Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Porque hasta en el paraíso hay nubarrones en este mundo de mierda. Yo estuve ahí, o sea que puedo dar fe de ello. En fin, como no recuerdo exactamente si fue la quinta, la sexta, o la séptima vez de los dos en la camota, diré simplemente que, como en la canción, amanecí otra vez entre sus brazos. Y que también yo quería decirle no sé qué cosas, y que también Inés calló mi boca. Pero en este caso no fue precisamente con sus besos.
[1]
—Tu padre fue un ladrón de plusvalías. Lo dice Marx. Y también lo fueron tu abuelo, tu bisabuelo y tu tatarabuelo.
Francamente me dolió. Que mi bisabuelo y mi tatarabuelo fueran ladrones de plusvalías, de acuerdo. Nunca los conocí, y aunque hubiesen sido asaltantes de caminos, qué diablos. Pero yo a mi abuelo lo quise muchísimo, y mi padre acababa de morir. No, no era justo. Era,
además
, una falta de elegancia, bueno, para qué decir elegancia, de delicadeza. Ah, ese
además
de mierda. Me ha andado jodiendo mucho por la vida. Y pensar, como pensé yo en ese momento, que Inés en Lima gozaba con mi manera de ser, que no mucho tiempo atrás, cuando llegó a París, lo primero que hizo fue comprarme un par de tirantes para que no se me siguieran cayendo los pantalones de mi nueva vida de futuro escritor. No, no era justo.
—Inés, ya sé que hace cosa de una semana que dejaste de creer en el abate Pierre y en el cielo. Pero te aseguro que si todavía hay cielo, mi padre y mi abuelo se fueron derechito de la cama al cielo, con plusvalía y todo.
Uyuyuy, cómo le falló el humor. Se puso furiosa entre mis brazos recién amanecidos, entre todas las cosas que yo hubiera querido decirle. Porque tampoco yo era muy pelotudo que digamos, y en los labios tenía las palabras para decirle que, después de todo, hasta su llegada al cuartito, yo había andado durmiendo en un costal sin plusvalía alguna, que las sabanitas burguesas esas eran cosas de ella, que yo con mi familia mucho cariño sí, al menos con los que conocí, que qué puede haber de más humano, aunque me hubiesen dejado psicoanalizable para toda la vida, acuérdate de Acapulco, Inés: Honrar padre y madre, y yo los honraba, y en lo restante nada tenía que ver con ellos. ¿Acaso ella no me había encontrado, casi como en el tango, costal abajo en mi rodada, cuando entró con su sospechoso economista brasileño al cuartito donde me había asumido a mí mismo sin un cobre y con frío, tal como lo soñamos cuando nos soñamos juntos en París, en Lima? Pensé todo esto, pero sólo le dije que en la camota también había sitio para Karl Marx.
Inés era una persona muy profunda. Era terca como una mula pero tenía la milagrosa cualidad de oír hasta cuando ensordecía, un poquito a la larga eso sí, pero es cierto que oía a la larga hasta cuando no le convenía. Y era, otra vez, tan profunda, que con ella nunca se sabía cuántas procesiones iban por dentro. En fin, no sé qué aparato se metió para la sordera aquella mañana, pero lo cierto es que aceptó mi propuesta: ella, yo, y Karl Marx en la camota. Lo malo es que con el tiempo este orden se alteró, y yo pasé al tercer lugar, ella al segundo, y Karl Marx al primero. Con tendencia a apropiarse de toda la camota, además. Una mañana, incluso, el muy aguafiestas del alemán me dijo que me dejara ya de hablar tanto de mi costal, que no había nada tan fácil y tan falsamente sobrecogedor como dormir en un costal cuando se había estado acostumbrado a dormir en sábanas de oro. Mi miseria era falsa, mi miseria me la había inventado yo. Bastaría con que se volviese verdadera un día para que mi mamacita mandase un avión hasta la puerta del cuartito, de las orejas regresaría al redil. Ovejita negra. No merecía ni siquiera el nombre de oveja negra. Ovejita y punto.
—Oye, viejo cojudo, ¿y la plusvalía que me están sacando en el colegio donde trabajo? No me declaran al fisco, no me encienden Ja calefacción, no me puedo enfermar porque no me pagan, no tengo seguridad social, no me dejan ir a pie cuando hay huelga de metro para no pagarme, no me pagan los feriados, no me pagan las vacaciones, casi no queda nada que pagarme a fin de mes y además me lo pagan con retraso y a poquitos.
—Romántico.
—Escritor, y a mucha honra.
—Poeta.
—Narrador, para que sepas. En mi vida logré escribir un buen poema. Ni siquiera para aterrorizar a mi padre, cuando le dio porque fuese abogado. Poeta fuiste tú en tu juventud, Marx. Ya ves que estoy enterado…
—Sigue estudiando, muchacho, sigue estudiando.
Casi le pregunto si la beca con que Inés vivía tan cómodamente, y levantándose entre las diez y las doce de la mañana, traía su plusvalía también. Pero esas preguntas sólo vinieron tiempo después, y no tienen por qué entrar en un capítulo titulado
Un rincón cerca del cielo
. Por más nubarrones que haya en el paraíso.
Inés sólo subía al cuartito para las horas de paraíso. Para el asunto de las comodidades, seguía viviendo en su residencia estudiantil del Boulevard Saint-Michael. Allí tenía todo lo que le faltaba en el cuartito, o sea de todo. Era lógico, pues, que no se abandonara por completo a mi suerte, aunque ello le impidió conocer más sobre ese techo y sus gentes. Había mucho que ver y aprender en esos veinticuatro cuartitos instalados sobre las cuatro alas del edificio, al pie de un corredor que le daba íntegramente la vuelta, con su barandita para que miráramos abajo, con atracción al vacío, el patio interior que se atravesaba para llegar a nuestra escalera de caracol. En realidad, Inés nunca frecuentó lo suficiente a ese personaje tan diferente a Karl Marx, según se decidiría luego, que también apareció aquel otoño del 66. Apareció ya sobre el techo, y en su cuartito. Inolvidable Enrique Álvarez de Manzaneda, cuánto te quise, y qué líos los que me trajiste con medio mundo. Y sin embargo, Enrique, me pasaré la vida pidiéndote perdón por algo que nunca te hice, por algo que nunca te quise hacer, en cualquier caso. Y, después, haber llegado tarde a tu muerte… Pero, en fin, recién estoy en el comienzo de muchas cosas, y empecemos por ahí.
Apareció una noche, ya en el techo y ya muy bien instalado sin que nadie lo hubiera visto nunca llegar, y además, ya había vivido antes ahí. Ésta era la segunda vez. Años atrás había pasado una temporada en París y ahora, por cosas de porteras bien empropinadas, había logrado instalarse nuevamente en la misma dirección. Lo malo es que esta vez la temporada en París podía ser mucho más larga porque lo habían expulsado de España. Bueno, en realidad, no lo habían expulsado sino que él había decidido abandonar España hasta que en los archivos franquistas se empolvara su expediente.
Así empezó la historia de Enrique Álvarez de Manzaneda en un ambiente peruano-marxista, donde todo tenía que ser muy claro, muy categórico. Y a Enrique le daba por no ser ni lo uno ni lo otro. Claridad meridiana, pedía categóricamente el Grupo al que Inés se había acoplado, y yo venía detrás, acoplado a Inés. El Grupo era más o menos, o más que menos, los muchachos del hotel sin baños, pero ahora con seudónimos porque formábamos parte de una de las células parisinas del Partido que iba a tomar el poder en el Perú, en serio. Yo esto del poder lo llegaba a creer pero sólo cuando tomaba demasiados tragos en mis sábados de bohemia. Se me subía el poder a la cabeza. El resto del tiempo leía y leía, y por seguir leyendo y leyendo, a veces hasta postergaba la interminable escritura de mi primer libro de cuentos, que en realidad era el segundo, porque el primero me lo robaron a mi regreso de Italia, como recordarán. Yo iba a ser el escritor del poder tomado. Un día hasta me pidieron que escribiera una novela sobre los sindicatos pesqueros en el Perú. Confesé humildemente que en mi vida había visto un pescador sindicalizado, que ni siquiera había visto un sindicato pesquero en mi vida. La verdad es que sólo había visto uno que otro pescador, y más bien de anzuelo, en mi vida. Seguimos leyendo, con la profunda convicción de que era la mejor manera de que yo llegara a escribir esa novela algún día.
En cambio a Enrique parecían faltarle esas convicciones, parecían faltarle todas las convicciones. Cuando me contó su historia, se la creí. Pero cuando yo le conté su historia al Grupo, no me la creyeron y me mandaron a leer más que nunca. Sólo mis debilidades de intelectual podían permitirme la estupidez de tragarme semejante cuento. Tiempo después, cuando llevaba ya leídas las obras completas de Marx, y parte de las de Lenin, tuve que confesar que seguía creyendo en la historia de Enrique y que, además, allá en los cuartitos del techo, él y yo éramos excelentes amigos. El Grupo decidió venir a ver para creer, y se fue espantado con lo que vio y con lo que no creyó. Al pobre Enrique lo estuvieron interrogando horas y horas, y él insistió en contar su historia igualita como me la había contado a mí. Ipso facto fue declarado sospechoso. De mí nadie iba a sospechar, porque nadie podía sospechar del compañero de Inés, pero hay que ver la bronca que se armó en la borrachera de esa noche.
—Un tipo que aparece una noche y en un cuartito. Qué coincidencia…
—¿Y yo acaso no aparecí una noche y en un cuartito? Otra coincidencia…
—Sí, pero él apareció sin que nadie lo viera. ¿Tú lo viste, acaso?
—Yo cuando estoy instalado en mi camota escribiendo no veo a nadie.
—No metas tu camota en el asunto; no desvíes el tema.
—Yo sólo…
—Un tipo que primero te dice que ha tenido que salir de España, y después que nunca ha sido antifranquista. No me digas que eso no es sospechoso.
—Debe haber más de un millón de sospechosos españoles trabajando de obreros en Europa.
—No en Europa del Este.
—No desvíes el tema tú, ahora, porque te saco a la tonelada de obreros yugoslavos que hay metidos en medio Europa y te desvío más el tema, todavía.
—Yugoslavia es una mierda.
Increíblemente, los que pelearon a muerte, hasta la próxima reunión del Grupo, no fueron Vladimir (era su seudónimo), ni Víctor Hugo (era el mío), sino Karl y León, por un asunto de mujeres que saltó al tapete cuando se nos instalaron dos francesitas riquísimas en la mesa justito al lado del bochinche que se desviaba.
Me despertó Enrique el Sospechoso, con un alkaseltzer. Lo vi menos sospechoso que nunca, cuando entró trayéndome el sobrecito celeste y el vaso de agua ya listo para mi dolor de cabeza. Le conté que el Grupo no le había creído ni papa. Se sonrió. Le bastaba con que yo le creyera. Después de todo su amigo era yo, ¿no? Y también le importaba que Inés le creyera, claro, por ser mi novia. Lo demás, con una sonrisa lo despachó.
—Mierda, Enrique, ¿pero por qué no eres antifranquista?
—Nunca te he dicho que soy o que no soy antifranquista. Nunca se lo he dicho a nadie. Ustedes distorsionan las cosas. Es lógico, claro, ustedes están luchando por algo, y es lógico que…
—¡Que distorsionemos las cosas!
—No. Mira: yo lo que quiero decir es que no me las voy a venir a dar ahora de antifranquista, aquí en París, cuando en España no metí nunca las narices en política. ¿Me entiendes?
—Pero te han botado por razones políticas.
—Te agradezco el que me quieras convertir en héroe, pero por enésima vez te repito que no fue así. Yo sólo escondí en mi casa a un compañero de la Facultad que andaba metido en política. Claro, arriesgué un poco, pero era un amigo y era lógico que lo escondiera.
—Repíteme la otra parte para volvérsela a contar a los del Grupo.
—Bueno, otra parte casi no hay.
—Inventa una, pues, para que te paren de joder.
—Invéntala tú, si quieres. Para algo eres escritor.
—Me duele la cabeza y no sé nada de sindicatos pesqueros.
—Entonces di la verdad. Basta y sobra con la verdad.
Volví a decir la verdad, en la próxima reunión de lectura del Grupo. El compañero de estudios de Enrique logró huir, cuando vino a buscarlo la policía. A Enrique lo detuvieron unos días, lo interrogaron, le hicieron un expediente, le prohibieron matricularse al año siguiente en la Facultad. En fin, le jodieron la carrera de Medicina cuando le faltaba sólo un año para terminarla. Pero él pensaba que con pasarse un tiempo en el extranjero, el asunto se iría arreglando.
—¿Y entonces cómo dice él que piensa ir el verano próximo a España?
—Primero: porque nadie lo ha expulsado de España. Segundo: porque tal vez yendo pueda ir arreglando las cosas. Tercero: porque su madre vive sola allá porque es viuda…
—No sabía que los policías tenían madre.
—¡Para tu carro, compadre!
Me puse de pie para repetir, desde el fondo del alma, ¡Para tu carro, compadre!, con lo cual interrumpí definitivamente la reunión, y toda posibilidad de continuar la lectura. Hasta el léxico del Grupo quedó interrumpido con mi: ¡Para tu carro, compadre!, porque normalmente un miembro del Grupo era un camarada, camarada hombre y camarada mujer, y la novia de un miembro del Grupo, que también era camarada, era la compañera de ese camarada. Inés era mi compañera camarada, por lo que yo siempre me preguntaba cómo iba a arreglármelas con el Registro Civil, para inscribirla como compañera y no como esposa legítima, el día que nos casáramos. Porque nos íbamos a casar pronto. Porque al concha de su madre que acababa de decir eso sobre la madre de Enrique, ella acababa de responderle:
—No es necesario herir a Martín.
¡Luz de donde el sol la toma!, exclamé, para mis adentros.
Esa noche Inés subió al cuartito. No sé cómo decirlo, pero fue como si hubiera subido más que nunca al cuartito. Porque arriba, como todas las noches, Enrique se andaba paseando, tomando aire, dando sus interminables vueltas por el corredor sobre el que se abrían las veinticuatro puertas. Se besaron como viejos amigos, y Enrique nos invitó a tomar un vaso de leche a su cuarto. Lo sentía mucho, no estaba preparado para recibirnos, sólo tenía una botella de leche, él sólo bebía leche. Hablamos de España, del viaje de Inés con su madre por España. No, no habían llegado a Oviedo, la tierra de Enrique. Algún día tal vez podríamos ir juntos. Claro, por qué no. Enrique pensaba ir el próximo verano. Claro, por qué no. Yo me arranqué con mis proezas en Oñate y Vera del Bidasoa. En fin, nos soplamos la botella de leche como si fuera varias botellas de vino. Y por ninguna parte salió la policía. Estaba empezando, en cambio, una buena amistad entre Inés y Enrique. Bueno, no sé hasta cuándo decir que duró. Hasta que Inés terminó con las obras completas de Marx, Mao, Lenin y Trotski, me imagino. O hasta que empezó lo nuestro, tal vez. En fin, esas cosas nunca tienen un momento en que empiezan. Se mezclan, se confunden, y cuando nos confunden, es que ya han empezado. Pero esta página está consagrada al comienzo de una época muy anterior, y nuevamente no sé cómo decirlo, pero yo siento que Inés subió más que nunca al cuartito esa noche. Y al abrir la puerta, tras habernos despedido de Enrique, ella me dijo que tenía el perfil más bello que había visto en su vida.