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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (28 page)

BOOK: La yegua blanca
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Les sirvió un grupo numeroso de criados con bandejas de plata, vasijas rojas romanas, y jarras de bronce y de cristal. La comida era albana en su mayoría: besugo macerado en miel y romero, y ganso asado con manzana silvestre, pero también había productos romanos de importación como higos y aceitunas y una extraña ave oriental a la que Samana llamó faisán, y también guiso de ternera y ostras, aderezado con una salsa con olor a pescado que, según la votadina, se llamaba
garum
[13]
.

Mientras comían, Rhiann guardó silencio porque, a ella, la ironía de realizar tan largo viaje para averiguar cómo podían derrotar a los romanos y acabar cenando platos romanos en una casa romana, le parecía una broma de mal gusto.

La anfitriona se interesó por Eremon y por Erín, y Rhiann observó con interés de qué forma sorteaba su esposo algunas preguntas comprometidas.
Ya veo que esta noche a todos nos ha dado por jugar con las palabras,
se dijo, y bebió un sorbo de hidromiel.

¿Sería un error aquel viaje? ¿Podían confiar en Samana? Recordó el tiempo que habían pasado juntas en la Isla Sagrada. A su prima siempre le había gustado el lujo. Fue su madre, la hermana del rey, quien insistió en que se uniera a la Hermandad, pero, en realidad, la muchacha siempre había rechazado la disciplina propia de la norma de las sacerdotisas.

Teniendo esto en cuenta, no era de extrañar que se hubiera dejado seducir por el lujo de Roma. Al fin y al cabo, lo mismo les había ocurrido a la mayoría de los nobles de Britania, e incluso a los de Alba. Pero gozar del lujo de Roma y pretenderlo era una cosa y mirar con buenos ojos su política de dominación era otra muy distinta.

Se tranquilizó ligeramente. El rey y sus hombres debían de haberse ofrecido como rehenes. No, posiblemente, Samana se limitaba a manejar lo mejor posible una situación con la que se había encontrado. Después de todo, la muchacha había seguido las enseñanzas de las hermanas con avidez y demostrado enormes aptitudes para la visión y la magia, si bien había desarrollado menos sus poderes de curación.
Es una sacerdotisa y, como tal, a nadie debe mayor lealtad que a la Diosa,
se dijo.
Si los hombres le han fallado, como me ha sucedido a mí, es normal que haya hecho el mejor uso posible de sus limitados poderes.

Justo cuando estaba preparada para hacer la pregunta inevitable, intervino Eremon. Tras tomar un sorbo de vino, se echó hacia atrás, quizá demasiado relajado.

—La cena estaba exquisita, señora. Jamás había disfrutado de tantas delicias romanas.

—Muchas gracias. Cuando se es conquistado, es mejor ganar algo a cambio.

—¿Conquistado?

Samana le miró con tristeza.

—Fue una situación muy difícil, príncipe. Hace unos años, después de que mi padre muriera, quedé a cargo de mi querido tío, el rey. Los votadinos siempre mantuvimos unas importantes relaciones comerciales con nuestros contactos romanos en Britania; los comerciantes romanos pasaban por aquí una vez al año. Pues bien, cuando supimos que diez mil soldados romanos se disponían a lanzarse contra nosotros…, diez mil, ¿comprendes?…, el rey decidió que lo primero era proteger a nuestro pueblo —explicó Samana, negando con la cabeza—. Yo, por supuesto, estaba horrorizada. Al menos al principio. En mi opinión, debíamos luchar, pero ¿qué valor tiene la voz de una mujer entre tantos hombres? —Tomó un sorbo de vino—. Sin que yo lo supiera, el Consejo y el gobernador romano, ese… Agrícola, entablaron negociaciones. Finalmente, mi tío firmó un tratado.

—¿Y vuestros guerreros? ¿No se opusieron? —preguntó Rhiann.

Samana suspiró y se volvió hacia ella.

—No, prima. Seguramente sabes ya qué poco se puede confiar en
algunos
hombres. —Miró primero a Eremon, como si quisiera pedirle disculpas, y luego a Rhiann—. Nosotros ya comerciábamos con artículos de Roma. Los romanos no pretendían que cambiásemos nuestras costumbres, nuestra política, nuestra forma de vida. Tan sólo querían pasar por aquí y…


¿Pasar por aquí?
—Rhiann clavó los ojos en su prima—. ¿Adónde crees que iban todos esos soldados, Samana? ¿A una feria de ganado?

—Corno acabo de decir, Rhiann, el Consejo decidió que lo mejor que podíamos hacer era firmar la paz. De ese modo conservaríamos lo que teníamos en lugar de perderlo a sangre y fuego —repuso Samana, limpiándose las lágrimas de los ojos—. ¿No sabéis lo que les ocurrió a los selgovas? Arrojaron proyectiles de hierro contra su castro con esas balistas, y los masacraron a todos. Mi tío no quería que corriéramos la misma suerte.

—¿Y dónde está ahora? —preguntó Eremon con tono amable.

—Ah, eso es lo peor —respondió la votadina, a punto de sollozar—. Agrícola invitó al rey y a todo su Consejo a su campamento y, a traición, los tomó como rehenes. Como podéis imaginar, aquí, en el castro, los guerreros pidieron sangre, pero sabían que ejecutarían al rey al menor movimiento. Los jefes tribales han vuelto a sus castros y parecen resignados a la nueva situación. Esperan que Agrícola permita regresar al rey cuando complete su campaña.

—¿Cuando Agrícola complete su campaña? —Rhiann habló con aspereza. Samana estaba yendo demasiado lejos con sus sollozos simulados. Su prima no había llorado en toda su vida.

—En efecto, Rhiann. O alguien lo rechaza, o acabará conquistando todo el territorio.

—¿Y en qué posición te encuentras tú? —preguntó Eremon con tono conciliador.

Otro largo y profundo suspiro.

—He hecho cuanto estaba en mi mano con lo que nos han dejado.

Rhiann miró su alrededor, a las lámparas de aceite y a las preciosas jarras romanas, con una mueca de perplejidad que no intentó ocultar.

—Soy el pariente más próximo del rey, aquí no quedaba nadie para asumir el gobierno y los demás jefes debían volver a sus castros. Aunque nada sé de política, procuro conservar mi castro seguro y próspero hasta el regreso de mi rey.

—¿Y por eso has derribado la Casa del Rey para construir un palacio romano? —preguntó Rhiann.

Samana le devolvió una mirada muy poco cordial.

—¿A qué viene esa pregunta, Rhiann? El rey inició las obras antes de que lo tomaran como rehén. No puedo vivir en un edificio a medio terminar, y tampoco quería que la madera o las tejas, que son muy caras, se echasen a perder. El pueblo lo comprende.

Rhiann recordó las señales de prosperidad que habían visto a su llegada. En efecto, el pueblo, esto es, la clase dirigente, lo comprendería todo perfectamente.

Así pues, Rhiann no creía que, como daba a entender, Samana estuviera rota por la pena. Disfrutaba de los artículos que el tratado le había proporcionado y vivía en su propia casa sin que nadie la molestase. Y sin embargo, todo lo que había contado tenía sentido.
¿Acaso la vanidad y la codicia equivalen a la traición?

—Y ahora —dijo Samana, secándose las lágrimas y dirigiéndose a Eremon con una sonrisa—, vosotros tenéis que contarme para qué habéis venido.

—Nuestra historia es mucho más breve —repuso Eremon—. Queremos saber más acerca de los romanos, eso es todo. Cuántos son, dónde están…

—Lo comprendo. Entonces, ¿queréis resistir?

Rhiann abrió la boca para responder, llevada por la urgencia de no contarle a Samana demasiado, pero Eremon se adelantó.

—Sí, así es.

Samana sonrió y apoyó su mano en la de Eremon.

—Ojalá contase yo con hombres con tu determinación, primo. En ese caso, las cosas podrían ser muy distintas.

—Entonces, ¿nos ayudarás?

La princesa votadina se dirigió a todos los presentes.

—Os diré todo lo que sé y es posible que pueda conseguir más información. Pero, por favor —dijo, y se llevó la mano a la frente—, esta noche no. Hablar de estas cuestiones me ha afectado profundamente. Y ahora, si me excusáis… —añadió, levantándose.

Todos los hombres se pusieron en pie de un salto. Rhiann siguió sentada.

—No, por favor, seguid bebiendo y comiendo cuanto os plazca.

Se tambaleó ligeramente. Eremon rodeó su cintura para ayudarla.

—Permíteme que te acompañe a tu cuarto, señora. Con un desmayo por semana es suficiente.

—Gracias, primo —dijo Samana, y miró a Rhiann—. La Diosa te ha bendecido al darte un esposo como éste, Rhiann. Cortesía y fuerza: una rara combinación.

Rhiann sonrió con frialdad. Apoyándose en Eremon, Samana desapareció por una puerta interior; los hombres observaron sus curvas con enorme atención mientras se retiraba.

Eremon volvió de un humor sorprendentemente jovial y con las mejillas sonrosadas. Rhiann también pidió excusas y dejó a los hombres a solas. La luz de las antorchas que rodeaban la casa de Samana impedía ver las estrellas con claridad. Cuando llegó a la oscuridad de su choza, se quedó en la puerta y dejó que la luz de la Luna la acariciase.

El viaje había dado un giro inesperado. ¿Podía confiar en Samana? ¿Y en Eremon? Le conocía tan poco en realidad. Tal vez hubiera actuado precipitadamente al seguir su deseo de involucrarse en la guerra. Quizás hubiera sido mejor quedarse con sus hierbas y sus bendiciones y sus bordados.
Oh, vamos, Rhiann,
se recriminó,
tienes más coraje que todo eso. Ahora ya está hecho. Sabrás como salir de ésta.
Ante todo, debía estar alerta, pues había intuido energías muy poderosas en aquel castro.

Cuando Eremon llegó por fin para acostarse, esas potencias subterráneas parecían haber ganado todavía mayor fuerza, hasta girar en torno a la pequeña choza como un torbellino.

Eremon no dijo nada, lo cual no era de extrañar. Sin embargo, se movió y cambió de lado numerosas veces, y permaneció despierto al menos tanto tiempo como ella. Quizás él también las sintiera.

Capítulo 25

Con el pretexto de que tenía jaqueca, Samana no buscó a Rhiann a la mañana siguiente. En vez de ello, el grupo entero recibió la propuesta de acercarse al puerto de los votadinos en el Forth. Al llegar, vieron anclado un barco mercante romano. Se sentaron a observar las hileras de ánforas llenas de vino, higos, aceite de oliva y salsa de pescado, que unos votadinos cargaban en sus carros. Por su parte, los marineros de cabellos negros que descargaban aquellas vasijas largas y puntiagudas hablaban la áspera lengua latina.

Al oír sus voces, la epídea recordó a los soldados que había visto construyendo el fuerte y se estremeció. ¿Acabaría por oír esa lengua también en su tierra? ¿Se perderían las canciones de los bardos, acabaría por perderse también el habla musical característica de su pueblo? ¡No! Antes morir que permitir que se destruyera algo tan bello.

Esa misma tarde los hombres fueron a cazar, y como su prima no daba señales de vida, Rhiann decidió actuar. Carnach, el obsequioso sirviente de su prima, se sorprendió al verla aparecer, pero fue a llamar a su señora. Rhiann la esperó en la sala de recepciones.

Al cabo de un buen rato, Samana apareció por fin. No parecía aquejada por ningún dolor de cabeza. Más bien al contrario, tenía un aspecto magnífico. Llevaba el cabello suelto y un sencillo vestido azul sin adornos. De aquella guisa se parecía mucho más a la muchacha de la Isla Sagrada que recordaba Rhiann. Samana pidió una infusión de ortigas y habló de menudencias hasta que Carnach sirvió unos vasos y las dejó solas.

Consciente de que necesitaban que la votadina les facilitara cierta información, Rhiann sabía al mismo tiempo que no podía formularle tantas preguntas como hubiera deseado. De encontrarse allí, Eremon le habría aconsejado cautela.

—Bueno, prima —dijo, bebiendo un sorbo de su vaso—, han pasado cuatro años y tienes mejor aspecto que entonces.

Samana sonrió con condescendencia. Acto seguido, apoyó la mano en el brazo de Rhiann y su sonrisa desapareció.

—Me gustaría poder decir lo mismo de ti, Rhiann, pero estás muy desmejorada. Hasta aquí llegaron las noticias de lo ocurrido en la Isla Sagrada.

Rhiann retiró el brazo con una brusquedad involuntaria y dejó el té sobre la mesa.

—Fue difícil.

Samana suspiró.

—Pienso a menudo en las hermanas.

—¿De verdad? Cuando estabas allí, sólo pensabas en marcharte.

La aspereza del comentario no fue en absoluto intencionada. Los negros ojos de Samana brillaron.

—Demasiada oración y muy poca diversión… Ya sabes, no era lo mío. Además, la niña bonita eras tú, no yo. Las demás nos limitábamos a esperar que tus mensajes nos llovieran desde las alturas. — Sonreía como si estuviera bromeando, pero en su voz había algo más. Rhiann recordó la actitud de la votadina durante su estancia en la isla. En aquel entonces, su enigmática y bella prima ya era un misterio para ella.

—Y ahora, ¿te diviertes? —preguntó.

Samana pasó sus elegantes manos por la boca de una jarra de plata.

—Sí, en efecto, y no me avergüenzo de ello. Estoy rodeada de cosas hermosas. —Samana clavó en Rhiann sus oscuros ojos—. Y frecuentan mi cama hombres también muy hermosos. ¿Qué más puedo pedir?

Rhiann se sonrojó y apartó la mirada. Samana se rió suavemente.

—Oh, Rhiann, olvidaba que eres mucho más sensible con estas cosas que yo…, y que tienes otras prioridades. Al fin y al cabo, estarás muy ocupada como Ban Cré y no tendrás tiempo para pensar en los hombres.

—Bueno, como ves, he tenido la suerte de encontrar uno muy guapo, así que no tengo por qué pensar en ningún otro. —Rhiann estuvo a punto de atragantarse al pronunciar aquellas palabras.

—Oh, por supuesto. Has tenido mucha suerte, prima. —Samana hizo una pausa—. Además, es valiente.

—Sí —asintió Rhiann, a quien no le agradaba demasiado hablar de Eremon. Deseaba abordar el asunto por el que en realidad estaba allí—. Quería decirte que me parece admirable el modo en que has superado el revés que para ti debió de suponer la desgracia que le sobrevino al rey. Lo que nos contaste anoche es muy lamentable.

Contuvo la respiración. Era consciente de que estaba siendo muy impertinente, pero cualquier persona con dos ojos se habría dado cuenta de que estaba fingiendo. Cualquier persona con dos ojos…, y sin un bulto en la entrepierna.

Para su sorpresa, Samana se rió.

—¿De verdad? —dijo, con un tono muy distinto al que había empleado hasta ahora—. Oh, vamos, Rhiann, seamos sinceras.

—Eso sería toda una novedad.

—Has ganado chispa desde la última vez que nos vimos, prima. La vida lejos de la isla te ha espabilado. Vamos a acabar llevándonos bien.

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