Summa traga saliva y recuerda que está viva, siente su corazón latiendo en el pecho. Pero tiene tanto miedo de morir y dejar a Lumi sola en el mundo.
Siente que le queman los puntos de la operación cuando se vuelve. Cierra los ojos, pero en seguida los abre otra vez.
Tiene que parpadear varias veces para comprender que su mensaje ha llegado a su destino.
Joona Linna se inclina hacia Summa y ella le acaricia la cara. Le pasa las manos por el pelo grueso y rubio.
—Si me muero tienes que cuidar de Lumi —susurra.
—Lo prometo.
—Y tienes que verla antes de que te vuelvas a marchar —dice—. Tienes que verla.
Joona le pone las manos en las mejillas y le acaricia la cara. En voz baja le dice que está igual de hermosa que siempre. Ella sonríe. Después Joona desaparece y Summa siente que ha dejado de tener miedo.
La sala para familiares está austeramente amueblada, hay una tele anclada a la pared y una mesa de madera llena de quemaduras de cigarrillo delante de un sofá ajado.
En él hay una niña de quince años que se ha quedado dormida. Sus ojos están doloridos por las lágrimas y tiene una de las mejillas marcadas con el dibujo del cojín. Se despierta de golpe con una extraña sensación en el cuerpo. Alguien la ha tapado con una manta. Le han quitado los zapatos y se los han colocado al lado del sofá.
Alguien ha ido a verla. Mientras dormía, alguien se ha sentado a su lado y la ha estado cogiendo con cariño de la mano.
En la antigua carretera comarcal, a medio camino entre Estocolmo y Uppsala, se encuentra el hospital Löwenströmska, mandado construir por Gustaf Adolf Löwenström a principios del siglo XIX en un intento de purgar la gran culpa que cargaba su familia. Su hermano había asesinado al rey Gustavo III en el baile de máscaras de la ópera.
Anders Rönn tiene veintitrés años y se acaba de sacar el título de médico. Es delgado y tiene un rostro bonito y delicado. Hoy empieza a trabajar en el hospital Löwenströmska. Es su primer día. El sol bajo de otoño ilumina de lado las coronas de los árboles cuando Anders entra en el gran vestíbulo.
Detrás del moderno edificio principal de ladrillo rojo hay un edificio anexo bastante peculiar. Desde arriba parece una cruz flordelisada. Es el gran departamento psiquiátrico, compuesto por la sección de psiquiatría forense y el módulo de seguridad.
En el bosque del jardín hay una escultura de bronce de un niño que toca la flauta dulce. Tiene un pájaro en el hombro y otro en el ala del sombrero.
Un caminito de tierra marca un paseo por el terreno. A un lado se extiende un bucólico paisaje de campos de pasto que llegan hasta el lago Fysingen. Al otro hay una valla de cinco metros de altura cubierta de alambre de púas que marca el límite de un patio a la sombra con un banco solitario que está rodeado de colillas.
En el centro psiquiátrico no está permitida la entrada a menores de catorce años ni tomar fotos ni hacer grabaciones de audio.
Anders Rönn camina por el suelo de cemento, pasa por debajo de un baldaquín de chapa descascarillada y cruza las puertas de cristal.
Sus pasos sobre la alfombra de plástico de color hueso son casi imperceptibles. En el tejido hay marcas de las ruedas de las camillas. Cuando llega al ascensor se da cuenta de que ya está en la segunda planta.
La primera queda bajo tierra y alberga la sección 30, el departamento aislado de psiquiatría forense.
El ascensor del edificio no baja más, pero detrás de una valla ocre de acero hay una escalera de caracol que lleva hasta la planta cero.
Allí es donde se encuentra el módulo de seguridad, la zona de aislamiento, separada de todo lo demás como un búnker.
La capacidad máxima de esta sección aislada es de tres pacientes, pero desde hace doce años sólo tienen a uno, el viejo Jurek Walter.
Jurek Walter fue condenado a tratamiento psiquiátrico con protocolo restringido de alta seguridad y en el momento de su llegada era tan agresivo que lo mantuvieron sedado y atado con correas.
Hace nueve años le diagnosticaron «esquizofrenia, sin especificar. Pensamiento caótico. Ataques psicóticos reiterados de carácter iracundo y extremadamente violento».
Es el único diagnóstico que se le ha hecho hasta la fecha.
—Te dejaré pasar —dice una mujer mofletuda y con ojos apacibles.
—Gracias.
—¿Conoces al paciente? ¿Jurek Walter? —le pregunta ella, pero no parece esperar la respuesta.
Anders Rönn cuelga la llave de la verja de metal en el armarito, en la sección de seguridad, antes de que la mujer le abra la primera puerta de la esclusa. El joven entra y espera a que la puerta se cierre antes de poder pasar la siguiente. Cuando suena la señal acústica la mujer procede a abrirla. Anders se vuelve y le dice adiós antes de continuar por el pasillo en dirección a la sala de personal de la zona de aislamiento.
Un hombre corpulento de unos cincuenta años, con hombros caídos y pelo rapado, está fumando debajo del ventilador de la cocinita. Aparta la brasa del cigarro, la echa en el fregadero, guarda lo que queda de él en el paquete y se lo mete en el bolsillo de la bata.
—Roland Brolin, jefe de servicio —se presenta.
—Anders Rönn.
—¿Cómo has acabado aquí? Será que no hay más sitios en el mundo —pregunta el jefe de servicio.
—Tengo dos críos y quería un trabajo cerca de casa —responde Anders Rönn.
—Has escogido un buen día para empezar —sonríe Roland Brolin y comienza a caminar por el pasillo insonorizado.
El médico saca su tarjeta, espera a que la cerradura de la puerta de seguridad emita su particular chasquido y luego la empuja con un suspiro. La suelta antes de que Anders haya pasado del todo y la pesada hoja le da un golpe en el hombro.
—¿Hay algo que debería saber sobre el paciente? —pregunta Anders parpadeando para quitarse las lágrimas.
Brolin agita la mano en el aire y suelta una ristra de datos de memoria:
—Nunca puede estar a solas con alguien del personal, nunca se le ha concedido un permiso, nunca puede ver a otros pacientes, no puede recibir visitas y nunca puede salir al patio. Tampoco…
—¿Nunca? —interrumpe Anders dubitativo—. No está permitido encerrar a…
—No, no está permitido —dice Roland tajante.
De pronto el ambiente se vuelve tenso. Pero al final Anders pregunta con cautela:
—¿Qué ha hecho ese hombre?
—Maravillas —responde Roland.
—¿Tipo?
El jefe de servicio le echa una mirada y su cara gris e hinchada se abre de repente en una amplia sonrisa.
—Eres un auténtico novato —dice con una risotada.
Cruzan otra puerta de seguridad y una mujer con
piercings
en las mejillas les guiña el ojo.
—Volved sanos y salvos —dice.
—No te preocupes —le dice Roland a Anders bajando la voz—. Jurek Walter es un hombre mayor y tranquilo. Ni se pelea ni levanta la voz. Él piensa en sus cosas y nunca entramos en la celda. Pero ahora tenemos que hacerlo porque los chicos que estuvieron de guardia anoche vieron que estaba escondiendo un cuchillo debajo del colchón y…
—¿De dónde demonios lo ha sacado?
A Roland le suda la frente, se pasa la mano por la cara y se seca en la bata.
—Jurek Walter puede ser bastante manipulador y… Vamos a investigar el asunto, pero quién sabe…
El jefe de servicio pasa su tarjeta por otro lector e introduce un código. El aparato pita y la cerradura de la puerta se abre.
—¿Para qué quiere el cuchillo? —pregunta Anders y se apresura a cruzar la puerta—. Si quisiera quitarse la vida ya lo habría hecho, ¿no?
—A lo mejor le gustan los cuchillos —responde Roland.
—¿Es propenso a fugarse?
—En todos estos años no ha hecho ningún intento.
Llegan a una esclusa con puertas de hierro recubiertas con tela metálica.
—Espera —dice Roland y le acerca una cajita con tapones amarillos para los oídos.
—Has dicho que no grita.
Roland parece muy cansado, como si llevara varios días sin dormir. Observa unos segundos a su nuevo compañero y suspira con pesadez antes de explicarse.
—Jurek Walter hablará contigo, en tono relajado, seguramente de buenas maneras —le dice con voz seria—. Pero más tarde, esta noche, cuando vuelvas a casa, te pasarás al carril contrario y chocarás de frente con un camión… o pararás en Järnia y te comprarás una hacha antes de ir a recoger a los niños a la guardería.
—¿Quieres asustarme? —sonríe Anders.
—No, pero sí advertirte para que vayas con cuidado —dice Roland—. Yo sólo he entrado en la celda una vez, el año pasado, poco después de Semana Santa. Acababa de conseguir unas tijeras.
—Es viejo, ¿verdad?
—No te preocupes, todo irá bien…
La voz de Roland se apaga y su mirada se vuelve imprecisa. Antes de entrar a la esclusa le susurra a Anders:
—Compórtate como si estuvieras aburrido de la vida, como si lo que haces cerca de él no fuera más que una triste rutina diaria, como cambiar sábanas en una residencia de ancianos.
—Lo intentaré.
La cara flácida de Roland se ha tensado y ahora su mirada es dura y nerviosa.
—No diremos ni una palabra sobre lo que vamos a hacer, haremos ver que vamos a ponerle una inyección de Risperdal, como siempre.
—Pero…
—Pero en realidad vamos a darle una sobredosis de Mirtazapin —dice el jefe de servicio.
—¿Una sobredosis?
—Lo probé la otra vez y entonces… Bueno, al principio se puso muy agresivo, pero sólo un momento. Porque después empiezan a hacer efecto los supresores de movimientos… la parálisis empezó en la cara y en la lengua. No podía hablar bien. Después cayó desplomado al suelo, se quedó de lado, respirando. Luego le entraron un montón de rampas, casi como un ataque epiléptico, le duró bastante rato, pero cuando terminaron estaba cansadísimo y atontado, casi ausente… Entonces aprovechamos para entrar y coger el cuchillo.
—¿Por qué no somníferos?
—Habría sido mejor —asiente Roland—. Pero prefiero utilizar los mismos medicamentos que tiene recetados.
Pasan la esclusa enrejada y entran en la sección de Jurek Walter. Una luz pálida ilumina débilmente el pasillo. Entra por el cristal blindado de una ventanita que hay en una puerta de hierro blanca con tranca y trampilla.
Roland Brolin le hace gestos a Anders para que se espere. Se mueve más despacio, como si quisiera acercarse al cristal blindado sin ser visto.
Quizá tiene miedo de llevarse una sorpresa.
Mantiene la distancia de seguridad con el cristal y se desplaza de lado, pero de pronto relaja la cara y le indica a Anders que se puede acercar. Los dos hombres se aproximan a la ventanita de la puerta. Anders mira dentro de una luminosa habitación, bastante grande y sin ventanas.
En la celda de aislamiento, sentado en una silla de plástico, hay un hombre en vaqueros y camisa tejana. Está inclinado hacia adelante, apoyándose con los codos en las rodillas. De repente levanta la cabeza y su mirada clara se dirige directamente a la puerta. Roland Brolin da un paso atrás.
Jurek Walter va afeitado y se ha peinado el pelo cano con raya y flequillo. Tiene la cara pálida y llena de arrugas profundas. Son las marcas del tormento.
Roland vuelve a la última esclusa, abre una taquilla oscura y saca tres botellines de cristal con cuello ancho y tapones de aluminio. Todos contienen un polvo amarillo. Vierte dos mililitros de agua en cada uno, las inclina y las hace girar con cuidado para que el polvo se diluya. Después extrae las tres soluciones con una sola jeringuilla.
Se acercan juntos al cristal blindado otra vez. Jurek Walter se ha sentado en la cama. Roland se pone los tapones en los oídos y abre la trampilla de la puerta.
—Jurek Walter —dice con voz desganada—. Es la hora…
Anders observa al hombre mientras se levanta de la cama, vuelve la cabeza hacia la puerta y empieza a acercarse mientras se desabrocha la camisa.
—Detente y quítate la camisa —dice Roland a pesar de que el hombre ya lo esté haciendo.
Jurek Walter sigue avanzando lentamente.
Roland cierra la trampilla y echa el cerrojo con movimientos demasiado rápidos y nerviosos. Jurek se detiene, abre los últimos botones de sus camisa y se la quita. Tiene tres cicatrices redondas en el pecho. La piel de su cuerpo cuelga flácida sobre los músculos. Roland abre de nuevo la trampilla y Jurek Walter da los últimos pasos hasta llegar a la puerta.
—Saca el brazo —dice Roland y un breve hipo en la respiración delata su miedo.
Jurek no se encuentra con su mirada, pero mira a Anders con interés.
Saca un brazo viejo y lleno de manchitas por la trampilla. Tiene tres largas marcas de quemadura en el antebrazo.
Roland introduce la jeringuilla en la gruesa vena y le inyecta la sustancia a toda prisa. La mano de Jurek da un respingo de sorpresa, pero no la retira hasta que le dan permiso. El jefe de servicio cierra la trampilla y echa el cerrojo rápidamente antes de mirar por la ventanita. Jurek Walter se tambalea hacia la cama. Con movimientos espasmódicos se sienta en el borde. A Roland se le cae la jeringuilla y los dos médicos la ven rodar por el suelo de cemento.
Cuando vuelven a mirar a Jurek Walter ven que el interior del cristal está lleno de vaho. Jurek le ha echado el aliento y ha escrito JOONA con el dedo.
—¿Qué pone? —pregunta Anders en voz baja.
—Ha escrito «Joona».
—¿Joona?
—¿Qué demonios significa?
El vaho desaparece y ven que Jurek Walter está sentado en la cama igual que antes, como si no se hubiese movido del sitio.