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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (3 page)

BOOK: La yegua blanca
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Intentó seguir a su tío porque algo la perseguía, algo que quería acabar con ella…, pero era como si tuviera las piernas atrapadas en el barro. Tropezó y, entre sollozos, cayó en un pantano. Luego vio a Linnet sentada junto a una hoguera, tejiendo, tejiendo sin parar con una lana que a sus pies formaba un charco escarlata…, y de la madeja salieron unos tentáculos que se enredaron en sus piernas…

Luego, con sorprendente rapidez, la confusión se aclaró. Vio una puerta en el aire y a través de ella le llegó una brisa con sabor a sal. Era el aire de la Isla Sagrada, a la que había regresado.

Una parte de ella sabía qué le aguardaba al otro lado de la puerta. Trató de despertarse frenéticamente, pero era demasiado tarde. Los recuerdos se apoderaron de sus miembros y la invadieron. Volvió a tener ganas de vivir…


Sus pies pisaron sobre las conchas, que crujieron.

La orilla está muy húmeda y unas velas rojas y afiladas proas, que al recortarse contra el horizonte parecen negras, surcan el mar. El olor acre del humo flota en el viento.

Los sonidos se acercan. Un ruido metálico, el choque de unas espadas, el zumbido de las lanzas, el golpe sordo de las puntas de hierro en la cálida carne…

Ve a Kell, su padre adoptivo, con el escudo alzado frente a una marca de hombres del norte, de fieros ojos. Ve también rodar su cabeza ensangrentada sobre la espuma, con un ojo mirando hacia su casa.

Un poco más allá ve tropezar a Talen, su hermano adoptivo. Se coge sus pálidas tripas, que se le escapan entre los dedos. Su espada yace a su lado, clavada en la arena. Ve cómo, aullando, una mujer se aferra al chico. Es su madre adoptiva, Elavra, cuyos gritos interrumpe en seco una mano curtida, que la coge del cuello…

Y allí… precisamente allí… un hombre feroz separa las piernas de su amable hermana Marda, cuyos cobrizos cabellos se enredan en las algas…

Y no ve más, Diosa del alma, nada más. Nada salvo sus propias manos, pálidas como un pez muerto sobre una roca, mientras corre, llorando. ¡Corre, Rhiann! Escapa del olor a hierro candente de la sangre y del crepitar de las llamas. Huye del grito seco y áspero…

En el camastro, los párpados de Rhiann temblaron cuando intentó despertarse. ¡Ese grito! Se debatió por recobrar la conciencia con un lamento en los labios, hasta que, por fin, abrió los ojos y con desesperación alejó de sí la pesadilla.

La luz cegadora de ese sueño se había disipado y en su lugar sólo había sombras cambiantes sobre una pared de adobe. La causa, el resplandor tenue del fuego. No podía mover las piernas, las sábanas lo impedían, estrangulándola… habría vomitado. Sintió fuego en la garganta, igual que aquel día en la playa.

El día del asalto…, sí…, aquella misma noche hacía un año…

Se tapó la boca con la mano, silenciándola. Tuvo náuseas. Llegaron poco a poco, estuvieron a punto de provocarle el vómito y luego remitieron, hasta que, finalmente, logró serenarse, y buscar aliento. Su familia…, su amada familia adoptiva…, a la que, con desgarro, apartaron de su corazón hacía ya un año. De día, parecía una vida entera; en sus sueños, tan sólo ayer.

Todos los niños de familias nobles se entregaban en adopción siendo muy pequeños, a fin de fortalecer los lazos del clan. Por tanto, a las familias adoptivas se las quería más que a las familias de sangre. Además, puesto que Rhiann tan sólo tenía a Linnet, su familia adoptiva representó para ella mucho más. Kell y Elavra la habían acogido cuando inició su aprendizaje en la Isla Sagrada y la habían enseñado, amén de a ser sacerdotisa, a ser una dama digna de su estirpe real. Pero ellos y toda su familia habían muerto en el espacio que transcurre entre la salida y la puesta de un Sol. De tan sólo un Sol.

Tras respirar profundamente varias veces, sacó las piernas de debajo de las sábanas y se hizo un ovillo, cerrando los puños. Por encima del torrente de sangre que sentía correr en sus oídos, podía oír la respiración de Linnet, que dormía en la alcoba de al lado. Era un sonido leve, inocente, cotidiano.

Y tan vivo.

Una lágrima mojó su oreja. La limpió. No, no debía llorar. Si Linnet la oía, se acercaría, le acariciaría la cara, le cogería las manos y sacaría su pena a la luz. Pero por mucho que ella quisiera echarse en los brazos de Linnet, como tantas veces cuando era niña, no podía hacer frente a aquel dolor. No, jamás lo dejaría salir.

El frío y el entumecimiento eran preferibles, por lo que mantuvo su silencio. Y Linnet mantuvo el suyo.

Pasó tiempo antes de que remitiera el ruidoso resonar de su corazón, y muchas imágenes torturadas cruzaron por su mente bajo pálidos torbellinos de luz. Quiso alejarlas concentrándose en su respiración.
Inspira, espira. Inspira, espira. Piensa poco. No pienses en nada.

Y durante un rato no lo hizo. Pese a ello, la agitación seguía allí, en las fronteras de la conciencia. Levantó la cabeza.

Su habilidad para ver, para recibir visiones y para percibir el mundo de los espíritus la había abandonado desde la incursión. La fuente de su poder se había secado, igual que la sangre de su familia sobre la arena. Durante un año, había caminado a tientas, muerta por dentro.

Pero ¿sentía algo en aquellos momentos? ¿Algún susurro del Otro Mundo que pudiera consolarla?

A su alrededor, el susurro se convirtió en murmullo. Luego, se oyó un grito agudo, creciente y lejano y, de pronto, una ráfaga de viento sacudió la casa. Volvió a taparse con las pieles, desolada. Era tan sólo una tormenta, no una visión que pudiera ayudarla. En aquella estación, las tormentas eran frecuentes. Se levantaban de pronto, rápida y furiosamente. Provenientes del mar, cruzaban los pantanos y se abatían sobre el peñasco.

En tres latidos de corazón, la tormenta estaba tronando ya en lomo a la roca, batiendo sus alas sobre la casa de Rhiann igual que un enorme pájaro moribundo. Las cortantes rachas de viento arañaban la choza con furia, hasta que la piel que cubría la puerta, sujeta por unas correas, se agitó, crujió y se sacudió con violencia.

Haciendo un hueco en el capullo de pieles, Rhiann miró al techo. El cielo podía llorar por Brude, difunto rey de los epídeos. Y por su pueblo, y por la tierra.

Pero no por ella. Nadie lloraría por ella.

Capítulo 2

Lejos de allí, en el oscuro mar de las costas de Alba, un rayo cayó sobre las aguas con un furioso chasquido. El relámpago iluminó una embarcación que parecía a punto de zozobrar ante la ferocidad de la tormenta. Por su parte, los hombres que la tripulaban se aferraban desesperadamente a la vida.

—¡Por los huevos del Gran Jabalí! —exclamó Eremon mac Ferdiad, su jefe—. ¡Aguantad! ¡Por todos los dioses, aguantad!

La orden se ahogó en el fragor de la borrasca al tiempo que una nueva ola rompía contra la proa de la embarcación, obligándole a apretar los pies contra las cuadernas. Finalmente, la ola descendió y Eremon pudo limpiarse el agua de los ojos.

Con el alma en vilo, volvió a contar a sus hombres. Pero las nubes ocultaban la Luna, por lo que fue incapaz de reconocerlos. Salvo, por supuesto, a Conaire, su hermano adoptivo, cuya figura resultaba inconfundible. Veinte, sí, veinte siluetas seguían a bordo, más la del pescador a quien llevaban como guía. Y también estaba Cù, su perro lobo, que seguía acurrucado a sus pies, temblando. El animal ni siquiera se había atrevido a gimotear.

A medida que se le serenaba el pulso, Eremon sintió una náusea ya familiar.
No, otra vez, no…

Se inclinó sobre el costado de la embarcación y echó lo último que le quedaba en las tripas al mar embravecido. A su alrededor, sus hombres hicieron lo mismo, la mayoría sin molestarse en levantar la cabeza de los bancos de los remos. Pese a su corta estatura, el joven Rori tenía sin duda unas tripas más grandes que las suyas, porque vomitó, de nuevo, un copioso chorro que no le dio en los pies por muy poco.

Adiós a mi dignidad de príncipe.
Se limpió la boca. Podía soportar el hedor del orín y la visión de la sangre porque ambos formaban parte de la batalla, parte de lo que suponía ser guerrero. También soportaba la bebida. Pero ¿esto? Esto era otro mundo. Por una vez y por mucho que se esforzara, su recia voluntad no conseguía que el cuerpo le obedeciera.

Una nueva ola sacudió el barco. Eremon ordenó a sus hombres que volvieran a achicar y a remar. No era marinero; en realidad, podía contar con los dedos de una mano las veces que se había subido a un barco, pero el sentido común le decía que debían mantener la proa contra el oleaje. De lo contrario, estaban perdidos.

Tal como solía sucederle de modo más bien ridículo siempre que atravesaba un momento difícil, en aquellos instantes, una de las frases de su padre le cruzó por la mente:
La sonrisa de los dioses trae el sol; el golpe de su espada, la muerte de un rey; su cólera, el trueno y el viento que rasgan los cielos.

¡Ja! ¡Los dioses!

Empapado por la espuma en la que sumergía los pies, Eremon se apartó con frenesí el pelo de los ojos. Si el viejo druida estaba en lo cierto, él sabía a lo que se enfrentaba, porque, sin duda, únicamente la ira de un dios era capaz de causar una tormenta como aquélla en un mar completamente en calma.

Incluso al pescador, con ojos vidriosos a causa del miedo, le costaba mantener la caña del timón. Eremon reprimió una punzada de culpabilidad. Hasta ese día, aquel hombre tan sólo había timoneado
curraghs
[1]
pequeños botes de cuero capaces de deslizarse con ligereza sobre olas como aquéllas. Pero ahora navegaban en una embarcación mucho más grande, una nave; comercial con casco de madera y no de cuero, con diez remos a cada lado y una vela cuadrada. Y no sólo eso. El pescador era el más reacio de los pilotos porque, si el barco era robado, a él se lo habían llevado con amenazas.

De haber sabido el peligro que se avecinaba, Eremon le habría ahorrado a aquel hombre el miedo que estaba pasando. Pero el día en que zarparon de Erín bajo una lluvia de flechas era tranquilo y soleado. Hasta la segunda jornada de navegación no se cubrió el cielo y empezó a azotar el viento. Fue entonces cuando el pescador, al ver el amenazador banco de nubes que se cernía sobre ellos desde el Sur, empezó a refunfuñar.

El frente tormentoso atacó con cruel ferocidad. El viento, las olas y la lluvia parecían una bestia desatada que surgiera ante ellos para atrapar a la embarcación entre sus poderosas fauces. Apenas se percataron de que el día dejaba paso a la noche, y, en medio de la oscuridad, ya no pudieron ver más. Su mundo se había reducido a los sentidos del oído, del tacto y del gusto: el viento rugía, la lluvia les golpeaba como un látigo, el agua y la espuma llenaban sus bocas, las jarcias chascaban, el agua se escapaba entre los remos.

La rueda de las estrellas debía de haber girado ya hacia la mañana. El cielo entero estaba cubierto de oscuras nubes, amarillas allí donde la Luna se hundía en las aguas. A Eremon, aquel brillo torvo le pareció un ojo, el ojo implacable de un dios. ¿Era el ojo de Hawen, el Gran Jabalí, tótem de su tribu? ¿O el de Dagda, el dios del cielo? No, más probablemente fuera el ojo de Manannán, Señor del Mar, protector de Erín. Tal vez Manannán estuviera furioso por el hecho de que Eremon hubiera abandonado su propia tierra.

En ese caso, ¡llévame sólo a mí!,
gritaba en silencio Eremon al ojo.
¡Perdona la vida a mis hombres!

No recibió respuesta. Ni el viento amainó ni el mar se calmó. Al contrario, otra ola sacudió la embarcación y a Eremon se le llenaron la boca y la nariz de agua. Resopló y escupió y se agarró al casco hasta que la bestia del mar volvió a aflojar sus fauces.

Cù estaba tan agachado como podía, con el vientre y el hocico pegados al suelo del barco, y las patas estiradas, desesperado por aferrarse al casco. Eremon se tomó un momento para acariciar su peluda cabeza y sintió que el perro le lamía la mano justo allí donde la astilla mojada de un remo le había abierto un callo de la mano. En la penumbra, Eremon miró a Conaire, que se encontraba a su espalda. Remaba con coraje, empleando toda la fuerza de sus gruesas, nervudas y enormes manos. No había perdido un ápice de vigor en dos días. Como era de esperar, era el único a quien no afectaban los mareos.

Eremon se esforzó por sonreír, y aunque, pese a la oscuridad, pudo comprobar que Conaire le devolvía la sonrisa, la penumbra le permitió advertir en el brillo de sus ojos algo muy distinto. Con sobresalto, Eremon se dio cuenta de que su hermano adoptivo tenía miedo.

Volvió a darse la vuelta, para concentrarse en su propio remo. Aquélla era una muy mala noticia. Conaire no le había temido a nada en toda su vida, ni a hombre ni a bestia. Había abordado cada combate, cada desafío, con una alegría y una exaltación feroces. Pero tampoco Conaire había estado nunca en una embarcación como aquélla. Eremon pensó: «No cree que salgamos de ésta».

Les zarandeó una nueva ola. Tal como Eremon les había ordenado, todos los hombres aguantaron en sus remos. Todos salvo el joven Aedan, el bardo, que no quiso desprenderse de su preciosa arpa. Sin embargo, esa ola, más grande que las anteriores, consiguió tirar a Aedan de un solo zarpazo y hacerlo volar por encima del casco, a una de cuyas cuadernas se agarró con desesperación. Por un momento estremecedor se quedó colgando en la popa, bañado por una cascada de agua espumosa, gritando inútilmente, a merced del viento.

Eremon apartó a Cù y, sin importarle a cuántos de sus hombres pisaba, se lanzó a través de los bancos de los remos. Conaire llegó antes que él y sujetó con su corpachón el cuerpo más frágil de Aedan. Eremon y él se debatieron con denuedo hasta que, por fin, el mar renunció al bardo, que se derrumbó a sus pies. Jadeando y a través de su empapado flequillo, Conaire tenía los ojos fijos en un punto situado a espaldas de Eremon. Éste, que todavía no se había recuperado del esfuerzo, giró la cabeza.

El mástil, al que las olas y el viento habían debilitado, se había quebrado por fin y colgaba en un ángulo imposible. La vela y los rabos se agitaban inútilmente. Eremon dejó escapar un largo suspiro de desesperación. ¿Cuándo acabaría aquella tortura? A continuación, mirando más allá del madero tronchado, se fijó en los veinte pares de ojos que lo miraban en busca de orientación.

Se fijó en Rori, que cogía su remo. Tenía el cabello escarlata, ahora empapado, y levantaba la barbilla virilmente pese al temblor de sus labios.

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