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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (2 page)

BOOK: La yegua blanca
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Una niebla tan densa como aquélla ocultaba muchas puertas del Otro Mundo. Tal vez los espíritus flotasen a su lado en aquellos mismos instantes, pensó Rhiann, casi al alcance de los dedos. Tal vez la arrastrasen y no volviera a sufrir la humedad de Este Mundo. Abrió la mano, esperando que el aire que corría entre sus dedos conjurase a los espíritus que buscaba, para que se la llevaran…

Pero tropezó con una rama y por su cuello corrió el helado rocío. Se frotó de inmediato, con un suspiro. ¡Puertas y espíritus! En aquel lugar no había otra cosa que hojas podridas, niebla, humedad y largas noches.

El camino ascendió en herradura. Al poco, al verse en medio de la lechosa luz del día, Rhiann tiró de las riendas. Ante ella se extendía un manto de niebla que ocultaba una ancha región pantanosa que lamía los flancos de un peñasco solitario. Y elevándose en mitad del día, sobre el peñasco, estaba Dunadd, el castro, el fortín sobre el Add. En la cima se alzaban la Casa del Rey, donde su tío yacía enfermo, apostado frente al Sol, y las columnas del santuario de los druidas, que arañaban el cielo con sus dedos negros. Rhiann se estremeció y taloneó a Liath.

Los nobles de Dunadd vivían en el risco, que se elevaba sobre el poblado que se extendía a sus pies, rodeado de una empalizada hecha con troncos de roble. El guardia bajó de la torre de vigilancia cuando Rhiann llegó a las puertas del caserío para, tras soplarse en las manos, abrir la empalizada. Después de hacerlo, y de saludarla con gesto suspicaz o receloso, la ayudó a desmontar.

En aquellos días, todos la miraban con suspicacia o recelo.

El poblado comenzaba a desperezarse, se oían los primeros ladridos de los perros y, tras las pieles que cubrían la entrada de las chozas, las maldiciones de los adultos y los lloros de los niños. A través de un desordenado laberinto de cabañas redondas, almacenes y graneros, Rhiann condujo a Liath hasta los establos, donde entregó las riendas a un chico encargado de cuidar de los caballos, que la recibió con un bostezo, y se apresuró a ascender por el sendero hasta la Puerta de la Luna, que daba entrada al risco. No tardó en dejar atrás las casas y la bruma.

—¡Señora! ¡Señora!

Era Brica, la doncella de Rhiann. Bajo la débil luz del Sol, la talla de la diosa de la luna que adornaba la puerta dejaba en sombra su rostro, enjuto y afilado. Se apresuró a tomar el manto de Rhiann, evitando que la salpicara el lodo que levantaban los cascos de Liath.

—No sé nada del rey, señora. La señora Linnet no había vuelto aún cuando salí. ¿Estáis bien? ¿Estáis asustada? Estáis pálida…

—Estoy bien —replicó Rhiann, evitando las miradas excesivamente inquisitivas de aquellos ojos negros.

Brica también tenía Sangre Antigua y había nacido en la Isla Sagrada del mar Occidental, donde habían adiestrado a Rhiann para ser sacerdotisa. Guando Rhiann había regresado de la isla el año anterior, tras su iniciación en la Hermandad, las sacerdotisas de más edad la habían obligado a tomar a Brica a su servicio. Desconocía el motivo, pues lo cierto era que la doncella y ella jamás se habían llevado bien.

—Necesito lavarme bien. —Rhiann extendió las manos—. ¿Hay agua?

—¡Vaya! Su tía ha vaciado el cuenco del agua con sus pócimas para el rey. ¡Voy al pozo ahora mismo! —repuso Brica, devolviendo a Rhiann su manto antes de salir a toda velocidad, levantándose las faldas para no mancharse con el lodo que se había formado en la entrada.

Rhiann aminoró el paso al cruzar ante las casas del clan del rey. Allí, el silencio de la espera era tenso, roto tan sólo por la caída regular del rocío de los postes tallados que se elevaban a la entrada de las chozas. Los sirvientes salían con sigilo a ordeñar y recoger agua, casi de puntillas, con la mirada gacha. En algún lugar, un niño empezó a chillar y fue acallado de inmediato.

Rhiann advirtió que el corazón le latía con más fuerza.

No tardó en llegar al gran arco de la Puerta del Caballo, que dominaba la parte alta del castro. A las piernas del semental de madera, vislumbró una columna de humo que se elevaba en espiral desde el pequeño altar de los druidas, al borde del acantilado. Entre la puerta y el altar se encontraba la Casa del Rey, una construcción redonda de gran diámetro coronada por una techumbre de hierba que descendía hasta el suelo. Allí nada se movía.

El emblema real de la tribu, los epídeos, el Pueblo del Caballo, pendía del pico del tejado. Estaba adornado con la divina Yegua Blanca de Rhiannon, la diosa de los caballos, sobre un mar carmesí.

Aquella mañana, sin embargo, la brisa era tan débil como el pálido sol y el pendón colgaba lánguidamente del asta como si no fuera más que un maldito harapo.

Rhiann vivía al borde del peñasco, la puerta de su choza daba al pantano. Cuando el viento soplaba desde el Sur, los únicos sonidos que llegaban a sus oídos eran los solitarios graznidos y el batir de alas de los pájaros. A veces se imaginaba que era Linnet, su tía, que habitaba en una montaña con la única compañía de una sirvienta fiel y algunas cabras.

Al levantar la piel que cubría la puerta, un rayo de sol se posó sobre la propia Linnet, que estaba sentada en una banqueta frente al fuego del hogar. Su tía había cambiado. Era alta y de aspecto normalmente regio, pero ahora parecía haberse desplomado por el cansancio. Sus rojas trenzas, a las que las canas todavía respetaban, habían perdido su brillo y parecían desmadejadas, deshilachadas. El semblante pálido y tranquilo aparecía surcado por arrugas de preocupación cuando levantó la mirada. Las mujeres de la familia de Rhiann tenían huesos fuertes y narices largas y finas. Pero la tristeza y la inquietud apagaban, encogían, la finura de aquellos rasgos, como aquellos días le sucedía a Linnet.

—No está bien, niña.

Las piernas de Rhiann cedieron. Se dejó caer en el banco situado junto al fuego, con el manto en el regazo.

—Yo esperaba que, ya que yo no he podido curarle, tú sí pudieras. Estaba segura, completamente segura.

Linnet suspiró, las sombras oscurecían sus ojos grises.

—Puedo darle otra dosis de muérdago y ya veremos si se serena su corazón.

—Voy a visitarlo… Lo probaré todo…

—No. —Linnet negó también con la cabeza—. Yo volveré con él. Sólo he venido para ver si habías regresado.

Rhiann se puso de pie. Su manto cayó al suelo.

—Iré contigo. Si ambas conseguimos que la Madre nos oiga…

—No —repitió Linnet, y se levantó, observando la balanza de bronce que colgaba de la viga. Detrás, cestos y tarros de barro brillaban sobre la pared curvada.

—Quédate aquí y prepara más reina de los prados.

—Lo que pretendes es desviar mi atención —repuso Rhiann, con la respiración agitada.

Linnet consiguió esbozar una sonrisa cansada.

—Me has descubierto. Da igual, iré yo de todas formas. Soy la sacerdotisa más veterana.

—¡Pero yo soy la Ban Cré! ¡Mi deber es estar junto al rey!

—Brude es mi hermano.

—¡Y le quieres tan poco como yo! —Rhiann se mordió el labio, porque las palabras se le habían escapado del corazón sin que pudiera detenerlas. Algo que le sucedía a menudo.

Linnet acarició a Rhiann en la mejilla y la miró directamente a los ojos.

—Eso es verdad, como muy bien sabe la Diosa. Pero deja que le ahorre todo esto. Muy pronto, ese tipo de decisiones no estarán ya en mis manos.

La negativa temblaba en los labios de Rhiann. Una parte de ella quería estar lejos del lecho del rey enfermo, otra clamaba por luchar por su vida. Y sin embargo, necesitaba la indulgencia de la Diosa, porque, en efecto, el cariño no tenía nada que ver en ello. Tan sólo deseaba conjurar lo que estaba por venir, ese momento en que, como Linnet había dicho, las decisiones ya no dependerían de ellas.

Finalmente, y sobre todo a causa de la fatiga, cedió. La amable y mesurada voz de Linnet ocultaba un fondo de hierro. Era algo que compartían, junto con sus bien proporcionados huesos, pero una de ellas debía ceder y esta vez le tocó a ella.

Cuando Linnet se hubo marchado, Rhiann se sentó en el banco, ante el fuego. Se fijó en su muñeca y vio latir la sangre bajo la pálida piel, la misma sangre que había corrido por aquellas venas toda su vida. ¿Por qué la muerte de un hombre habría de transformarla, de hacerla mucho más grandiosa, mucho más valiosa?

Sangre especial.

En su lengua, esas palabras tenían un gusto muy amargo. Porque en Alba, la línea sucesoria no discurría de padres a hijos. Las mujeres de su familia, sus hermanas y sobrinas, llevaban la sangre del rey; así pues, el sobrino era el heredero. Sin embargo, ya no quedaban herederos del clan real que había gobernado durante seis generaciones, un hecho que les hacía muy vulnerables frente a aquellos otros clanes que deseaban reinar. Ahora, tan sólo Rhiann podía dar a luz un varón de sangre real, porque Linnet había jurado su voto de aislamiento hacía mucho tiempo y, además, su momento había pasado.

Rhiann consiguió dominar el miedo a que algún día la obligasen a aparearse mientras su tío gozó de buena salud, pero ahora que la muerte del rey estaba próxima, había llegado su hora de la verdad. No quedaban herederos vivos. Tan sólo su vientre.

Su sangre especial.

Linnet regresó al crepúsculo.

—Le he administrado otra pócima, pero su corazón no se serena. No me atrevo a darle más —dijo, frotándose los ojos, que se le cerraban de cansancio—. He hecho cuanto he podido, hija.

Rhiann se apretó las mejillas con dedos temblorosos.

—Pero seguro que puede salir de ésta, tía. Es fuerte… ¡Diosa! ¡Luchar, comer, beber! ¡Ésa ha sido su
vida
!

Linnet parecía derrotada.

—Es posible que tanto comer y tanto luchar hayan causado un grave daño a su corazón. En ocasiones, el alma brilla tanto que el cuerpo no lo soporta, lo quema desde dentro. Lo he visto otras veces.

El fuego de abedul crepitó y del hogar salió despedida una lluvia de chispas que se apagaron contra el techo, de madera de fresno. Rhiann se giró, envolviendo con sus brazos su delgado torso. ¿Acaso la perseguía la muerte? ¿Era ella uno de esos seres desgraciados a quienes acosan los duendes de los pantanos, esos que chupaban la vida hasta acabar con ella? Su propio nacimiento había llevado a su madre al Otro Mundo, adonde su padre la había seguido al cabo de tan sólo cinco años. Y luego…, luego sobrevinieron esas otras pérdidas, esas otras muertes en la Isla Sagrada el año anterior…

La fuerza de la mirada de Linnet la devolvió a la habitación. Tal como sucedía entre sacerdotisas, Rhiann sintió el peso de la inquietud de su tía en su propia piel. Sabía por qué. Sabía lo que Linnet había visto.

Rhiann había heredado la belleza de su madre. Eso cantaban los bardos. Compartían el mismo cabello y los mismos ojos: ámbar y morados según los bardos, castaños y azules según ella. Pero el espejo de bronce de su madre estaba enterrado en su cofre entallado. Los dedos de Rhiann encontraron los huecos en sus propias mejillas, y recorrieron los huesos prominentes de la muñeca y su saliente garganta. No necesitaba un espejo para saber que ya no era como su madre. Su ancha boca era como un corte en sus hermosos huesos; su larga nariz, una afilada proa. Los rasgos de Linnet mostraban la tensión de algunos días; los suyos, la tensión de varias lunas. Como todos los sanadores sabían, la pena y la preocupación podían consumir la carne. Eso le había sucedido, ni más ni menos.

Oyó el roce de unas faldas. Acto seguido, notó las cálidas manos de Linnet, que le alisaban los cabellos. Sintió un dolor en la garganta, un dolor al que no podía ceder por temor a no poder contener las lágrimas. Se encorvó, esforzándose por disiparlo. Al cabo de un momento, Linnet suspiró y retiró las manos.

—¡Tiene que haber algo que podamos hacer, tía! —dijo Rhiann, girándose para mirarla a los ojos—. El frío ralentiza la sangre…, en las cumbres habrá hielo…

Linnet negó con la cabeza, tocando el colgante de ópalo que llevaba en el cuello.

—He considerado todas las posibilidades. Ahora, hija, debemos ponernos en manos de la Diosa. Sólo ella sabe lo que nos depara el telar del destino.

Aunque Linnet sabía cuál era el destino que atormentaría a Rhiann al oír aquellas palabras, ningún consuelo salió de sus labios. Lo mismo había sucedido desde que el rey había caído enfermo. En su pecho, Rhiann sintió una angustia ya familiar.

Fue entonces cuando lo oyeron. Un aullido desgarrador se elevó desde el pináculo del peñasco; un grito solitario, lastimero como la llamada de auxilio de una gaviota. Provenía de la Casa del Rey. Era la esposa de Brude. Al poco, el resto de sus mujeres se sumaron a aquel ulular, y un aullido tras otro fue descendiendo por el risco, lo suficientemente afilados para abrir el pecho de Rhiann. Miró a Linnet. El rey había muerto.

Las horas transcurrieron en medio de una algarabía de aullidos rituales. La Casa del Rey se pobló de semblantes pálidos y tristes y las hijas del monarca derramaron lágrimas sobre los hombros de Rhiann. Finalmente, Linnet ordenó a su sobrina que se fuera a dormir. Bajo la tenue luz de las estrellas, le costó una inmensidad poner un pie delante del otro. Una vez en casa, evitó las atenciones de Brica y se dejó caer en su camastro.

Allí, con la cabeza oculta bajo pieles de venado, buscó el olvido del sueño.

Pero su mente se negó a descansar. Ahora todos los ojos estarían puestos en ella. Se mordió el labio para no maldecir su vientre. Sin él, sería hombre. Sin él, los ancianos no repararían en ella. Deseó haber nacido en alguna tribu del Sur, dentro de lo que los invasores romanos llamaban Britania. Allí los reyes procreaban sobre todo con sus esposas y ansiaban tener un varón. Allí a nadie le importaban demasiado las hermanas o las sobrinas de los reyes.

Suspiró y se tendió de lado, observando las chispas del fuego del hogar a través de la mampara de mimbre que separaba su cama del resto de la choza. Ojalá hubiera nacido en una familia de pescadores, o de granjeros…

Deja de pensar,
se dijo.
Duerme.

Pero el sueño no le traería la paz, al menos no aquella noche. Como sanadora, tendría que haber sabido que su nueva pena no conjuraría a la vieja; la pena que la había perseguido durante todo el año anterior, echando a perder su carne. Tendría que haberse tomado una pócima especial para espantar las visiones de la noche.

Pero se había olvidado.

Así pues, en la hora más oscura, la que precede al crepúsculo, comenzó a soñar. En primer lugar la acosaron apremiantes visiones de su tío, que se le apareció a caballo. Ella tiraba de las riendas del animal, suplicando al rey que la llevase con él, pero un frío casco ocultaba los ojos del monarca, que no tardó en talonear a su semental y en alejarse. En la lejanía, el caballo se convirtió en gaviota.

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