En un abrir y cerrar de ojos Daniel suelta un culatazo y golpea a Flora en el centro del pecho. La mujer está tan sorprendida que no tiene tiempo de apartarse y cae de espaldas. Intenta recuperar el aliento, tose, busca con la mano y se levanta.
Están uno frente a otro. Daniel la observa vagamente, con ojos ausentes.
—A lo mejor no tendrías que haber mirado —dice.
Baja perezoso la escopeta hasta que el cañón apunta al suelo. Flora no sabe qué hacer. La angustia le encoge el estómago cuando comprende que probablemente esté a punto de morir en aquel lugar.
En la hierba hay pequeños insectos en pleno ajetreo.
Daniel levanta el arma otra vez y se encuentra con la mirada de su hermana. Apoya el orificio del cañón en el muslo derecho de Flora, aparentemente sin ningún propósito, pero de pronto aprieta el gatillo.
El disparo suena tan fuerte que después les pitan los oídos.
La bala atraviesa el cuádriceps de Flora, pero en realidad ella no siente ningún dolor, sólo una especie de rampa.
El retroceso obliga a Daniel a dar un paso atrás y acto seguido ve que Flora se desploma cuando la pierna ya no le responde.
Intenta parar la caída con las manos, pero golpea la cadera y la cara en el suelo, se queda un momento tumbada de lado y percibe el olor a heno y a pólvora.
—Ahora tápate los ojos —dice él y la apunta a la cara.
Flora se queda en la misma postura mientras la sangre le sale a borbotones del muslo. Aparta la cara y contempla el granero. La mirada se le nubla por completo unos segundos. Está mareada, el paisaje de campos amarillos y el enorme edificio rojo empiezan a dar vueltas como si estuviera subida en un tiovivo.
Su corazón late tan de prisa que le cuesta respirar. Tose y respira hondo para tomar un poco de aire.
Daniel se yergue a contraluz a sus pies. La empuja en el hombro con la boca del cañón y Flora cae de espaldas. Una punzada insoportable de dolor en la pierna la hace gemir. Él la observa y dice algo que Flora no logra entender.
Intenta levantar la cabeza y su mirada empieza a alejarse deslizándose por el suelo, llega hasta la hierba y después al cimiento de hormigón con anillas de hierro.
Daniel pasea la escopeta por el cuerpo de Flora. La apunta a la frente y luego baja siguiendo la nariz hasta que llega a la boca.
Flora siente el contacto del metal caliente en los labios y la barbilla. Respira de prisa. Cantidades ingentes de sangre salen bombeados de su muslo palpitante. Levanta la cabeza y mira al cielo, el caballete del tejado del granero, parpadea y trata de comprender lo que está viendo. Hay un hombre que corre dentro del granero. Le parece verlo por detrás de las paredes del edificio, entre las tablas separadas de madera.
Intenta decir algo, pero no tiene voz.
La boca del cañón se posa sobre uno de sus ojos y Flora los cierra, nota la presión sobre el párpado y el globo ocular y ni siquiera oye la detonación del disparo.
Joona ha ido hacia el sur desde Sundsvall hasta Hudiksvall y se ha metido por la carretera 84 en dirección a Delsbo. En esos cuarenta minutos no ha podido dejar de pensar ni un segundo en Daniel Grim y su caja llena de fotografías.
Al primer vistazo el contenido puede parecer casi inocente. Quizá la fase inicial consistiera básicamente en un enamoramiento, con besos, miradas y palabras de cariño.
Pero cuando las alumnas eran desplazadas Daniel no dudaba ni un segundo en mostrar su lado oscuro. Esperaba el momento oportuno y las iba a ver en secreto para asesinarlas. Sus muertes nunca llegaban por sorpresa. Daniel les daba una sobredosis de somníferos, en los casos en que encajaba con el historial previo, y a las que alguna vez se habían autolesionado les cortaba las venas.
Los centros privados de acogida tienen ánimo de lucro y lo más seguro es que se hayan mostrado favorables a silenciar las muertes para evitar los posibles controles de la Administración.
De hecho, nadie las ha relacionado en ningún momento con el Centro Birgitta y con Daniel Grim.
El caso de Miranda fue diferente. Con ella Daniel se salió de su pauta habitual, probablemente debido al pánico que se apoderó de él cuando Miranda le dijo que estaba embarazada.
Quizá la chica amenazó con delatarlo.
Si fue así, no tendría que haberlo hecho, porque Daniel no soporta la idea de que haya testigos. Siempre ha procurado deshacerse de ellos, uno tras otro.
Con un fuerte malestar en el cuerpo Joona llama a Torkel Ekholm, le dice que llegará en diez minutos y le pregunta si Flora está lista para volver a casa.
—Dios, me he quedado dormido —dice el viejo policía—. Dame un segundo.
Joona oye a Torkel soltar el teléfono, tose un poco y arrastra los pies por el suelo. Ya está bajando del puente de Badhusholmen cuanto el anciano vuelve al aparato.
—Flora no está —dice—. Y la escopeta tampoco…
—¿Sabes adónde ha ido?
La línea queda en silencio unos segundos. Joona piensa en la caseta de Torkel, la mesa de la cocina con las fotos y las anotaciones.
—Puede que a la mansión —responde.
En lugar de seguir recto en dirección a Ovanåker y la casa de Torkel, Joona gira hacia la derecha, sale a la 743 y pisa a fondo el acelerador. Llama a la centralita provincial y solicita refuerzos y una ambulancia. En la corta recta junto al agua consigue alcanzar los ciento ochenta kilómetros por hora antes de tener que frenar y meterse a la derecha entre los dos postes que señalizan el camino para subir a la mansión Rånne.
La grava salpica bajo el coche y los neumáticos traquetean por las irregularidades del terreno.
En la distancia, el edificio blanco parece una escultura de hielo, pero cuanto más se acerca más oscuro se ve.
Joona llega al aparcamiento, gira, frena de golpe y deja el coche delante de la mansión. Una nube de polvo lo envuelve cuando se baja del vehículo. Sube corriendo por la escalinata cuando de pronto ve dos figuras humanas a lo lejos, justo antes de que doblen la esquina de un muro y desaparezcan detrás de un granero gigante de color rojo.
A pesar de que sólo los ha vislumbrado un instante, Joona entiende de inmediato lo que acaba de ver: Flora apuntaba a Daniel a la espalda con la escopeta. Piensa llevarlo campo a través para coger el camino más corto hasta Delsbo.
Joona empieza a correr por el camino de tierra, pasa junto al edificio anexo y baja por la cuestecita que queda a la izquierda del mismo.
«Flora camina demasiado cerca de Daniel —piensa Joona—. Su hermano puede arrebatarle la escopeta sin problemas. Flora no está preparada para disparar, no quiere hacerlo, sólo quiere la verdad.»
Joona salta por encima de los restos de una vieja empalizada, resbala en la gravilla suelta, la mano llega a tocar la hierba pero el comisario recupera el equilibrio.
Intenta verlos a través de las paredes del granero. Las puertas negras están abiertas y los rayos del sol se filtran por las ranuras entre los tablones separados.
Pasa corriendo al lado de un bidón de gasolina y se dirige en línea recta al enorme granero cuando oye el disparo. El eco rebota en los edificios y se pierde por los campos.
Daniel debe de haber reducido a Flora.
No puede rodear el granero y el muro. No hay tiempo para eso. Incluso puede que ya sea demasiado tarde.
Joona desenfunda el arma mientras entra corriendo en el granero vacío. Los tablones separados de las paredes dejan pasar la luz y los rayos del sol se cuelan por todas partes. Debe de haber unos siete metros de altura hasta el caballete del tejado. Las rendijas del edificio brillan y crean la ilusión de una jaula de luz.
Joona corre a toda prisa por el suelo de gravilla del granero, ve el campo amarillo asomando detrás de las paredes y luego descubre a los dos hermanos en la parte trasera.
Flora yace inmóvil en el suelo y Daniel está de pie encima de ella apuntándola a la cara con la escopeta.
Joona se detiene y levanta el arma con el brazo completamente estirado. En realidad está demasiado lejos. Por las ranuras de la pared ve a Daniel justo cuando ladea la cabeza y empuja el cañón contra el ojo de Flora.
Todo ocurre muy de prisa.
La mirilla de la pistola tiembla ante la mirada de Joona. Apunta al tronco de Daniel, sigue sus movimientos y aprieta el gatillo.
Suena el disparo, Joona nota el retroceso en el brazo, las salpicaduras de pólvora le queman la mano.
La bala pasa justo en medio de dos tablones. Una nubecilla de polvo se arremolina en la luz del sol.
Pero Joona no se queda a mirar si ha dado en el blanco, sino que echa a correr otra vez por el granero. Ya no puede ver a las dos personas. La luz parpadea en las rendijas a medida que avanza. Joona abre de una patada la puertecilla trasera, sigue a grandes zancadas por la hierba alta y sale tropezando al patio de detrás del granero.
La escopeta de caza está tirada en el suelo. Daniel no ha llegado a efectuar el segundo disparo. La bala de Joona ha penetrado en su cuerpo antes de que pudiera apretar el gatillo.
Daniel camina hacia los campos de cultivo con una mano pegada a su vientre. La sangre brota entre sus dedos y le baja por el pantalón. Oye a Joona detrás, se vuelve tambaleándose y señala a Flora, que está tumbada boca arriba respirando con dificultad.
Joona sigue a Daniel, apuntándole al pecho.
Cuando Daniel se sienta en el suelo el sol se refleja en sus gafas.
Jadea y mira al cielo.
Sin decir nada, Joona aparta la escopeta de una patada, agarra a Daniel por un brazo y lo arrastra unos metros por la pequeña explanada de tierra, donde lo esposa a una de las anillas de hierro. Después se acerca corriendo a Flora.
La mujer no se ha desmayado, pero su mirada es rígida y extraña. Está perdiendo mucha sangre de una herida en el muslo. Tiene la cara pálida y sudada. Está al borde de un
shock
hemorrágico y respira de prisa y de forma entrecortada.
—Necesito agua —susurra.
Tiene la pernera empapada en sangre y el borbotón de la herida no amaina. No hay tiempo para hacer un torniquete. Joona la coge del muslo con las dos manos y presiona sobre los orificios con los pulgares para taponar la arteria femoral. El chorro de sangre caliente se reduce al instante. Aprieta más fuerte y mira la cara de Flora. Sus labios están blancos y su respiración es muy superficial. Ha cerrado los ojos y Joona puede notar el pulso acelerado de su cuerpo.
—La ambulancia llegará de un momento a otro —dice—. Todo irá bien, Flora.
Oye que Daniel intenta decir algo por detrás. Joona se vuelve para mirarlo y ve a un hombre mayor acercándose por el camino. El viejo lleva un abrigo negro encima de un traje del mismo color y sus pasos hasta llegar a Daniel son exageradamente pesados. Tiene una expresión severa y gris en la cara y sus ojos parecen entristecidos cuando se encuentra con la mirada de Joona.
—Sólo déjeme que abrace a mi hijo —pide con voz ronca.
Joona no puede reducir la presión sobre la herida de Flora. No tiene más opción que quedarse donde está si quiere salvarle la vida.
Cuando el hombre pasa por su lado Joona nota el olor a gasolina. El abrigo del anciano está empapado. Ha rociado su ropa con gasolina, tiene una caja de cerillas en la mano y se mueve con una lentitud extraña.
—¡No lo haga! —grita Joona.
Daniel clava los ojos en su padre y trata de alejarse a rastras, tira de las esposas en un vano intento de liberarse.
El hombre contempla a Daniel mientras éste lucha por escaparse. Le tiemblan los dedos cuando hurga en la caja de cerillas, la cierra otra vez y pone el fósforo sobre el rascador.
—Es una mentirosa —gimotea Daniel.
Con apenas rozar la cerilla sobre la superficie marrón, su padre prende en una llamarada turbulenta y en cuestión de segundos queda envuelto en una bola de fuego azulado. La ola expansiva de calor azota la cara de Joona. El anciano en llamas se tambalea, luego se agacha sobre su hijo y lo rodea con los brazos en un abrazo infernal. La hierba del suelo comienza a arder alrededor de los dos hombres. El viejo se aferra con las manos. Daniel pelea por su vida, pero termina por rendirse. Las llamas se cierran crepitando sobre el padre y el hijo. Cuando el fuego se retuerce hacia arriba suena como una bandera ondeando al viento. Una columna de humo negro y laminillas de hollín se alzan contra el cielo.
Cuando el fuego se apagó, detrás del granero, lo único que quedaba era los restos de dos cadáveres carbonizados. Un montículo de huesos negros entrecruzados y humeantes.
El personal sanitario se llevó a Flora en ambulancia al mismo tiempo que la mujer mayor aparecía en el patio del granero. La baronesa Rånne se quedó petrificada por un instante en el centro del pequeño descampado antes de sentir el dolor.
Joona vuelve a Estocolmo escuchando la radio mientras piensa una vez más en el martillo y la piedra, el arma que tanto lo había desconcertado. Ahora todo resulta tan evidente. A Elisabet no la asesinaron para que el homicida pudiera cogerle las llaves, porque Daniel ya tenía la suya propia del cuarto de aislamiento. Elisabet debió de verlo. Él la persiguió y la mató porque era testigo del primer asesinato, no para cogerle las llaves.
Una lluvia dura como el cristal comienza a repicar sobre el parabrisas y el techo del coche. El sol del atardecer ilumina las gotas y la carretera emana un vapor blanco.
Seguramente Daniel se metía en la habitación de Miranda cuando Elisabet estaba dormida bajo los efectos de los somníferos. La chica hizo lo que él le dijo, no tenía elección. Se desnudó y se sentó en la silla con el edredón sobre los hombros para no tener frío. Pero aquella noche algo salió mal.
Quizá Miranda le dijo a Daniel que estaba embarazada, quizá él se encontró una prueba de embarazo en el lavabo, ¿quién sabe?
Lo que sí es cierto es que le entró el pánico.
Daniel no supo qué hacer, se sintió atosigado y atrapado, se puso las botas que siempre tenía en el recibidor, salió y encontró una piedra en el patio, regresó, obligó a Miranda a cerrar los ojos y la golpeó hasta matarla.
Miranda no podía mirar, tenía que taparse la cara con las manos, igual que la pequeña Ylva.
Nathan Pollock interpretó la cara tapada de la chica como que el asesino quería quitársela para convertirla en un simple objeto.