirle que él conocía mi historia, que les explicara, que con ese acento y esa cara y esa carta y esa tarjeta de visitas, yo era peruano, descendiente del Romaña Caballero de la Orden de Santiago, y periodista de «Oiga».

El curita les dijo que había que lavarse las manos, porque si el error era un error, era un gravísimo error. Lo mejor era lavarse las manos. Yo tenía cara de ser peruano, acento de ser peruano, y siendo peruano podía ser Romaña, y siendo Romaña y peruano, nada impedía que fuera el periodista de la revista «El Hilo». Mejor era que me devolvieran mi ropa y que me dejaran irme esa misma noche, mejor era lavarse las manos.

—Padre, pero no me puedo ir ahora. El primer ómnibus no sale hasta mañana por la mañana.

—¡Nosotros nos lavamos las manos! —gritó el mastodonte con boina. Era un policía de paisano, el hijo de puta, y andaba furioso por haber tenido que ceder ante las explicaciones del cura. El pobre seguro que llevaba años buscando al Chuli.

—Padre, dígales que si quieren duermo aquí esta noche. Ellos me pueden vigilar hasta mañana.

—¡Si nosotros nos lavamos las manos, nos las lavamos esta noche, no mañana! —Otra vez el mastodonte, y lo peor de todo es que los uniformados estaban de acuerdo con él.

—Romaña, es mejor que se vaya usted esta noche —dijo el cura—. Evíteles el problema a estos señores.

—¡Vamos, termine de vestirse y adiós! —El mastodonte me miraba como si me fuera a seguir por el camino.

Salí a la lluvia torrencial y uno de los uniformados me dijo que me había salvado porque ellos no eran de los duros. Ellos eran carabineros, simples guardias de frontera. Acto seguido me explicó que los duros eran los de la Guardia Civil, y que a ésos me los podía encontrar por el camino. En ese caso, de ser yo el Chuli, en el acto y sin vacilaciones.

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