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Authors: Dulce Chacón

La voz dormida (33 page)

BOOK: La voz dormida
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—Mamá, tengo dieciocho años.

—Pues ya está, muy chica, ¿verdad, señora Celia? ¿Verdad que es muy chica para esos berenjenales?

Los dedos de Pepita acarician los cuadernos que ha leído tantas veces en voz alta. Para Tensi. Ahora Tensi los lee sola. Hace tiempo que los lee sola, y también los ha aprendido de memoria. Pepita sabe que no podrá convencer a Tensi. Sabe que no podrá ir en contra de las palabras que escribió su madre. Lucha, hija mía, lucha siempre, como lucha tu madre, como lucha tu padre, que es nuestro deber, aunque nos cueste la vida. No, no la convencerá. Y lo sabe.

—Tus padres pueden estar orgullosos de ti.

Se retira a su habitación y busca bajo la cama su vieja caja de lata. Regresa con ella a la cocina, saca los pendientes que compró Felipe en Azuaga, y se los entrega a Tensi:

—Tu madre me pidió que te los guardara hasta que fueses mayor.

Las manos de Pepita tiemblan al buscar en el interior de la lata. Saca un pequeño trozo de tela que guarda en el puño mientras vuelca la caja sobre la mesa de la cocina, porque busca algo más. La llave de su casa de Córdoba cae al suelo. Bajo su bolsita de terciopelo rojo, sobre las cartas de Jaime, doblado en cuatro y amarillo de años, encuentra un papel. Una sentencia.

—Ya eres mayor, Tensi, ya eres mayor para meterte donde quieras aunque yo no quiera que te metas, pero júrame que tendrás cuidado, Júrame por la memoria de tu madre que tendrás mucho cuidado.

—Por las dos madres que tengo te lo juro, tendré muchísimo cuidado, tú no te preocupes por eso.

—¿Cómo no me voy a preocupar?

—Anda, mamá, no llores.

Tensi recoge la llave que ha caído al suelo. Limpia las lágrimas de Pepita con sus dedos, le da un beso en la mejilla, y le pregunta qué es lo que guarda en el puño.

A espaldas de Tensi, doña Celia mira a Pepita y niega con la cabeza. Suplica con un gesto que no le entregue a la hija el trozo del vestido de su madre. Hace tiempo que doña Celia ha dejado de ir al cementerio con su sobrina Isabel, y con unas tijeras. Hace tiempo que los familiares tienen permiso para enterrar a sus muertos. Pero doña Celia no ha olvidado el dolor que desfiguraba los rostros cuando ella entregaba los trocitos de tela. Pepita no lo ha pensado bien. Ella no quiere ver ese dolor en el rostro de Tensi.

Al ver la expresión de doña Celia, Pepita reconoce su error.

—¿No vas a decirme qué es eso que tienes en la mano?

Sin contestar a Tensi, Pepita mira a doña Celia. Mira la sentencia, y doña Celia vuelve a negar con un movimiento de cabeza.

—Mamá, que te estoy preguntando qué es lo que tienes en la mano.

Pepita recoge las cartas y la sentencia, besa el trocito de tela antes de guardarlo todo en la lata, y contesta que es un recuerdo.

—Es un recuerdo.

Sólo un recuerdo.

30

Va a cumplir cuarenta y dos años, Pepita. Se sitúa frente al espejo y observa las canas de sus sienes y del mechón que nace en su frente. Aún es hermosa, aunque ella sólo vea en su reflejo la necesidad de teñir su cabello y la amenaza de las arrugas que rodean sus ojos.

Unos segundos bastan para que Pepita se coloque el velo y huya de su propia imagen. Unos segundos, para que busque su caja de lata bajo la cama; para leer la última carta de Jaime. La carta donde habla de un rumor.

Queridísima mía: Corre un rumor por la prisión, cada día más fuerte, y siento que cada día es más cierto que pronto estaremos juntos. Muy pronto, chiqueta. Sí, muy pronto.

Un rumor habla de la posibilidad de un indulto inminente. El Papa ha muerto. El indulto alcanzará a las condenas de treinta años que no hayan sido conmutadas por las penas de muerte, en su sexta parte.

Pepita vuelve a hacer los cálculos que Jaime detalla en su carta. El indulto le cubriría cinco años, más diecinueve que lleva en la cárcel son veinticuatro, de modo que le quedan otros seis de condena por cumplir, que ésos son los que le tocan de condicional, está más claro que el agua más clara.

Vuelve a leer las indicaciones de Jaime. Te enviaré un telegrama en cuanto me llegue la notificación del indulto, quizá sea después del Consejo de Ministros del jueves de la semana que viene. Si quieres casarte en Madrid, tendrá que ser el mismo día de mi libertad, arréglalo todo para la boda, porque no me dejarán quedarme en Madrid ni una sola noche.

Pepita lee la palabra indulto, lee libertad, lee semana que viene, lee boda, y recuerda que doña Celia y Tensi la están esperando. Antes de guardar la carta en la caja, se detiene en el poema de Luis Álvarez Piñer que Jaime utiliza para despedirse de ella,

Procura no herir tu corazón en su escarcha.

No dejes que se enrede en el reloj el azul de tus ojos.

Se sujeta en la cabeza un velo negro con dos horquillas y se dirige a la cocina:

—¿Está usted preparada, señora Celia?

—Sí, vamos.

—¿Voy bien?

—Claro que vas bien.

—No me he pintado los labios.

—Ni falta que te hace, vas a pedirle al cura que te case con Jaime no que se case contigo.

—¿Y Tensi?

—Ya sabes lo impaciente que es, nos espera abajo.

—¿Se ha puesto manga larga?

—Sí.

—¿Seguro? No vaya a ser que no la dejen entrar.

—Se ha puesto una rebeca, no empieces tú también.

Las tres mujeres caminan aprisa hacia la iglesia. Pepita mira al frente con ansiedad y marca el paso de la joven y de la anciana que la acompañan. Cuando entren en la sacristía, el sacerdote las estará esperando:

—Ustedes dirán.

—Quiero casarme.

Pepita expondrá su caso. Su novio es ateo.

—Pero yo creo en Dios.

Ya les han negado una vez el sacramento de matrimonio. Su novio es una persona política y no va a renunciar a sus ideas, aunque consiente en casarse. Saldrá muy pronto de la prisión de Burgos. Se irán a Córdoba, donde Pepita conserva la casa de su padre.

—Quiero entrar casada con él en mi casa.

—Te conozco, hija mía, te he visto muchas veces frente a la imagen del santo y sé que eres una mujer piadosa y devota. Yo podría casarte, pero estamos hablando de un sacramento, y tu novio es comunista.

Pepita no aparta su mirada azulísima de los ojos del sacerdote. Tampoco doña Celia y Tensi han dejado de mirarle ni un solo instante. Intervienen las dos para interceder a favor de Pepita:

—Pero el novio quiere casarse.

—Y el sacramento le vale a ella, ¿o no le vale?

—Sí, a ella le vale, pero yo no puedo bendecir ese matrimonio. Las cosas son así, hija mía.

Pepita tomó una mano del sacerdote.

—Las cosas son así o como queramos que sean. Yo soy cristiana y usted es cura. Las cosas son así, pero también pueden ser de otros modos y de otras maneras, y usted no puede decirme eso para que yo me conforme, que a mí se me han juntado ya las hambres con las ganas de comida y no me voy a conformar. Mire, padre, yo lo traigo todo, menos el libro de familia que tenemos que ir los dos al juzgado, lo traigo todo, la fe de bautismo, el certificado de nacimiento, mío y de él, una devoción grandísima y la esperanza de que usted consienta en casarme y San Tadeo me ampare.

El sacerdote se llamaba Abundio. Le conmovió la determinación de Pepita, apretó su mano, le pidió que le siguiera y la invitó a sentarse en el primer banco de la iglesia. Tensi y doña Celia salieron de la sacristía tras ellos, y esperaron ante la imagen de San Judas Tadeo. Pepita y don Abundio estuvieron hablando largo rato. Él le rogó que le contara toda su historia. Ella se la contó. Y le dijo que durante años había fingido estar casada:

—Años y años, ¿sabe usted? Que se me paraban los pulsos yendo a Burgos sin saber si me dejarían pasar y hasta que entraba al locutorio no se me quitaban las angustias que llevaba agarradas al alma.

—¿Y cuándo sale tu novio de Burgos?

—En cuantito que sea el Consejo de Ministros, puede ser la semana que viene, le indultarán cinco años, y seis le dan de condicional, pero no le dejarán pernoctar en Madrid, tenemos que casarnos ese mismo día, antes de irnos a Córdoba, que el tren sale a las nueve, el nocturno. Yo iré a buscarlo al penal a las siete de la mañana y me lo traigo pitando a la iglesia.

—¿Y si no le dan el indulto?

—Se lo van a dar, padre. Esta vez, se lo dan. Pero si no se lo dan, si por una maldición que no está escrita no se lo dan y tengo que esperar otros cinco años, yo le pido a usted palabra de que nos casará cuando salga.

Amenazaba lluvia. Al salir de la iglesia, Pepita respiró hondo. Doña Celia y Tensi, impacientes, miraban a Pepita sin atreverse a preguntar. Las tres dieron un paso. Y las tres se pararon. Pepita volvió a suspirar, y en medio del suspiro lanzó: ¡Nos casa!

—Vamos ahora mismo a comprar el dormitorio.

A paso rápido anduvieron las tres. Sonriendo al andar. Las tres entraron en la tienda de muebles con una sonrisa. Y sonriendo compraron el dormitorio más bonito del mundo. Pero cuando el dependiente preguntó la dirección de la entrega, la novia se echó a llorar.

—Tiene que mandarlo a Córdoba.

—A Córdoba, no se preocupe, señora, en Córdoba estará. Pero no llore usted, que yo no he visto en mi vida una novia que encargue los muebles y se venga a llorar.

Tensi secó con su pañuelo las lágrimas de Pepita mirando al dependiente:

—¡Ay, maestro!, pero si usted supiera dónde está el novio, se iba a enterar.

31

La soledad se descubre a menudo en la necesidad de un abrazo. Pepita desea un abrazo, lo desea más que nunca. Y está inquieta. Y recorre la casa vacía con un telegrama en la mano.

INDULTO EN BOE MAÑANA LIBERTAD

Tensi tarda en llegar. Pepita abre la puerta de la pensión y se asoma al hueco de la escalera. Está al llegar, Tensi. Y doña Celia, y don Gerardo, tienen que estar todos a punto de llegar. Pero no llegan. Y Pepita regresa a la puerta abierta. Cree haber oído unos pasos y vuelve a asomarse al hueco de la escalera. No, no hay nadie abajo. Regresa a la pensión y cierra la puerta. Necesita un abrazo, y bebe un vaso de agua fría. Se sienta en la cocina. Lee de nuevo el telegrama. Lo deja sobre la mesa, lo mira, lo acaricia, lo extiende con los dedos, le quita las arrugas, lo coge, lo besa. Se levanta. Se dirige a su habitación. Vuelve a la cocina. Se sienta. Tienen que estar al llegar. Se levanta. Se asoma al balcón. Se aferra a la baranda. Mira hacia la plaza de Jacinto Benavente. Mira hacia la esquina de San Sebastián con Atocha. Mira su reloj de pulsera. Mira de nuevo a derecha y a izquierda. Dónde se habrán metido. Por qué, precisamente hoy, tardan tanto en la reunión del dichoso Partido. Asoma el cuerpo un poco más. Más. Mira de nuevo a derecha y a izquierda.

—¡Virgen mía, que vengan ya, por lo que más quieras!

A izquierda y a derecha.

Lleva más de cuarenta días esperando ese telegrama, cuarenta y tres días exactamente, recibiendo una carta por semana donde Jaime le asegura que los rumores se han confirmado, que el indulto está al caer, que le enviará un telegrama un día de estos. Muy pronto estaremos juntos, chiqueta. Muy pronto.

Esta tarde se irá a Burgos, dormirá en la fonda donde para todos los años. Ha de estar en la puerta del penal mañana a las siete. Y Tensi no llega, ni doña Celia, ni don Gerardo. Y ha de ir a ver a don Abundio. Y preparar una pequeña maleta. Y sacar el billete. Y necesita un abrazo.

—¡Ahí están! ¡Ay madre mía de mi vida, que ya me estaba empezando a hervir la madreselva! ¡Tensi! ¡Tensi!

Grita alzando el telegrama como quien iza una bandera. Pero Tensi no la oye, camina junto a doña Celia y don Gerardo ajena a la excitación de Pepita.

—¡Señora Celia! ¡Señor Gerardo!

Tampoco ellos pueden oírla, ni la ven enarbolar su telegrama acariciando el aire.

—¡Tensi! ¡Tensi!

Nada.

Pepita se retira del balcón. Sale corriendo y baja las escaleras para ir al encuentro de los que están cruzando la calle San Sebastián.

Un abrazo, necesita un abrazo.

Tensi la ve llegar a la carrera y corre hacia ella:

—Mamá, ¿qué pasa?

—Jaime sale mañana.

Le temblaron las manos, a Pepita, al entregarle el telegrama. Y a Tensi le tembló la voz al leerlo.

—Mañana libertad.

—¡Abrázame, hija!

Se abrazarán las dos. Y doña Celia y don Gerardo se sumarán en breve al abrazo. Se abrazarán los cuatro. Y don Gerardo gritará:

—¡Vamos ahora mismo a comprar el BOE!

Y las tres mujeres replicarán:

—¡Vamos!

Pepita y Tensi tomarán del brazo a doña Celia, la ayudarán a apresurar el paso.

Deprisa, hacia la Puerta del Sol. Deprisa, hacia el quiosco de prensa.

MAÑANA LIBERTAD.

Don Gerardo comprará la publicación oficial. Y pasará las páginas deprisa. Una a una, deprisa.

Las tres mujeres miran las hojas pasar. Pepita aprieta las manos. Doña Celia y Tensi están llorando.

—¡Aquí, éste es, el mil quinientos cuatro!

Delante del quiosco, don Gerardo leerá el Decreto 1.504, palabra por palabra.

—Vuelva a leerlo, señor Gerardo.

Rogó Pepita. Y don Gerardo volvió a leerlo, en plena calle y en voz alta.

Los cuatro estaban llorando.

Antes de regresar a la pensión, se dirigirán a la iglesia de San Judas Tadeo. Pepita irá abrazada al Boletín Oficial del Estado. Le mostrará a don Abundio el decreto que lleva la firma de Francisco Franco y de Luis Carrero Blanco, ministro subsecretario de la Presidencia del Gobierno.

Decreto por el que se concede indulto con motivo de la exaltación al Solio Pontificio de Su Santidad el Papa Paulo VI. Acontecimientos memorables aconsejan hacer llegar a los que sufren condena el júbilo y la alegría de sus conciudadanos, con la fundada esperanza de que el recuerdo del hecho que motivó la gracia ha de cooperar a la recuperación del delincuente, reincorporándole así a la paz de la vida familiar y social, finalidad máxima a que aspira nuestro sistema penitenciario.

El magno y jubiloso acontecimiento de la exaltación al Pontificado Supremo de Su Eminencia Reverendísima el Cardenal Juan Bautista Montini, y la santa memoria de Juan XXIII, mueven al jefe del Estado, fiel intérprete de los sentimientos de adhesión inquebrantable y fiel devoción que al sucesor de San Pedro profesa el pueblo español, a decretar un indulto general, como homenaje a la persona augusta y sagrada del Papa y a la magnanimidad de la Santa Iglesia Católica.

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