Read La vida exagerada de Martín Romaña Online
Authors: Alfredo Bryce Echenique
Tags: #Relato, #Humor
Pero es maravillosa esa sensación de que otra persona no lo deje a uno vivir y quiero hablar de eso desde el comienzo, en París, y con Inés, para lo cual hay que retroceder hasta el Perú. Bueno, a llorar joven. Nos adorábamos. Yo la adoraba, en todo caso, y me sentí adorado por ella desde la noche aquella en que aparecí en su casa allá en Lima, qué bestia cómo pasa el tiempo, a las ocho en punto y con el nudo de la corbata caído sobre el pecho. Lindo, fue. Yo a Inés la había visto en un stand de la Feria de Autos, y había procedido inmediatamente a desmayarme, pero detrás del stand, para evitarle problemas, aunque no nos conocíamos ni en pelea de perros. Al recuperarme, regresé a probar otro desmayo pero logré mirarla fijamente veinticinco segundos, antes de vomitar, también detrás del stand, nuevamente para evitarle problemas. Revivo la situación en este momento, y confieso que no logro verme de nuevo viendo a una muchacha tan linda jamás en mi vida. Bueno, tampoco hay que exagerar, estoy reviviendo sólo esa situación, en este momento. La vida es muy original, felizmente. Pero lo cierto es que entonces, al recuperarme por segunda vez, decidí volverme loco un rato y me acerqué diciéndole que por favor desapareciera en el acto. No era justo. Me daba una flojera horrible empezar de nuevo con el calvario de tenerla que conocer, de tenerla que enamorar, de tenerla que perder tras habernos amado tanto. Le conté que ya me había sucedido y que comprendiera mi situación. Llevaba tres años de abandonado de primer amor y todo eso, y ya me creía inmune. Qué no le conté para que desapareciera. Le dije incluso que atrás había un desmayo y un vómito del que habla. Dos prueba ahí detrás del stand, y sólo por evitarle molestias. Mi frágil bienestar exigía su inmediata desaparición. Me sucedió lo peor que podía sucederme. Inés me miró con sonriente y preocupada ternura, afirmando que estaba loco loquito, me entregó una tarjeta con toda la información sobre los autos que se vendían en su stand de la Feria y me miró con más sonriente ternura, preocupada todavía. Desaparecí. Salí disparado en busca de un fotógrafo, lo encontré, lo traje, me escondí detrás de él, y le ofrecí mucho dinero por una foto de Inés buscándome con la mirada detrás de un fotógrafo. Terminé agotado, pagándole una fortuna al fotógrafo para que no dejara de llevarme la foto a casa. Sería lo único que me quedaría tras la desaparición de Inés. Serla un recuerdo tan grato de esos momentos atroces delante y detrás del stand en que trabajaba y del que tenía que desaparecer. Me alejé del lugar, asegurándole a Inés que volvería al día siguiente para comprobar que ya no estaba ahí, que había accedido a mis ruegos. Esto es lo que realmente sentía, y lo sentía hasta tal punto, que salí corriendo tras el fotógrafo y lo acompañé a su casa y le pagué otra fortuna por revelarme la foto esa misma noche, ante mis ojos. Fue tristísimo ver reaparecer a Inés en la foto del álbum ese que tengo por ahí guardado hace años.
Bueno, ahora viene la parte en que me tomo varios tragos para darme valor, y me presento al día siguiente a la Feria de Autos y al stand de mi futura Inés. En efecto, ha desaparecido, y por consiguiente ni me desmayo ni nada de eso, pero entre el licor y una Inés que no es mi futura Inés, trato de volverme loco pero no me sale porque no hay base material de angustia en que apoyarse. Regreso, miro a la muchacha que reemplaza a Inés, la comparo con su fotografía, y ni aunque me hubiera metido los dedos hasta el alma habría vomitado. Me siento bien. Inés ha desaparecido.
Pero entonces la pena empezó a ser horrible y comprendí que me había fregado. Supe que desde esa noche empezaría a buscar a Inés, porque la pena era realmente espantosa y opté por empezar preguntándole a la muchacha que la reemplazaba. Nada. Se negó a darme cualquier información que no se refiriera estrictamente a la cuota inicial y a las cómodas mensualidades con que podía adquirir uno de los automóviles de su stand. Semanas después, al encontrar a Inés, me explicó que en efecto no había regresado más a la feria a causa de una fuerte bronquitis. La otra Inés era su hermana.
Me tuvo caminando por todo Lima día tras día, preguntándole a cuanto conocido encontraba si conocía a la muchacha de mi fotografía. Descubrí la estupidez de los limeños: no hubo hombre que no la conociera, pero claro, a unos se les había olvidado el nombre, a otros la dirección. Inés fue seguidamente francesa, italiana, peruana, actriz, modelo, ardiente, frígida, inteligente, estúpida, frivola, coqueta, y hasta tuvo varios nombres que algunos recordaban vagamente. En fin, fue una encuesta involuntaria que dejó por los suelos al sexo masculino de Lima. Un día Inés fue Inés, con nombre, apellido y dirección. Un amigo la conocía y me juró que me había dicho la verdad verdadera. Una cierta sensación de náusea me hizo creerlo. Comprendí que el lío había empezado y me dirigí a un bar.
Lo único que conseguí con tomar esos tragos fue llegar a casa de Inés apestando a licor. No encontraba coraje por ninguna parte, sufría como una bestia, temblaba todo, y hacía un detestable calor de noche húmeda de verano. Me había abierto el cuello de la camisa y el nudo de la corbata me colgaba sobre el pecho y yo trataba de mantenerlo al lado derecho porque lo imaginaba dando saltitos sobre los latidos de una taquicardia feroz. No sé quién me traumó ni cuándo pero todo amor en mi caso empieza por esa maldita taquicardia. Prácticamente agonicé sobre el timbre que estuvo sonando horas antes de que alguien abriera. Alguien me gritó que parara ya de tocar, que ya estaba la puerta abierta. Alguien me preguntó qué deseaba y yo grité que deseaba ver a Inés, mientras por ahí al fondo, por detrás de la puerta, veía a muchas Ineses y no entendía nada. Grité que se dieran prisa, traté de explicar que las estaba pasando pésimo y, por fin, entre tanta muchacha que me observaba asombrada, vi aparecer a la que había desaparecido de la Feria de Autos. Después me enteré de que las otras eran sus muchas hermanas y que la habían hecho salir corriendo para que calmara al loco que gritaba afuera.
Inés me reconoció, y empezó a mirarme sonriente y desconcertada. No sabía quién era yo y no solía recibir ni hablar con cualquiera. Llegué a temer hasta que cerrara la puerta y me dejara en la calle, pero como yo no paraba de hablar y de contarle cosas totalmente incoherentes y bastante graciosas, modestia aparte, ella no lograba salir de su asombro para interrumpirme y largarme. Recuerdo que no lograba mirarla. Hablaba y hablaba de cualquier cosa, asociaba cualquier cosa con otra y con otra, improvisaba historias mirando hacia la calle, sin atreverme nunca ni a mirarla ni a parar de hablar por miedo a que me largara no bien le diera una oportunidad. Al final ni siquiera la veía, sabía que estaba a mi derecha pero me era imposible voltear a mirarla. No podía soportar más esa situación, y por fin le dije que me aceptara o me largara de una vez por todas porque me estaba sintiendo pésimo y era una enorme injusticia de su parte tener a un tipo ahí pasándola tan mal por culpa de ella.
Toda la paz y el bienestar del mundo llegaron de pronto. Parece mentira. Estarse sintiendo tan mal y en un instante estarse sintiendo tan bien. Inés se me acercó, me abotonó el cuello de la camisa y me puso el nudo de la corbata en su lugar. Ni mi madre había hecho esas cosas tan bien cuando yo era niño. Casi me muero de ternura y de estabilidad en las manos y en el pecho. En todas partes. No me importó cuando me dijo que tenía que irme porque esa noche esperaba a un amigo. No me importó cuando me dijo que era un muchacho al que ella le gustaba. No me importó cuando insistió en que tenía que irme y en que regresara al día siguiente. Supe con fuerza que en ella había depositado toda la confianza que yo era capaz de dar en el mundo. Después le conté muchas veces que lo del nudo de la corbata y el tufo a licor de esa noche eran un viejo truco que solía usar para ver si despertaba en las mujeres algún instinto redentor. No era verdad. Bien que lo sabía Inés. Tuvo mucho tiempo para enterarse, en todo caso. Lima lo obligaba a uno a andarse inventando trucos y aventuras para ocultar tanto miedo. Lo que sí es verdad es que desde entonces nuestra relación estuvo siempre basada en los defectos míos que Inés corregía siempre, y en los defectos míos que Inés perdonaba, siempre que resultaran incorregibles. Y basada también en esa confianza que se llevó con ella el día que se fue de París harta de corregir defectos que siempre creí necesario multiplicar para guardarla a mi lado. Realmente creía que ésa era la fórmula salvadora. Pero, en fin, siempre es demasiado tarde algún día y en el aeropuerto ni cuenta se dio de que yo andaba con el nudo de la corbata y el orgullo por los suelos.
Estrené París con Inés, con los tirantes que me regaló, y con los pantalones en su sitio. Insisto en recordar que éramos felices, que fuimos felices a pesar de los esfuerzos que hizo la ciudad por destruirlo todo desde el comienzo. La verdad es que tardó bastante en lograrlo. Algunos giros de mi padre lograron mantenerme mientras buscaba trabajo. Lo conseguí justo cuando él murió. Había estado gravemente enfermo desde antes de mi partida del Perú, y sabía tan bien como yo que no nos volveríamos a ver. Me lo dijo todo en aquel beso con que me sorprendió mientras trataba de abandonar la casa sin despedirme de nadie. A París sólo me escribió un par de cartas. Había comprendido que yo iba a seguir un camino diferente del que él deseaba para mí, y lo aceptaba. Me lo dijo en una carta muy hermosa, y creo que fue la primera vez que alguien me trató como a una persona mayor.
Siempre he tenido la culpa de que la gente no me trate como a una persona mayor. Cometo demasiadas locuras, parece, y la gente cree que eso es falta de madurez. Simplemente me aburre la madurez, y creo que esto es una suerte. A mí, en todo caso, me ha permitido conocer a muchas personas que viven cometiendo locuras. Siempre son las que realmente me atraen. Creo que nos detectamos. Me detectan a mí, en todo caso. Inés me quería por lo loco que era pero al mismo tiempo no lo soportaba. Y al final fue peor porque mis locuras empezaron a ser de mayor cuantía. Nuestro París tenía la culpa pero ella no lo soportó y se fue además con un secreto muy profundo. Ella siempre me había protegido de los seres que cometen locuras, y cuando se fue sentí que me había quedado expuesto y que no tardaban en detectarme loco tras loco. Y pensándolo bien, debo reconocer que siempre he sentido una fuerte inclinación por seres de esos que todo el mundo desearía psicoanalizar, inmadurísimos de acuerdo con la legislación vigente. No faltaron incluso graves y hermosas tentativas entre seres que habían cometido muchas locuras e intentaban aquella última de nunca volver a cometer una locura. Se acaba mal. Se acaba pésimo. Se acaba uno alejando de los seres que más ha querido en su vida.
Pero falta mucho para que yo aprendiera tantas cosas de la vida, y además aquella carta de mi padre me había hecho sentirme responsable y maduro, a pesar de que las miradas de sonriente ternura con que Inés se preocupaba por mí, me demostraron que debía seguir bajo su absoluta protección. Ese estado me encantaba, lo confieso. Era maravilloso vivir sabiéndose mirado tan tiernamente por Inés. Me amaba, estoy seguro de que me amaba, lo he vivido y puedo sentirlo aún en alguna región de mis recuerdos infiltrada casi materialmente en mis tardes más tristes, aquéllas en que precisamente trato de imaginar qué recuerdos me acompañarán hasta el final, hasta el día en que se acabe por fin el recuerdo de Inés.
Ella me amaba y yo no veía las horas de que se decidiera a casarse conmigo. Había conseguido un trabajo de profesor de castellano en una escuelita infame, soportaba los abusos de la infame directora, ya no había más giros de mi padre, concretaba mi sueño de ser escritor, tecleando en el techo de un edificio, en un cuartucho de noveno piso sin ascensor, en fin, todo parecía indicar que estaba a la altura de un matrimonio con Inés. Pero hubo que esperar. Claro, todos pensarán que yo con mis locuras fui el causante de tanta espera. Yo mismo lo creía. Y me imagino que en parte es cierto, además, aunque a mí nunca se me ocurrió que había que reflexionar tanto. Inés, en cambio, me contó un día, al regresar con su madre de un viaje por España, que se había otorgado un verano entero de reflexión, y que aquel muchacho brasileño que creí su compañero de estudios había estado a punto de ganar la partida. No me importó el descubrimiento. Me importó la verdadera causa de su reflexión: un joven economista brasileño, al que no amaba pero era la seguridad y madurez por excelencia, y yo, Martín Romaña, un joven escritor inédito al que amaba con toda su alma pero que no cesaba de cometer locuras. Nunca intenté explicarle a Inés que precisamente por ellas me amaba, que cambiar era perderla, y tuve que seguir siendo una verdadera calamidad hasta que se hartó y se fue. Es complicado el asunto, pero es hermoso eso de vivir siempre en su ley hasta que le cae a uno encima, enorme, la espada de Damocles.
Nuestro primer año en París fue el de los grandes amigos. Aparecieron tantos amigos en nuestra vida, que nunca terminaría de enumerarlos. Casi todos se han ido ahora. Yo no he sabido irme, me imagino. A punta de que siempre quedaba o regresaba alguno, opté por la fidelidad del pasado, y poco a poco me he ido convirtiendo en lo que soy ahora: una especie de memoria colectiva, un catálogo de secretos y confesiones; en un hombre hundido en su sillón Voltaire. Pero, en fin, por entonces estaba aún muy lejos de todo esto. Mi primer viaje a España me esperaba. Hemingway no sólo me había enseñado a soñar con ese París tan suyo, también me había hecho sentir que amaba a España desde tiempos inmemoriales.
Inés y su madre, que había venido a visitarla, tomaron una mañana el tren rumbo a España, y yo me quedé en París llenecito de unas ronchas que me salían en las muñecas, y que era algo así como una alergia al cuartucho techero en que vivía desde que murió mi padre y se me acabó la beca. Trataba de escribir nuevamente mis primeros cuentos, los que me robaron a mi regreso de Italia y de Grecia, pero todo era inútil. Cuanto más escribía, más me enronchaba, y ya estábamos en pleno verano. Hacía un calor insoportable en aquel noveno piso pobre y yo no cesaba de admirar a los personajes de Hemingway que tan fácilmente abandonaban un día la Place de la Contrescarpe y terminaban emborrachándose en Pamplona. Mencionaré sólo dos, entre las muchas cosas que me hacían sentirme semejante a esos personajes. Yo también vivía cerca de la Place de la Contrescarpe, y yo también bebía vino en uno de sus cafés. No hay mayor parecido en este parecido, y más bien podría tratarse tan sólo de una coincidencia, pero lo cierto es que también yo un día partí rumbo a Pamplona, con un pañuelito rojo al cuello.