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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (8 page)

BOOK: La voz dormida
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Cuando Pepita abra la puerta de la pensión, encontrará a su patrona en el pasillo:

—¿Por qué no me has avisado de que te ibas?

Le preguntará, intrigada, doña Celia, por qué no la ha avisado, ya que Pepita la despierta todas las mañanas para decirle que se va, antes de ir a la estación a recoger carbonilla.

Curiosidad, más que enojo, encontrará Pepita en la voz de doña Celia. Y descubrirá entonces que le tiemblan las piernas y que le cuesta respirar. Descubrirá que le cuesta mantenerse en pie y mirarla de frente. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y se sorprenderá al verse allí, en el pasillo de la pensión, porque no recordará haber caminado por las calles, ni haber viajado en metro, ni haber recorrido el andén de la estación, ni haber llegado en tren a Delicias. Ella sólo recuerda que debe dar un mensaje a don Fernando. Debe ir a casa de don Fernando.

—Estás blanca como la cera, muchacha, ¿qué te ha pasado?

Y Pepita no querrá contestar, porque la cabeza se le ha llenado de espuma, de una espuma muy densa, y escucha a lo lejos un silbido, un tren que se marcha. Ella debe ir a casa de don Fernando. Trae un mensaje de El Chaqueta Negra. Le cuesta oír a su patrona, le cuesta mirarla, le cuesta fijar la vista, le cuesta escucharla, y busca con el hombro la pared.

—¿Dónde está tu lata? No vienes de la estación, ¿verdad?

No querrá contestar. Siente que el silbato del tren atraviesa la espuma de su cabeza. Y ella va en ese tren. Se va.

Y antes de caer al suelo, se apoya de costado en la pared.

No querrá contestar, pero dirá en un murmullo mientras resbala:

—Traigo un mensaje de El Chaqueta Negra.

23

Se acerca la Nochebuena. Y doña Amparo ha dejado un mensaje sobre la mesa del comedor, a su marido, a don Fernando. Quiere que le traiga musgo porque va a poner un nacimiento. Y le pide, de paso, que le deje algo de dinero, que ya ha gastado el que le da para la semana y no le queda para comprar el pavo de Navidad y darle un aguinaldo a Pepita.

Don Fernando lee deprisa, rastreando el cariño de su esposa en las palabras escritas en el papel que tiene en la mano. Pero no lo encontrará, no, ni un resto del cariño de su esposa. Se despide de él diciendo que pasado mañana, domingo, no oirán misa en San Francisco El Grande, sino en San Sebastián. Que recuerde que San Francisco, por fin, está en obras, que por fin van a restaurar el altar que destruyó el bombardeo.

Casi dos años lleva don Fernando sin hablar con su esposa. Ya hace casi dos años que se ven tan sólo los domingos. Él la toma del brazo en la puerta de casa y caminan hacia la iglesia mirando al frente, devolviendo los saludos de los que se cruzan con ellos, y la sonrisa, como obliga la cortesía. Ese fue el pacto. Don Fernando acompañaría a misa los domingos a doña Amparo, para no dar lugar a rumores. Y ella viviría en el piso de arriba. Mandarían a Felisa a su pueblo, y meterían una muchacha por horas.

—No quiero que duerma aquí nadie. No quiero un testigo que pueda ir diciendo lo que hacemos y lo que no hacemos.

No quiero, aprendió a decir doña Amparo.

—No quiero verte en la parte de arriba. Y no quiero bajar mientras tú estés abajo. No quiero cruzarme contigo por los pasillos.

No quiero, se acostumbró enseguida a repetir.

—No quiero que me cuentes nada. Nada, ¿me entiendes? No quiero hablar contigo nunca más en la vida.

Ése fue el pacto acordado, cuando el doctor Ortega le comunicó a su mujer que le habían ofrecido un puesto de contable en la platería de Moratín y que abandonaba la medicina.

—He visto demasiada sangre, Amparo.

—La guerra es la guerra, y en la guerra hay sangre, eso fue lo que yo le dije a tu padre para que no te denunciara. ¿Qué vas a decirle tú ahora, que a estas alturas le tienes miedo a la sangre?

Le recordó que conservaba la vida gracias a ella, que fue ella la que persuadió a su padre para que no lo mencionara en la Causa General.

—Ya le has avergonzado bastante.

Y repite doña Amparo que don Fernando ha avergonzado a su padre:

—Yo creo que ya le has avergonzado bastante.

Y lo dice sabiendo que es cierto. Porque el padre de don Fernando también es médico. Y es amigo personal de Francisco Franco, y durante la guerra le siguió hasta Burgos, para ejercer en la zona nacional, mérito suficiente para que el mismo jefe del Estado le asignara el puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación una vez acabada la guerra. El padre nunca le perdonó al hijo que permaneciera fiel a la República prestando sus servicios en el Hospital de Sangre de Chamartín. Le avergonzó durante la contienda, y le avergonzó aún más cuando el Generalísimo presidió el primer Desfile de la Victoria en el paseo de la Castellana de Madrid, y su hijo se negó a asistir a la ceremonia. La familia entera estaba invitada al palco de honor, junto al Cuerpo Diplomático. La guardia mora custodiaba la tribuna donde el general Varela le impuso al Generalísimo la Gran Cruz Laureada de San Fernando, y su hijo se negó a verlo.

—Ve tú, yo no pienso participar en semejante farsa, ¿sabes cómo ha conseguido la Laureada?

—No me hables de farsas, Fernando, no me hables tú de farsas. Tú, la honestidad en persona, el capitán médico Ortega, el héroe de Paracuellos.

—Te he dicho muchas veces que no estuve en Paracuellos.

Doña Amparo le recuerda a su marido aquella discusión, y añade que ella consiguió convencer a su suegro de que él no estuvo en Paracuellos del Jarama.

—Mi padre nunca se convenció de eso.

—Pero no te denunció. Y yo tampoco. A mí no me importó lo que hubieras hecho.

—Amparo, tienes que entenderlo. Me repugna la sangre, me asquea.

—¿Cómo voy a entenderlo? Yo me casé con un cirujano, eso es lo que entiendo yo, con un cirujano, y si dejas de ser cirujano, ya te puedes ir a Rusia con tus amigos los comunistas, porque te vas a arrepentir. A mí no me haces pasar por la vergüenza de explicarle a nadie que has dejado de ser médico porque te da asco la sangre. Y no pienso decirle a nadie que ahora quieres ser un simple empleado de pacotilla. Ni hablar, yo no pienso hacer el ridículo de esa forma, ¿te enteras?, y no voy a consentir que lo hagas tú.

Durante meses, don Fernando intentó aplacar la ira de su esposa. Continuó ejerciendo la medicina, y le juró que no volvería a hablar del tema. Consiguió que, al llegar a casa, ella le recibiera con un beso. Don Fernando la amaba. Consiguió que ella le ofreciera su ternura en el dormitorio. La amaba, pero sentía que la entrega de su esposa exigía de su parte una sumisión total que le rendía, una entrega más íntima, una claudicación que lo postró en un estado de melancolía del que era incapaz de reponerse.

—No puedo seguir así, Amparo, tenemos que hablar.

—No hay nada de que hablar. Yo no quiero hablar de nada.

—Voy a trabajar en la platería.

Le costó decirlo, pero lo dijo. Y su esposa no lo aceptó, como era de esperar. Trasladó a la torre todas sus cosas y le gritó que no hablaría con él nunca más en la vida.

—En la vida, ¿lo oyes? Nunca más en la vida.

Añadió que no se le ocurriera subir esas escaleras, jamás:

—Jamás, so pena de que vengas a decirme que eres médico. Y yo no bajaré mientras tú estés abajo y sigas siendo un contable de pacotilla.

Esa misma tarde, Felisa fue a despedirse de doña Celia. Y doña Celia visitó a don Fernando en nombre de El Chaqueta Negra.

—La hermana de una camarada presa necesita trabajo.

En contra de la costumbre, que señalaba que la señora de la casa contrataba al servicio, don Fernando admitió a la sirvienta sin consultar siquiera a su mujer. A las diez en punto de la mañana del día siguiente, don Fernando abría la puerta de su casa a una muchacha de ojos azulísimos.

24

La primera nevada de aquel invierno comenzó a caer cuando Pepita llegaba a casa de don Fernando. Llamó a la puerta con timidez, un leve timbrazo suave y corto, uno solo. El esperaba a Pepita, dispuesto para salir, con la capa española sobre los hombros y el sombrero en la mano. Le extrañó la ausencia de energía en aquella llamada. Le extrañó, porque eran las diez de la mañana, la hora en que llegaba Pepita. Y Pepita nunca llamaba así. Antes de abrir, don Fernando miró a través del cristal de una ventana para decidir si se llevaba o no el paraguas. Después se acercó a la puerta y se asomó a la mirilla. Sí, era Pepita. Escondió la nota de su esposa en un bolsillo. Y abrió.

Nevaba.

—Buenos días.

—Buenos días, señorito.

—¿Has visto?, está nevando.

Pepita no le devolvió la sonrisa. No cerró la puerta. No se quitó el abrigo ni se dirigió como siempre a la cocina. Se quedó parada en el vestíbulo mirándole fijamente. Él se colocó el sombrero frente al espejo del perchero, sorprendido ante la falta de entusiasmo de la joven. Porque nevaba, y ella no había corrido a la ventana para verlo.

—¿Está la señora?

—Está en misa.

Entonces ella cerró la puerta y se colocó detrás de don Fernando. Él advirtió sus ojeras a través del espejo, los labios pálidos, los ojos enrojecidos. Se giró hacia ella y le preguntó si había llorado.

—¿Has llorado?

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando se inclinó hacia sus ojos.

—¿Te encuentras bien?

Observó su lividez. Le tomó la muñeca y le buscó el pulso.

—Estás al borde de una lipotimia.

—Tengo que decirle una cosa muy importante.

Con temor a volver a desmayarse antes de haber dicho lo que debe decir, Pepita toma aire y repite:

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando la conduce hacia la silla más próxima y la ayuda a sentarse.

—Voy a traerte un vaso de agua con azúcar.

Cuando regresa de la cocina, dando vueltas rápidas al agua con una cucharilla, don Fernando encuentra a Pepita con los codos sobre las rodillas, la cabeza baja y el rostro hundido entre las manos.

—Toma, bébete esto.

—Una cosa de parte de Paulino González.

Ahora es don Fernando quien palidece. Con el vaso extendido hacia Pepita, insiste:

—Bébete esto.

Y se sienta junto a ella.

—Bebe despacio.

Pepita bebe. Despacio.

—Bébetelo todo.

El último trago es el más dulce.

—Usted es médico.

Él guarda silencio.

Las últimas palabras serán las más difíciles de pronunciar, las palabras que quedan por decir, pero serán las que calmen la angustia de Pepita. Dirán, de corrido, que Paulino González necesita un médico, porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Dirán, de corrido, que don Fernando es el médico que Felipe necesita, que Felipe es el marido de su hermana Hortensia y que Hortensia está presa y está preñada y se moriría si Felipe llegara a morirse y que un enlace le dará en la plaza las señas para que lleve al señorito a sacarle la bala a Felipe. Y que no se entere la señora.

—No sé por qué no tiene que enterarse la señora, pero que no se entere la señora. Eso me ha dicho El Chaqueta Negra. Eso es lo que me ha dicho. Y que usted no va a denunciarme, eso también me lo ha dicho, señorito, que usted no va a denunciarme.

25

Ave María, número dieciséis. Ave María, le había dicho Carmina a Pepita en el mercado de la Cebada, después de que ella le pidiera patatas, puerros y perejil. Ave María. Y Pepita reconoció a la mujer que tendía la ropa en el balcón. Carmina habló un minuto, sin mirarla siquiera. Le notificó el lugar y la hora de la cita: Calle Ave María, número dieciséis, tercero derecha, esta noche a las nueve y media. Y se marchó a las traseras del puesto de verduras.

Pepita regresó a la pensión. Comió, poco, y en silencio. Ayudó a la patrona a servir las mesas y recogió las migas de pan negro en su bolsita de terciopelo. En silencio retiró los platos y los cubiertos de las mesas, y en silencio recogió las migas, sin contestar a las preguntas de su patrona, negando con la cabeza lo que había susurrado por la mañana antes de caer redonda al suelo.

—¿Pero no me habías dicho que me traías un mensaje de El Chaqueta Negra?

—No, señora.

Ante las reticencias de la muchacha, doña Celia optó por no preguntarle más. Pero cuando se estaba preparando una achicoria en la cocina, Pepita llegó haciendo pucheros, se sentó en una silla, rompió a llorar, y le contó todo. Todo. Y se lo contó sin que ella se lo hubiese pedido.

Mientras Pepita lava los platos llorando, doña Celia se toma su taza de achicoria e intenta calmarla.

—No estés tan nerviosa, criatura, todo saldrá bien. El Chaqueta Negra sabe lo que hace. Ya te acostumbrarás a tomártelo con más tranquilidad.

Yo no pienso acostumbrarme a nada. Después de esta noche, que se olvide de mis penas y no cuente más conmigo, que esto no nos va a traer más que desgracias, desgracias, únicamente, y yo ya he tenido muchas. Yo no sé a usted, pero a mí el Partido lo único que me ha traído han sido desgracias. Yo le llevo al médico esta noche, y me tragaré el miedo porque esta vez no me queda más remedio que tragármelo. Pero nunca más. Desgracias vendrán que nos harán llorar, y ésta es la última vez que lloro, que ya he penado lo mío y ya he llorado lo que tenía que llorar y no pienso llorar más.

—Lo mismo dije yo la primera vez que fui al cementerio.

—No es lo mismo.

—No, no es lo mismo.

Y no era lo mismo, porque doña Celia ya no lloraba. Y porque doña Celia no acudía al cementerio cada mañana para visitar a su hija, como creía Pepita. Ella ni siquiera sabía si Almudena se encontraba allí. Ella sólo tenía la certeza de que su hija estaba muerta. No, no era lo mismo. A pesar de que doña Celia sintió idéntico espanto al que ahora soporta Pepita a duras penas, cuando su sobrina Isabel se acercó a ella en la plaza de Antón Martín y le habló al oído.

—Tengo que pedirle un favor, tía.

Iba a pedirle un favor. Isabel iba a señalarle que el sepulturero comía a diario en su pensión. Y le contó que todas las mañanas había una cola de mujeres en la puerta del cementerio del Este.

—Esperan, pero nunca las dejan pasar.

Hacían cola las mujeres que sabían que iban a fusilar a algún familiar, con la esperanza de que les permitieran ver a sus muertos.

—Antes de que los echen a la fosa.

Sólo tiene que pedirle al sepulturero, le había dicho su sobrina al llegar al callejón Doré, ante la puerta del mercado, sólo tiene que pedirle que nos deje escondernos en un panteón, a otra y a mí.

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