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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (5 page)

BOOK: La voz dormida
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—Ven, sangre mía, ahora te toca a ti.

Cuando Reme se acuerda de sus hijas, la llama, a Elvira, sangre mía.

—Ven, sangre mía, pon la cabeza en mis rodillas.

La llama sangre mía y le coloca la cabeza sobre sus rodillas. Y cuenta que a sus hijas no les pasó nada. A su consuegra, sí. A su consuegra la metieron tres meses en el depósito de cadáveres con ella, porque la cárcel del pueblo estaba llena.

—Cuando nos dijeron que nos llevaban al depósito, mi consuegra preguntó que si nos iban a hacer la autopsia en vivo.

Le dieron aceite de ricino de verdad, y la raparon. La pobre. Sólo porque creyeron que estaba celebrando la toma de Teruel.

—Y por más que se metió los dedos para vomitar, y por más que vomitó, que arrojó hasta el forro de las entrañas, no tardó en irse por las patas abajo.

Pero a sus hijas no les pasó nada gracias a Dios, ni a su hijo tampoco. Gracias a Dios y gracias a uno de los falangistas que entraron a registrar la casa.

—Era falangista, y buena persona, y no consintió que raparan a mis hijas, ni que les dieran a beber guarrerías.

No lo consintió. Pero no pudo evitar que las obligaran a fregar el suelo de la parroquia. Pero eso Reme no lo cuenta, porque prefiere no contarlo.

Durante el tiempo en que Reme estuvo encarcelada en su pueblo, sus hijas atravesaron la plaza a diario cargadas con sus propios cubos y sus propias bayetas ante la mirada acusatoria de las vecinas que se paraban a contemplarlas y alzaban la voz:

—Ni el más tonto se tragaría que no supieran lo que su madre estaba cosiendo.

—Esas escarmientan, te lo digo yo.

Y ellas miraban al suelo y apresuraban el paso hacia la iglesia.

Reme prefiere olvidar que sus hijas reprimían el llanto cuando le llevaban la comida al depósito de cadáveres, y que a veces no conseguían retener las lágrimas.

—No te muevas, sangre mía.

Y hurga en la melena roja de Elvira, y le acaricia la cabeza, y la aprieta con disimulo contra su vientre.

A sus hijas no les pasó nada. Nada. Y a su hijo tampoco.

—Mientras que a mi pobre Benjamín sí que lo humillaron bien. Un día y otro. Pero él es fuerte. Pobre Benjamín.

Benjamín es fuerte. A él le hicieron barrer las calles del pueblo por haberle permitido semejante oprobio a su mujer. Le hicieron barrer un día y otro hasta que acabó la guerra. Barrer y barrer hasta que trasladaron a Reme a Murcia, donde la condenaron a doce años de prisión. Barrer y barrer hasta que supo que su mujer cumpliría la condena en el penal de Ventas y él decidió abandonar el pueblo y alquilar un pequeño piso en Madrid, para estar cerca de Reme. Pobre Benjamín.

16

Están castigadas. Todas las presas de la galería número dos se quedarán sin comunicar hasta el próximo mes. Así se lo dicen a Tomasa, que las han castigado con la peor de las penas. Y le cuentan que Mercedes les impuso el castigo casi haciendo pucheros. Así se lo dicen, cuando Tomasa regresa con dolor en los huesos y la falda manchada de sangre.

—Quítate las faldas, que les voy a dar un agua.

—Ya se la doy yo.

—Qué se la vas a dar tú que vienes baldada.

Reme permanece de pie frente a Tomasa con la mano extendida.

—Anda, quítatela, que van a cortar el agua.

Con disimulo, Tomasa aprovecha el movimiento de sacarse la falda por los pies, se agacha un poco más de lo necesario y desliza bajo el petate los paños higiénicos que lleva escondidos en la toca de lana. Después, le entrega la falda a Reme.

—Ten, y gracias.

—Aquí somos todas hembras, Tomasa.

—¿Y qué?

—No es menester que los escondas.

—Que esconda qué.

—Ésos.

—¿No te dan asco a ti si no son tuyos? Ya te he dado la falda y te he dado las gracias. Y ya lavaré yo lo que tenga que lavar yo.

—Bueno, hija, menudo talante gastas. Siempre estás igual. Dame por lo menos las enaguas.

—No tengo otras.

La mujer que no sabía que iba a morir tercia como siempre entre las dos:

—¿Ya estáis otra vez partiendo los cacharros?

—Ésta, que pretende dejarme en cuero vivo.

—Si es que tiene manchadas las enaguas...

—Es verdad, Tomasa, tienes una mancha grandísima.

—Bueno, ya me la taparé con la toca, no pretenderéis que vaya en bragas a la reunión, ¿no?

—No vengas hoy a la reunión, descansa y mañana tendrás la ropa seca.

—¿Cómo que no vaya? Hay que hacer el pliego para pedir que nos dejen hacer labor.

—Ya está hecho, y entregado.

—¿Y la escuela?

—En marcha.

Le cuentan que las que saben leer y escribir están enseñando a las que no saben, y que en el taller de costura están haciendo un buen trabajo.

—Sacamos prendas para la guerrilla.

—¡Carajo! ¿Cómo lo hacéis?

La presencia de Elvira interrumpe la conversación. Acaba de incorporarse al grupo. Lleva un vestido en las manos, y unas enaguas. Se los ofrece a Tomasa en silencio. Los ha sacado de su maleta, la maleta de piel que conserva las huellas de muchos viajes. Entrega las prendas que habían sido de su madre como quien realiza una ofrenda, con la emoción de quien se desprende de su valor más preciado. Tomasa no sabe qué decir. Hortensia y Reme no saben qué hacer. Las tres observan a Elvira. Y ella sonríe. Sonríe. Y mantiene con firmeza sus brazos estirados y la mirada fija en el vestido.

La última vez que vio hermosa a su madre fue con ese vestido. Estaban las dos en Alicante, en el puerto, esperando un barco que nunca llegó. Paulino las había llevado hasta allí. Paulino y un camarada suyo que tenía las manos muy grandes las llevaron una noche desde Valencia, y se marcharon convencidos de que las dejaban en lugar seguro. Doña Martina tejía unos guantes de lana para entretener la espera y Elvira la miraba embelesada porque hacía mucho tiempo que no la veía tan guapa. Se había engalanado para el viaje con su mejor vestido recién planchado, un abrigo de terciopelo negro y un sombrero de media luna a juego, un casquete pequeño, casi diminuto, que le cubría escasamente la mitad delantera de la cabeza y resaltaba el color de sus ojos, el color del mar. Elvira no había vuelto a acordarse de aquel sombrero; ella se lo había probado muchas veces, cuando jugaba a ser mayor frente al espejo del ropero subida en los zapatos más altos de su madre. No sabe Elvira cuántos días pasaron en el muelle, sentadas las dos sobre la maleta. No sabe cuántas noches. El vestido de su madre olía a lavanda cuando se recostaba en su regazo para dormir. Su aroma la acompañó durante sus sueños y la envolvió la mañana en la que comenzaron a oírse los gritos. Hasta entonces, la espera había sido tranquila. Los millares de personas que se congregaron en el puerto aguardaban esperanzados los buques para su evacuación y, a pesar de la incomodidad por la falta de espacio y de las dificultades para conseguir comida, los ánimos no decaían. Los mensajes del cónsul francés, emitidos a través de un altavoz desde una tribuna improvisada, tranquilizaban la espera y mantenían la moral, asegurando la intervención de la Sociedad de Naciones, cuyos planes de evacuación controlada estaban en marcha.

—Elvirita, mira, te he acabado los guantes. Toma, pruébatelos.

La niña tragó con avidez un trozo de chocolate que su madre acababa de cambiar por su sombrero. Se limpió una con otra las manos. Y cogió los guantes. Fue entonces, en el momento en que Elvira se probaba los guantes, cuando la voz del cónsul sonó distinta a otras veces y muchos comenzaron a gritar. El Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras. El Caudillo ofrecía magnanimidad y perdón a todo aquel que no tuviera manchadas las manos de sangre. Entonces comenzaron los gritos. Entonces muchos hombres se acercaron al agua y lanzaron sus armas al fondo de la dársena. Entonces comenzaron los suicidios. Un miliciano se ahorcó colgándose de un poste de la luz, otro se ató una piedra al cuello y se arrojó al agua, y un hombre de edad avanzada se disparó en la boca a sólo dos pasos de Elvira. Su madre la protegió del horror en su regazo. Y ella hundió la cabeza en el aroma a lavanda de su vestido.

—Es de agradecer, Elvirita, pero a mí me va a quedar chico.

—Reme te lo puede arreglar.

17

Los gritos que anunciaron el castigo de las presas de la galería número dos corrieron como lamentos en llamas entre los familiares que esperaban en la cola el primer día del castigo.

—Han castigado a las del número dos.

—Las han castigado sin comunicar hasta el mes que viene.

—¿A quién?

—A las del dos.

—¿A todas?

—A todas.

Fue la hermana María de los Serafines la que se encargó de informar de que las internas no saldrían al locutorio. Gritó que los familiares que trajeran paquetes y comida continuaran en la fila y que los demás podían marcharse.

—¿Les podemos dejar cartas?

La cola era tan larga que sólo los que se encontraban cerca de la monja pudieron escuchar sus palabras.

—¿A quién han castigado?

—A las del dos.

—¿A todas?

—A todas.

—Han castigado a todas las presas.

—Han castigado sin comunicar a todas las presas.

—A las del dos, han dicho a las del dos.

—La mía está en el uno.

—Pues a la tuya no.

—¿Y a la mía?

—¿En dónde está la tuya,

—Yo tengo dos, una en el dos y otra en capilla.

Cuando el desconcierto llegó al final de la cola, la fila ya había comenzado a deshacerse. Los familiares se arremolinaban intentando llegar hasta la puerta. En pleno bullicio, Pepa encontró al abuelo de Elvira, que intentaba acercarse a la monja.

—Cuidadito con empujar, señora, no está viendo que este señor es muy mayor.

Los empujones no cesaron, Pepa agarró del brazo a don Javier temiendo que se cayera. Los que ya estaban agolpados contra la hermana María de los Serafines pronunciaban a gritos los nombres de las presas, preguntando cada uno si la suya podía comunicar.

—Si no vuelven a hacer la cola, no entra nadie. Quiero a todo el mundo en silencio y en fila india.

Gritó la monja. Lo gritó una vez. Su grito no fue más fuerte que el de los demás. Pero todos callaron.

—He dicho que en fila india o no entra nadie, y no lo vuelvo a repetir.

No lo repitió la hermana María de los Serafines. No fue necesario. Pepa se colgó del brazo de don Javier Tolosa y caminó a su paso para colocarse en su sitio. Los demás hicieron lo mismo. Porque todos sabían que la monja era capaz de cumplir su amenaza. Ya lo había hecho una vez. Nadie olvidaría aquella tarde que se marcharon a casa sin haber entrado en el penal, sin haber entregado siquiera la comida que tanto sacrificio les había costado conseguir, castigados por la hermana María de los Serafines.

—Yo voy detrás de esa señora.

—Nosotros dos vamos juntos.

—¿Sabe usted a quién han castigado?

—A ustedes dos les di yo la vez.

—A las del dos.

—Y yo detrás de ese señor del sombrero.

Los murmullos de los que antes gritaban acompañaron la recomposición de la fila. Algunas mujeres no habían dejado de llorar desde que supieron que no entrarían al locutorio. Y algunos hombres tampoco. Benjamín estaba entre ellos, pero sus lágrimas no eran de las más amargas. Y él lo sabía. La mujer que se encontraba delante de él venía desde Huelva y se lamentaba ante otra que venía de Vitoria.

—No podré volver hasta el año que viene. Dios mío, no podré ver a mi hija hasta dentro de un año. He ahorrado durante todo este año para poder venir hoy, y me tengo que ir sin verla, entrañas mías.

Tristes formaron la cola los que llevaban paquetes y regresarían a casa sin haber visto a sus mujeres, a sus hijas, a sus madres, a sus abuelas, a sus nietas, o a sus hermanas. Siempre familiares directos, ya que otras visitas no estaban permitidas.

—Yo me iré a Cuenca sin ver a mi madre.

—¿Saben si se les pueden pasar cartas? Yo vengo de El Torno.

—Yo de Santa Cruz de Moya.

—¿Y paquetes?

—Yo de Noblejas.

Cada cual buscó su turno anterior, y hubo quien aprovechó el trance para intentar colarse.

—Lleva usted demasiada prisa, caballero.

—¿Yo?

—No, esta menda. ¿Se cree que no le he visto?, espabilado.

—Yo iba detrás de este señor del sombrero.

—No, usted iba detrás de aquel sombrero.

—Ah, es verdad.

—Arreando.

No tardó mucho en reordenarse la cola, que avanzó tristemente hacia la puerta del penal de Ventas.

—¿Sabe usted si esta noche ha venido La Pepa?

—Sí, han sacado a tres.

La hermana de Hortensia se acercó a las mujeres que tenía delante:

—¿Quién es La Pepa?

—La «saca», niña.

—¿Qué «saca»?

—Cuando las sacan para llevárselas.

—A quién.

—Sacan a las condenadas a muerte y se las llevan.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser?

No preguntó nada más. A partir de ese momento, Pepa quiso llamarse Pepita.

La cola comenzó a moverse en silencio.

Triste caminó Pepita hacia la puerta del penal. Triste caminó el abuelo de Elvira. Triste caminó el marido de Reme, pobre Benjamín. Y tristes caminaron sus hijas.

18

En el balcón de la vecina, la ropa tendida estremeció a Pepita. Ella miraba siempre aquel balcón de la esquina de Relatores con Atocha, por si la llamaba Felipe. Lo miraba de reojo, cada vez que salía o entraba a la pensión.

Era casi de noche. Aún no habían prendido las farolas. Pepita regresaba de la estación, adonde acudía a diario para recoger carbonilla de la que soltaban los trenes. Normalmente iba por la mañana temprano, antes de ir a casa de los señores. Pero en esta ocasión, repitió el viaje por la tarde cuando salió del penal con más tiempo que de costumbre al no haber podido comunicar con Hortensia. Miró hacia el balcón, y distinguió de inmediato el mantel a cuadros, las dos servilletas y el calcetín pinzado sobre una de ellas. Felipe la llamaba. Apresuró el paso. Para no sentir la congoja que le subía del estómago, comenzó a correr. Felipe la llamaba. Podría fingir que estaba enferma. Podría caerse en ese mismo momento y romperse en dos. Corrió, como si pudiera huir, como si pudiera ignorar la ropa tendida en el balcón de la vecina. Corrió, derramando tras de sí la carbonilla que llevaba en su lata de cinc.

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