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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (7 page)

BOOK: La voz dormida
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—Cuando termine la guerra, tendremos un niño como éste, mira qué guapo es.

Alzó al niño y se echó a reír.

—Ay madre, ay madre mía.

Agitó sus pendientes y la borla de su sombrero. Hacía calor. Y Tensi se bajó la cremallera del mono azul dejando al descubierto su cuello.

—¿Te gustaría, Felipe? Uno como éste, mira, ¿te gustaría?

—Y con el puño cerrado.

—Pero con sus cinco deditos.

—Con deditos o sin deditos, pero el puño cerrado.

—No seas bruto, Felipe.

La besará en el cuello. Le quitará el gorro y acariciará sus dos trenzas. Tensi. Le bajará la cremallera hasta más allá de la cintura. Y gozará de la dulzura de su cuerpo. Acompasará la respiración a la suya, y se deslizará entre sus muslos cobrizos. Sin prisa. Y después, ella le pedirá que la mire. Felipe aprieta los labios y sofoca un suspiro. Porque Tensi espera un hijo, y él no podrá verla con su hijo en los brazos.

Regresa el dolor. Felipe intenta incorporarse para atisbar el sendero por donde ha de regresar Paulino.

Todos los demás están muertos.

Y ahora él va a morirse solo, tirado en el monte, besando el retrato de Tensi. Tensi. Tensi.

Debería pegarse un tiro ahora mismo.

Un tiro. Ahora mismo. Paulino debió matarle cuando él se lo pidió. Pero no le mató.

—No quiero que me cojan vivo.

Su compañero no atendió a su ruego.

—No te cogerán.

Le rodeó la cintura, lo sujetó sobre su hombro y cargó con su peso para ayudarle a caminar hacia un lugar seguro antes de ir a buscar ayuda. Se escondió con él durante horas, debajo del puente que los guardias civiles habían atravesado para marcharse triunfantes, con los cadáveres de sus compañeros colgados en mulas. Y allí, en su escondite, le curó la herida con un apósito de resina de pino fresca y le escuchó hablar de su mujer, de lo mucho que la había querido, y de lo mucho que la quería.

—Llévame a verla.

Le rogó que lo llevara a verla. Se lo rogó repetidamente, sin quejarse de la bala alojada en su costado, doliéndose únicamente de la ausencia de Tensi.

—Llévame a verla.

—Antes hay que sacar esa bala.

Paulino pensó en don Fernando. Porque don Fernando era médico, y aún les debía un favor. Por lo de Paracuellos. Sí, se acordó de don Fernando, el doctor Ortega, y de Paracuellos del Jarama. Felipe y Paulino le conocieron en la primera reunión de la junta de Defensa de Madrid, en el Ministerio de la Guerra, y pocos días después lo vieron cerca del aeropuerto de Barajas, junto a Kolstov, cuando trasladaban a más de mil prisioneros políticos desde la cárcel Modelo. A otra cárcel dijeron que los llevaban. Aún les debe un favor, conseguir que la hermana de Hortensia sirviera en su casa es echar una mano, pero no es un favor.

Sin escuchar a Felipe, que seguía hablando en voz baja de Tensi, Paulino decidió que recurriría a don Fernando. Lo decidió mientras esperaba el momento adecuado para ir en busca de su enlace a la huerta de El Altollano. No dejaría morir a su compañero. No lo permitiría. Había sido incapaz de evitar las muertes de los demás. Había sido incapaz de convencerles de que debían cambiar de campamento esa misma mañana, cuando se acercó a ellos un hombre que iba recogiendo leña en un carro de bueyes. El perro que iba con él comenzó a ladrar, y el gañán bajó del carro para ver por qué ladraba. Perro y dueño se pararon a cien metros del grupo, que ya había encarado las armas al oír los ladridos. El hombre hizo ademán de huir.

—No se mueva.

No se movió. No podía moverse.

—Ya se supondrá quiénes somos. Somos guerrilleros defensores de la República.

—Ya he oído hablar.

—¿Qué piensa usted hacer?

—No sé lo que tengo que hacer.

—Lo que tiene que hacer es callarse la boca, no decirle a nadie que nos ha visto.

—Yo no se lo digo a nadie.

—Si da cuenta de que nos ha visto, se pone usted mismo en peligro, a lo mejor no es hoy, ni mañana, pero usted peligra un día a la muerte.

—No, no, tranquilos.

Ese hombre llevaba el miedo en las manos. Les dio un Viva la República y sonrió. Pero el miedo se veía en la piel de gallina de sus manos, en su vello erizado, en su temblor y en las veces que volvió la cara mientras se marchaba.

—Ése no se ha alegrado de vernos, puedes estar seguro. ¿Le has visto las manos?

—Ya estás con lo mismo.

—Ese tío nos denuncia.

—Quiá.

—Si nos aplastamos aquí, aquí mismo nos limpian. Hoy tenemos la de San Quintín aquí mismo.

—Almorzamos y nos vamos.

Todos acusaban la fatiga de la caminata de la noche anterior. Había llovido y estaban mojados. Paulino no insistió. Encendieron un fuego para secarse y se dispusieron a descansar. La Guardia Civil no tardó en rodearlos. Eran las tres de la tarde y estaban comiendo. Los guardias civiles llegaron abiertos, bien separados, con fuego cruzado. Algunos camaradas murieron con un trozo de queso en la boca. No resistieron ni un solo asalto. Ni un asalto. Felipe y Paulino encontraron un hueco en el flanco enemigo rompiendo el cerco con una bomba de piña; pero hirieron a Felipe, y no pudieron huir más allá de unos metros. Se camuflaron en un sembrado. Una hilera de pequeño matorral separaba el sembrado del baldío. Fue entonces cuando su compañero le pidió que le matara.

—Disfrutarán con nuestras muertes, con nuestras vidas no. Y yo no tengo valor.

El tampoco tuvo valor. Le ayudó a arrastrarse hasta los matorrales y allí, agazapados con el arma en la cara, matar o morir, escucharon voces que se acercaban. Doce miembros de la partida estaban muertos. Y al menos cinco guardias civiles cayeron con la explosión de la bomba. Felipe quiso lanzar otra, pero Paulino le detuvo:

—Espera, yo creo que no nos han visto.

—Pues al primero que nos vea, me lo vendimio.

El primero que llegó hasta ellos era un número de la Guardia Civil, al que seguía un sargento.

—Mi sargento, aquí hay sangre, uno va herido.

Y Felipe y Paulino se vieron perdidos.

—Me he puesto el traje nuevo esta mañana y ahí en el monte me lo voy a estropear.

—Ya le darán otro.

Quizá el sargento sabía que detrás de los matorrales se agazapaba la muerte. Quizá por eso no se dejó convencer por el número que insistía. Y se marcharon. Quizá huyeron de Felipe y Paulino. O quizá al traje nuevo del sargento le debían la vida los dos. Y los dos esperaron a verlos marchar, hacia el puente, con el resto del tercio.

Paulino intuyó que el mejor lugar para esconder a Felipe mientras él iba a pedir ayuda era precisamente el camino que los guardias civiles tomaron para regresar. El puente.

Y desde su escondite, vieron cómo se alejaban los cadáveres de sus camaradas ensangrentados sobre las mulas, el balanceo de sus cabezas y sus brazos. Doce. Ernesto. El Porra. El Gallego. Los vieron, sin poder diferenciar a unos de otros. Sebas. Carlos. Sus rostros desfigurados. Victoriano. El Torero. El Chiqui. Tomás. Paco. Cien palos. Murillo. Pero él no consentiría que El Cordobés muriera. El iría en busca de Carmina para que Pepita viniera, y Pepita le traería al médico que le extirparía la bala. Y después, Paulino cumpliría su juramento. Porque Felipe quería ver a Hortensia.

—Júrame que me llevarás a verla, júramelo.

—Te lo juro.

21

Los ojos asustados de aquella chiquilla hicieron olvidar a Paulino su propio temor, y la prisa por volver junto a Felipe. Su mirada azulísima lo retenía en un juego imprudente, sin duda impropio de él. Paulino sabía que la celada del día anterior se debía a la traición del hombre que tenía el vello erizado en las manos. Estaba seguro de ello. Y no le cabía la menor duda de que la Guardia Civil volvería al cerro. Su enlace se lo había advertido:

—Pusieron a los vuestros en el suelo de la estación para que todo el mundo los viera antes de echarlos a la zanja. Pero saben que faltan dos muertos. Saben que dos hombres escaparon a la batida, y sospechan que uno de ellos es El Chaqueta Negra. Volverán.

Volverán. Volverán, le había dicho. Y él utilizó el tiempo justo para pedirle a su enlace que avisara a Pepita. Y después, corrió al lado de Felipe sin perder un minuto.

Sin perder un minuto tendría que regresar también ahora junto a Felipe.

Pero esos ojos azules no dejan de mirarle.

—Tengo que irme, voy a perder el tren.

—Felipe está herido.

—¿Está herido?

Y los ojos azulísimos se abren a un miedo mayor del que ya tenían:

—¿Está herido?

—Necesita un médico.

Un médico. Felipe necesita un médico y Pepita aún no sabe lo que Paulino viene a pedirle.

—¿Está grave?

—Necesita un médico.

—Eso ya me lo has dicho, ¿está grave?

—Tiene una bala dentro, hay que sacarla.

—¿Y qué recado me manda?

—Tú trabajas en casa de un médico.

—El señorito no es médico.

—Lo era.

—¿Don Fernando?

Ahora Pepita sospecha, pero aún no tiene la certeza de la petición que Paulino se dispone a hacerle.

—Don Fernando no es médico. Nunca he oído mentar que fuera médico. Trabaja en la platería de la calle Moratín.

—Era médico. Y cuando uno ha sido médico, siempre es médico.

—¡Qué ha de ser!

—Lo es, chiqueta, no te empeñes. Y Felipe necesita que le saquen la bala de dentro, si no se la sacan, se morirá.

—Ay madre, ay madre mía de mi vida y de mi corazón.

Sí, Pepita ya sabe lo que van a pedirle.

—Y tú quieres que yo te traiga al señorito, como si lo viera. Ay qué lástima. Si es que ya lo estoy viendo, tú pretendes que lo traiga yo aquí.

—No, aquí no. Te dirán esta tarde adónde llevarlo. El cerro ya no es lugar seguro.

No es lugar seguro. Pepita gira la cabeza a derecha y a izquierda, como tantas veces ha visto hacer a su vecina, alante y atrás.

—El señorito me puede denunciar si le pido eso.

—Dile que vas de mi parte. Dile que vas de parte de Paulino González.

—A ti también te puede denunciar.

—No lo hará.

—¡Mucho sabes tú, mira tú qué pena!

Paulino volvió a reír. Y Pepita volvió a preguntarle de qué se reía.

—¿Y ahora, de qué te ríes?

—Mi enlace te dirá adónde tienes que llevar al médico. Ve a las dos en punto al mercado de la Cebada, busca el puesto veintiséis y pregunta por Carmina. Ella te dirá que si quieres patatas. Tú le contestas que quieres patatas, puerros y perejil. ¿Te acordarás? Es muy fácil, patatas, puerros y perejil, todo empieza con pe.

—Como Paulino.

—Y como Pepita.

Ella hubiera querido pedirle que no la mirara así. Pero no se lo pidió.

—Quiero ver a Felipe.

—No.

No, contestó Paulino. Y añadió:

—Ahora no. Esta noche lo verás. Adiós, chiqueta.

Y Pepita se gira con intención de marcharse.

—Adiós.

Al despedirse, Paulino la retiene sujetándole el brazo:

—Recuerda: patatas, puerros y perejil. Y no hables de esto con nadie. Y menos, delante de la mujer de don Fernando.

Pepita le dice: No, descuida. Pero le hubiera gustado preguntarle por qué no ha de enterarse la señora. Le hubiera gustado decirle que no se atreverá a hablar con nadie, y tampoco con don Fernando. Le hubiera gustado preguntar por qué no lo hace su enlace. ¿Por qué? Pero no lo pregunta. ¿Por qué ella? Y se aleja de Paulino aferrada a su toca, mirando al suelo.

¿Por qué ella?

¿Por qué?

22

Huir no es tomar el tren. No es siquiera alejarse. Huir no es estar lejos. Pepita apoya su cabeza en la ventanilla evitando mirar al cerro. Entorna los ojos para alejarse de Paulino. Porque Paulino le ha acariciado el pelo. Le ha dicho que Hortensia también es muy guapa. También, había dicho. Y le apretó el brazo antes de decirle Adiós. Y la miró a los ojos. Y Pepita se niega a mirar al cerro, para alejarse de Paulino, y de la petición que le ha hecho Paulino. Cierra los ojos, aunque sabe que el tren la lleva directamente hacia el lugar del que pretende estar huyendo. Cuanto más se aleja de Paulino, más se acerca a don Fernando, y regresa a Paulino.

—Todavía hay sangre, ¿la habéis visto?

—No han consentido que nadie la limpie.

Los murmullos de sus compañeras de vagón llevan a Pepita al sobresalto.

—¿Qué sangre?

Casi gritó.

—Chiquilla, ¿no has visto el suelo de la estación?

No. Ella no ha visto el suelo de la estación. Ella miraba al suelo, pero no ha visto el suelo.

—Ayer mataron a doce.

—A diez.

—A mí me han dicho que a doce.

Susurros. Susurros al oído se intercambian las mujeres acercando sus cabezas para que Pepita no las oiga. Pero Pepita las oye.

—Yo los vi, y eran doce.

—La partida entera de El Chaqueta Negra.

—No me digas que han matado a El Chaqueta Negra.

—No, El Chaqueta Negra no estaba entre los muertos, él y otro se escaparon.

Y antes mataron a cinco o seis guardias civiles.

—Cualquiera sabe, eso nunca lo dicen.

—Ni lo dicen ni lo dirán, pero en la huerta de El Altollano me han dicho a mí que El Chaqueta Negra mató a cinco o seis guardias civiles, y que se escapó con otro que va herido.

—Entonces, Paulino es El Chaqueta Negra.

Se le ha escapado en voz alta, a Pepita, pero ninguna de las pasajeras lo ha oído.

Sí, Paulino es El Chaqueta Negra.

Paulino es El Chaqueta Negra. Y la ha mirado a los ojos. Es El Chaqueta Negra, y por eso conoce a don Fernando. Pepita vuelve ahora la mirada hacia el cerro y se pregunta por qué no le habrá dicho Paulino que es El Chaqueta Negra. Ella lleva un mensaje de El Chaqueta Negra.

Al llegar a la estación de Delicias, continúa pensando en Paulino. Baja del tren sin prisa. Sin prisa camina mirando a los novios que han madrugado para abrazarse, los enamorados que se citan en el andén simulando ser viajeros que se despiden, para evitar la multa por escándalo público a la que se exponen si se abrazan en plena calle. Y sin prisa se dirige hacia el metro, mirando a un lado y a otro, con la cabeza hundida en los hombros. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Viaja en el metro mirando de reojo a su alrededor. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y saldrá al exterior atisbando de soslayo a los que suben las escaleras junto a ella. Vigilará a los transeúntes. Recorrerá las calles. Despacio. La Puerta del Sol, Montera, la plaza de Jacinto Benavente. Atocha. Y pisará el umbral de la pensión mirando a derecha y a izquierda antes de entrar. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Las campanas de la iglesia de San judas Tadeo darán la media. Las ocho y media. Aún le dará tiempo de limpiar el retrete y de ayudar a la señora Celia en la cocina antes de ir a casa de don Fernando.

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