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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (10 page)

BOOK: La voz dormida
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Ella escribirá esta misma noche una nota: No sé con quién has estado, ni me importa. Y él la leerá mañana. Y volverá a cuestionarse su trabajo en la platería. Volverá a pensar que quizá se ha equivocado. Le gustaba la medicina. Y sentirá una opresión en el pecho que le obligará a aspirar una bocanada de aire. La ansiedad le impedirá respirar, aunque tenga henchidos los pulmones. Porque recordará de inmediato a Kolstov, el corresponsal del Pravda que se hacía llamar Miguel Martínez, y era, se decía, el agente personal de Stalin en España. El día que se conocieron, rieron juntos. Don Fernando no sabe si fue Kolstov quien dio la orden. Dicen que fue él, eso dicen. Y dicen que a su cargo estuvo la evacuación de los prisioneros políticos de la cárcel Modelo. Más de mil. El Gobierno había huido a Valencia. Habían huido, por mucho que se empeñaran en maquillar esa fuga. Madrid estaba sitiado. Y el capitán médico Ortega se ahoga en Paracuellos del Jarama. Se ahoga. Porque él no detuvo la masacre. El capitán médico Ortega salió corriendo y, en la carretera de Barajas, saludó a Kolstov y fue incapaz de mirarle a la cara. Se ahoga. El vio morir a los prisioneros. No se alejó de los guardianes que disparaban. No se alejó, hasta que terminó la matanza. Miró. Y es culpable. Miró. Y no dijo ¡Basta! ni una sola vez. ¡Basta! Miró cómo caían los cuerpos. Y se ahoga. Miró cómo brotaba la sangre. Miró. Y le gustó mirar. Y lo sabe. Miró brotar la sangre. La sangre. Arterias. Venas. La yugular, la carótida, la femoral, la aorta, la ilíaca, la safena. Es más oscura la sangre venosa. Claro, esa bala ha perforado la safena. Miró. Y sólo echó a correr cuando cayó en la cuenta de que estaba observando el brotar de la sangre como si estuviera diagnosticando la procedencia de una hemorragia. Miró. No pestañeó ni una sola vez. Y ahora siente repugnancia. Es posible que fueran casi mil muertos y él no vio la cara de ninguno.

No sé dónde estuviste anoche, ni con quién. Ni me importa.

Leerá. Mañana. Y será igual que siempre. Porque él era cirujano. Y no quiere volver a serlo. No quiere más sangre. Y se ahoga, aunque hoy haya sido capaz de extraer una bala. Y no ha temblado. Hoy ha sostenido un bisturí sin acordarse de la sangre de Paracuellos del Jarama.

Leerá, por la mañana, la nota que doña Amparo dejará en el aparador antes de irse a misa.

Querrá esperar a que su esposa regrese de la iglesia, para decirle que ha vuelto a ser médico. Y que esta noche también llegará tarde, que no se preocupe, que va a visitar al paciente que operó ayer. Pero no lo hará. Se irá a la platería envuelto en su capa española y dejará en un platillo del aparador el dinero que doña Amparo le reclama en un papel:

No me dejaste lo de Pepita, ni para el pavo, y tus padres vienen a comer en Navidad.

29

Con el aguinaldo que le ha dado la señora, Pepita quiere comprar un retal para Hortensia. Le hará un vestido holgado que le sirva durante todo el embarazo y la abrigue bien. Buscará una franela gris con florecitas blancas. Tiene tiempo, si se da prisa, de pasar por Pontejos antes de ir a Sol a comprar el pavo que le ha encargado doña Amparo.

Acelera el paso. A ella no le gusta aprovecharse cuando sale a los recados, pero si no compra ahora el retal no podrá empezar a coser esta noche. Sólo quedan tres días para la próxima visita. Sólo le quedan tres noches para hacer el vestido. Correrá, para que doña Amparo no le pregunte al volver por qué ha tardado tanto.

Cruza la plaza de jacinto Benavente sujetándose la toquilla y mirando al suelo para no resbalar en la nieve. Antes de llegar al otro extremo, advierte que alguien la sigue. Un hombre. Un hombre la está siguiendo de cerca.

Pero no, el hombre que la estaba siguiendo pasó de largo junto a ella. Y ella respiró hondo y levantó la vista. Fue un instante. Volvió la mirada a la nieve y contuvo la respiración. Se paró en seco. Desde la esquina de la calle de la Bolsa, el hombre que había pasado de largo la saludó levantándose el sombrero mientras aplastaba una colilla en el suelo con el tacón del zapato. Pepita cerró los ojos. Giró un hombro y se protegió con la toca antes de volver a mirar hacia la esquina donde aquel hombre se apoyaba de lado en la pared. Sí, volvía a saludarla calándose el sombrero en la frente. Pepita retrocedió un paso. Y él comenzó a caminar hacia ella.

—Cógeme del brazo, chiqueta, y no te asustes.

Era Paulino, sí. Y no dijo nada más. La llevó a la iglesia de San Judas Tadeo y, ya en su interior, encendió una vela; se la entregó a Pepita y prendió otra:

—Nos vamos a Toulouse.

Con la vela encendida en una mano y el sombrero en la otra, repitió que se iban a Toulouse, se acercó a la imagen de San judas y preguntó si era ése el santo que le encontraba novio a las mozas. Ella le contestó que no:

—No, el que busca novio es San Antonio de la Florida.

—¿Dónde se pone esto?

—Aquí, trae para acá, chiquillo.

Pepita colocó las dos velas en el lugar de las ofrendas.

—Y este santo, ¿qué hace?

—Es el patrón de los imposibles.

—¿Tú vas a ir a San Antonio de la Florida?

—¿A ti qué te importa?

—Tú no vayas a San Antonio, que a ti no te va a hacer falta.

No estaban solos en la iglesia, algunos feligreses les miraban, pero de pronto, Pepita perdió el miedo a que la vieran junto a Paulino. Perdió el miedo que la paralizó en la plaza al ver a El Chaqueta Negra apostado en la esquina; el miedo a que la gente lo descubriera caminando de su brazo; y el miedo a que Paulino la rozara. Se acercó a él y le preguntó dónde estaba Toulouse.

—En Francia, pero volveré pronto, y te buscaré si quieres ser mi novia.

—Yo ya estoy al habla con uno de Córdoba.

—Eso es mentira.

—Mira tú por dónde, ¡ahora vas a saber más tú que yo!

—Me lo ha dicho Felipe.

—¿Cómo está?

—Mejor.

—¿Cuándo os vais?

—¿Me darás contestación?

—¿De qué?

—De lo que he venido a pedirte.

—En Córdoba no se hacen así las cosas.

—¿Pues, cómo se hacen?

—Pues a su debido tiempo. El muchacho ronda a la muchacha y si ella está de parte y le agrada, se deja rondar. Y en eso se lleva un montón de tiempo, si es que va de formal.

No hay tiempo. Paulino no tiene tiempo para cortejar a una mujer, como a Pepita le hubiera gustado. Por eso le da un plazo:

—Ven esta noche. Ven a Ave María y me das contestación.

Desde atrás, una mujer chistó para que se callaran. Paulino prendió otra vela, se la entregó a Pepita y le rogó al oído que la ofreciera por él al patrón de los imposibles. Ella miró de soslayo a la mujer que acababa de chistar, y le susurró a Paulino sin apenas mover los labios:

—¿Qué quieres que le pida?

Las dos manos de Pepita sujetaban la vela encendida, él las rodeó con las suyas y contestó:

—Tú lo sabes, chiqueta.

Y se marchó. Ella le vio caminar hacia la puerta. Le vio tomar agua bendita y persignarse torpemente, mirándola.

Cuando Paulino iba a besarse el pulgar, Pepita se santiguó y acercó también el suyo a sus labios. Mirándole.

30

Cuando un camarada cae, es preciso tomar precauciones. Carmina ha caído. Felipe y Paulino deben abandonar el número dieciséis de la calle Ave María. Se marcharán esa misma mañana, en cuanto Paulino regrese; la familia de Peñaranda de Bracamonte los alojará en su casa, en la calle Ayala, hasta el día de Navidad. Desde allí irán con ellos al penal de Ventas. Inmediatamente después, emprenderán camino hacia Toulouse. Felipe aguarda inquieto a Paulino, que ha cometido la estupidez de salir a la calle. Él no pudo evitarlo, El Chaqueta Negra es testarudo, se negaba a dar explicaciones y a tomar en consideración el riesgo a ser descubierto. Salió a la calle, después de discutir con Felipe, que le increpó a voz en grito:

—¿Adónde vas?

—Voy a salir un momento, enseguida vuelvo.

—¿Te has vuelto loco? A ver si te has creído que porque hayas dejado la chaqueta de pana ya no eres un huido.

—Llevo un buen disfraz, de burgués.

—Pero no para exponerse tontamente, ¿qué clase de bicho te ha picado?

—Antes de una hora estoy aquí, te lo juro.

—Pero ¿adónde tienes que ir?

—Tengo que salir.

—Tú no vas a ninguna parte.

—Felipe, voy a salir.

—¿No vas a decirme siquiera adónde vas?

—Si te empeñas.

—Me empeño, por mis muertos.

—A ver a Pepita.

—¿Qué me estás diciendo?

—Que voy a ver a Pepita.

—¿Y qué tienes con ella?

—Sólo buenas intenciones. En una hora estoy aquí, camarada, te lo juro.

—No me digas camarada, cabrón, mientras te vas a rondar a una muchacha que sabes que no tiene madre, que no tiene padre, que está sola, y tú la pones en peligro. A ella, a ti, y a mí, a todos nos pones en peligro si sales a la calle.

—Más peligro es ir a ver a Tensi, ¿no?

—No la nombres siquiera, hijo puta, que te mato.

De nada sirvió la discusión, Paulino salió a la calle dejando que Felipe continuara insultándolo desde el descansillo de la escalera.

Cuando Paulino regresó, Felipe le dijo que Carmina había caído y que tenían que irse sin perder un minuto. Volvieron a discutir, pero salieron a la calle vestidos de burgueses después de haberse abrazado.

La ropa que viste le resulta incómoda, a Paulino. Una y otra vez se ahueca el cuello de la camisa con los dedos para liberar su garganta del ahogo que le provoca su rigidez. En el tranvía que le lleva hacia la plaza de Manuel Becerra, no deja de pensar en Pepita. Sentado junto a Felipe, contesta con monosílabos a su compañero. Sabe que él intenta conversar a modo de disculpa por los insultos que le profirió hace apenas una hora, pero él no tiene ganas de hablar.

—A mí no me engañas, a ti no te gusta nuestro disfraz de burgués, porque parecemos burgueses de verdad.

—Ya.

—Ya se conoce que no.

—¿Qué?

—Que ya se conoce que no te gusta, te acabarás arrancando el cuello.

—Ya.

—Ya, ya, pues déjalo ya, que me estás poniendo los nervios para arriba.

La ha abandonado. Ha abandonado a Pepita como abandonó a Elvira y a su madre en el puerto de Alicante. Es posible que no vuelva a verla, que desaparezca en la sombra de este desconcierto, al igual que desaparecieron su madre y su hermana, de las que no tiene noticias desde entonces. Paulino sólo sabe que a todos los que estaban en el puerto los consideraron prisioneros políticos. Que separaron a las mujeres de los hombres y los encerraron a todos, incluso los cines de la ciudad se convirtieron en prisiones improvisadas. También algunos conventos sirvieron de cárceles. Cuando cines y conventos estuvieron abarrotados, a las mujeres las llevaron al Campo de Los Almendros, y a los hombres al de Albatera. Un compañero del Partido le dijo que después trasladaron a un gran número de mujeres a Madrid. Las llevaron en tren. En el trayecto murieron cinco niños. Tardaron cinco días en llegar, en vagones precintados, y hacía mucho calor. El primer día les dieron una naranja y una sardina de lata. El tercero, medio chusco de pan negro. Eso fue todo lo que comieron en cinco días.

—Es bonito Madrid.

No ha podido avisar a Pepita, no ha podido decirle siquiera que se iban de Ave María. No ha podido. Y la dueña de la casa no ha querido llevarle una nota, dijo que no, que no quería llevar eso encima si la cogían. Felipe volvió a enfadarse con él cuando oyó lo que estaba pidiendo.

—A ti se te ha ido el seso como el agua se va por un caño, chiquillo, en un momento se te ha ido todo el seso.

—Sólo quería enviarle una nota.

—¡Qué nota ni qué nota, joder! ¿No te das por enterado de que esta mujer no tiene que saber de ella ni el nombre? ¡Y vas tú, y le quieres dar las señas, so merluzo!

—Le he pedido que venga esta noche.

—¿Aquí? ¿A Pepita?

—Sí.

—La has hecho buena.

Felipe descubrió en la expresión de angustia de Paulino un terror que no le había visto nunca, ni siquiera en los peores momentos de las peores atrocidades que habían presenciado juntos. Le miró a los ojos, y le dijo que no se preocupara, que avisarían a Pepita de que no debía volver a Ave María.

—Mira, ahí estuvimos nosotros poniendo sacos, se ve que no hicimos bien la faena.

El tranvía rodea la Puerta de Alcalá.

—Sí.

La buscará en la puerta del penal. Intentará acercarse a ella y le entregará una carta. Hoy mismo escribirá la carta.

—Menudos pepinazos, tiene más agujeros que un cedazo.

Es raro Felipe, le dio un abrazo inmenso antes de abrir la puerta de Ave María, cuando le dijo que no se preocupara por Pepita.

—No te preocupes por Pepita, y ven aquí, cabrón. Dame un abrazo, hijo puta, que llevas una herida más honda que la mía.

Parece bruto, pero es un sentimental, se le nota cuando habla de Tensi. Le llamó hijo puta sólo por nombrarla, y quiere mucho a Pepita, también se le nota, porque cuando él le contó lo de San Judas Tadeo mientras bajaban las escaleras, se paró y volvió a abrazarle. Y se le pasó el enfado. De dónde habrá sacado esa maleta de doble fondo para guardar las armas, la ha conseguido esta misma mañana, porque ayer no la tenía. No le ha consentido cargarla, tozudo sí que es. Si me paran, le había dicho, no me conoces. Yo iré delante y tú unos pasos atrás y si ves que me paran, pon cara de paisaje y sigue andando como si nada, que todas las precauciones son pocas. Sin embargo, se sentó a su lado en el tranvía y ahora no para de hablarle, porque es un sentimental y no soporta estar enfadado.

—Estamos llegando.

No consentirá que vuelva a cargar la maleta. Cuando bajen del tranvía, se la arrancará de las manos si es necesario. Qué le habrá visto en la cara cuando le dio ese abrazo; una herida más honda que la mía, le dijo. Y Paulino vuelve a ahuecarse el cuello de la camisa, y cierra los ojos. Pepita. Y la ve, sentada en la piedra del camino del cerro, intentando ocultar su rostro tras la toquilla. Y la ve caminar asustada hacia atrás alrededor del matorral, apartándose el mechón de la frente. Y la ve, con su vestido de flores y sus zapatos mojados, contonear las caderas. Y la ve enfadada. Y la ve gritando. Y la ve con una vela en la mano en la iglesia de San Judas Tadeo. Y la ve santiguarse mirándolo a él, y acercarse el pulgar a la boca.

Y la siente en los labios.

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