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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (58 page)

BOOK: La yegua blanca
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Pero Didio había empezado a despertar de esa nube gracias a la amabilidad mostrada por la dama. Había comenzado a distinguir las palabras con la ayuda de la pequeña criada. Entonces fue cuando dejó de verlos como animales que gruñían, ya que al fin podía encontrarle algún sentido a lo que acaecía a su alrededor.

Le impresionaron las habilidades del gigantesco herrero. Poseía todo el saber metalúrgico del mundo civilizado, pero la floritura artística de aquel pueblo excedía a la romana. Lo adornaban todo, desde las vainas y los calderos a las hebillas de los cinturones y las horquillas. Incluso los caballos lucían vistosos arreos de esmalte y extraños corales. Les podía llevar días terminar el asa de un cucharón, sólo para imitar la curvatura del cuello de un cisne.

Estas cosas eran sorprendentes incluso para ellos mismos, pero no era nada en comparación con lo que comprendió cuando obtuvo un mejor dominio del lenguaje.

En el castro se trataba bien a todo el mundo y nadie pasaba hambre o frío. Las mujeres parecían realizar negocios y adoptar decisiones por sí mismas. Había permanecido cerca de un druida, uno de aquellos monstruos sobre los que había escrito Julio César, y le había observado impartir justicia en función de un conjunto de leyes tan complejas que Didio se perdió en sus vericuetos al poco rato.

Se sentaba junto a los fuegos y se dejaba llevar por la música de aquellas gentes, más salvaje y menos refinada que los tonos de las liras de su tierra, pero llena de pasión y belleza arrebatadora. Se esforzaba por seguir a los contadores de cuentos y obtenía como recompensa relatos de tal viveza y misterio que lloraba a lágrima viva.

Aun así, la sorpresa más grande se la llevó unos pocos días después. Al recibir un mensaje para Rhiann, sucedió que el príncipe discutía alguna decisión con sus guerreros. Didio esperaba que los amenazara con someterlos con esa espada suya o los desafiara a luchar, como perros a la greña.

Se quedó atónito al ver que en lugar de eso, por turnos, escuchaba con gravedad a cada portador, formulaba preguntas precisas y emitía un veredicto que, a juzgar por los rostros, parecía satisfacer a todos.

Tal vez sea civilizado,
pensó Didio hasta que el príncipe le buscó y le encontró entre el gentío con una mirada que abrasaba la piel. El romano hizo una reverencia con la cabeza y se marchó de forma apresurada. Tal vez no.

Rhiann era cuestión aparte, por supuesto. Didio se detuvo a limpiarse el sudor de la cara y los ojos llorosos. Como extranjero que era, contraía todas las enfermedades que llegaban al castro. Pronto perdió la cuenta de las noches que pasaba tosiendo o moqueando por la nariz mientras le dolía hasta el tuétano.

Pero los recuerdos de esas noches no eran penosos. Los llenaban la suavidad de las manos de la señora cuando le pasaba una esponja húmeda por la cara para bajarle la fiebre o le sostenía la cabeza para que tragara una de sus horrendas pócimas, el ritmo de su voz cuando le cantaba bien entrada la noche y el olor de la melena cuando se inclinaba sobre él para comprobar su respiración.

Era tan docta como cualquier médico con que Didio se hubiera cruzado, y cuidaba de él igual que de sí misma.

No, la vida no era tan mala ahora que la tenía cerca.

Los mercaderes regresaron con el Sol y la calma marina. El río era un hervidero de bateas que, impulsándose con pértigas, entraban y salían del puerto; la brisa se colaba por las puertas del almacén, abiertas de par en par. Las pieles de cuero, las prendas de piel y los caballos salían rumbo al Norte, Sur y Este, y, a cambio, fluían los bienes de otras tierras: estaño, plata, azabache, vidrio, tintes escasos y telas, alfileres y broches, tazas y cuencos.

Hasta que un día un comerciante de tez morena trajo algo más que ámbar del mar del Norte, trajo noticias. Hacía una luna, la flota romana había atacado dos de los puertos caledonios del Sur, pasando a cuchillo a sus habitantes. En cuanto a lo que se iba a hacer al respecto, Eremon hubo de esperar otra semana hasta recibir un mensaje del propio Calgaco que contenía tanto palabras de ánimo como noticias frustrantes.

Lo frustrante era que los nobles de Calgaco no adoptarían medidas recíprocas, más allá de cerrar sus puertos y trasladar al pueblo tierra adentro.

Lo estimulante era que el propio Calgaco no creía que fuera un ataque aislado y que él mismo asumía la tarea de convocar a un Concilio a todas las tribus de Alba.

—«Llevará muchas lunas incluso convencer a los líderes a que acudan —repitió el mensajero—. También se sabe que los romanos ya se han retirado hacia sus fuertes al sur del estuario del Forth para prepararse para la larga oscuridad. Por tales razones, he designado el próximo Beltane como la fecha para el Concilio».

Eremon aferró su espada con más fuerza.

—¡Demasiado tarde! Pero más vale tarde que nunca. Dile que allí estaremos.

Mientras muchos reconstruían el puerto, casi todos los demás estaban muy ocupados en la tierra: los hombres segaban la cebada, las mujeres la ataban en gavillas. Las eras resonaban con las pisadas y la granza impregnaba el aire. Otros se dedicaban a recolectar frutos silvestres como cerezas, moras y avellanas.

Después de que se hubo terminado la cosecha y se quemaron los rastrojos, comenzó el festival de Lughnasa, un tiempo para descansar después de la cosecha, para beber, para la música y la risa. En las noches calurosas, las fiestas se prolongaron hasta tarde con las danzas en los campos y la partición del primer pan nuevo; ese año todo estaba muy apagado, ya que muchos aún lloraban a sus seres queridos y otros olfateaban el peligro en el viento.

Rhiann disponía de su propia escapatoria al tener que rociar los campos con ofrendas de leche e hidromiel para agradecer Su fertilidad a la Diosa. Le gustaba hacerlo a solas, caminando en las postrimerías del crepúsculo, cuando el cielo tenía el color de las alas de una paloma y la tierra exudaba el perfume del sol.

Un anochecer, Rhiann se quedó junto a una de las rocas de los ancestros oteando más allá de los campos llenos de rastrojos y del río, hacia las colinas, donde las mujeres recogían la flor del brezo, que entraba en su máximo esplendor. Pronto se marchitaría el helecho y las hojas se caerían y la tierra entraría en la mitad oscura del año, la de la gestación.

De repente, escuchó detrás de ella el suave roce de pies en los rastrojos.

—Has vivido demasiado tiempo entre nosotros —dijo por encima del hombro—. Te he oído llegar.

—¡Oh, Rhiann!

Los pies comenzaron a correr y entonces Caitlin abrazó a Rhiann por la cintura y le hizo girar; ésta rió y se liberó.

—¿Qué te trae por aquí para zarandearme como si fueras un lobezno maleducado?

Los ojos de Caitlin bailaban a la escasa luz del atardecer.

—¡Tengo noticias!

—¿No tendrán que ver con cierto guerrero de Erín, verdad?

—Vaya, ¿cómo lo sabes? En serio, ¡nunca te puedo sorprender!

No suponía una gran sorpresa. Pocas noches antes, Caitlin había llevado el muñeco de paja en una carreta tirada por yeguas de trenzadas crines rojas alrededor del último campo en que se había segado la mies para luego, como reina de la cosecha, encabezar la danza… con Conaire como compañero.

Fue entonces cuando Rhiann se dio cuenta de que, aunque seguía bromeando con Conaire, ya no le apartaba. Y los ojos de los dos jóvenes tenían idéntico brillo cuando Caitlin le miraba a través de las llamas.

La muchacha aplaudió con las manos:

—¡Me ha pedido que me case con él! ¡Me quiere!

Rhiann sonrió y la besó.

—¡Por supuesto que sí! ¿Le quieres tú?

—Creo que siempre le quise, pero he esperado para asegurarme. No parecía muy constante.

—Pero ¿te lo ha demostrado? ¿Estás segura?

—Oh, sí. —La mirada de Caitlin se suavizó mientras parecía contemplar el brezal—. A veces simplemente te fijas en los ojos de alguien y lo
sabes.

Rhiann deseó que eso mismo le ocurriera a todo el mundo.

—Está claro lo mucho que le interesas —sugirió Rhiann—. No creo que haya esperado tanto por nadie.

—¡Por eso le hice esperar! Si estaba jugando, perdería el interés cuando no cayera rendida en su cama.

Rhiann sonrió. Caitlin tenía en eso toda la sabiduría femenina.

—Entonces, ¿te vas a unir a las felices parejas en Beltane? Me alegrará darte la bendición de la Diosa.

—¡Oh, no! —El rostro de Caitlin se llenó de consternación—. No, no quiero esperar tanto una vez que he tomado la decisión.

—¿Quieres casarte en Samhain? Es un momento oscuro del año para casarse.

—Tú te casaste entonces, ¿no?

—Bueno, sí, pero aquello fue diferente. Era una cuestión de estado, no de amor.

Caitlin levantó la barbilla.

—Esto también lo es, ¿no? Llevo la sangre del rey y Conaire es hijo de un jefe. Fortaleceremos los lazos entre Erín y los epídeos.

—Pero ¿no deseas casarte bajo el Sol como las demás parejas? Con flores, con luz…

—Rhiann, no me preocupan nada las flores si él está a mi lado —repuso. La sonrisa soñadora de Caitlin regresó—. Él trae el Sol; él es la luz.

En Crìanan, Eremon se tomó la noticia con mucha más preocupación de la que podía demostrar.

—Es hermosa y será una buena esposa —concedió. Luego palmeó el hombro del resplandeciente Conaire—. Supongo que te durará una buena temporada.

Conaire sonrió abiertamente.

—Eso espero yo también. Tiene una voluntad del tamaño de un oso para ser tan pequeña.

—Parece que le viene de familia.

El rostro de Conaire se ensombreció.

—¿Accederá el Consejo, Eremon? Al cabalgar con ella por la frontera me he olvidado de su verdadero estatus. ¿No preferirían casarla con un príncipe de Alba?

—No harán nada de eso —le aseguró Eremon—. Hemos demostrado nuestra valía y he conseguido buena parte del control que necesitaba. No permitiré que te rechacen.

Pero Conaire aún parecía preocupado.

—Acostumbran a casar a sus princesas con extranjeros —le recordó Eremon—. Eres hijo de un jefe, no lo olvides. Esta boda refuerza los lazos de los epídeos con nosotros.

Conaire le estuvo dando vueltas y luego suspiró.

—No me esperaba esto. Ya sabes, hermano… ¡Jamás he querido a ninguna mujer más de una noche! Sé que no lo apruebas, ya que un día tendremos que irnos, pero nunca ha habido otra como ésta. No puedo vivir sin ella.

Conaire alzó el mentón. Sus ojos tenían una mirada que Eremon sólo había visto en el campo de batalla.

Una broma asomó a los labios de Eremon, y entonces comprendió la causa de que empleara aquel tono solemne. Cuando un hombre habla desde lo más profundo de su ser, el oyente tiene que aceptarlo con respeto. Con el corazón súbitamente dolido, el príncipe inclinó la cabeza. Aunque no lo reconocería jamás, en su fuero interno quería sentir eso mismo. Pocas cosas debían ser tan grandes.

Eremon se inclinó sobre el malecón inconcluso cuando se marchó Conaire, hundiendo los talones en la arena húmeda. Una cosa era un matrimonio de conveniencia, como había hecho él, y otra era casarse por amor. Los epídeos no permitirían que Caitlin se marchara a Erín dada la forma en que funcionan los linajes en aquel extraño país. ¿Y cómo lo iba a conseguir Eremon sin tener a Conaire a su lado?

Con la amenaza romana pendiendo sobre sus cabezas, le había resultado fácil implicarse en el destino de los epídeos, pero el príncipe no había olvidado su objetivo final. Le habían engendrado para reinar sobre todas las tierras de su padre, era lo que había pensado toda su vida.

Era cuanto le quedaba después de que se atrincheraran detrás de aquella barricada en la playa mientras llovían flechas a su alrededor y navegaran lejos de las costas de Erín, consumidos por la rabia y el dolor. Eremon tendría un ejército a su disposición, listo para desembarcar en Erín y recuperar su propio castro, sólo si conseguía que los epídeos salieran indemnes de la amenaza romana.

No había espacio para el amor en todo aquello… y, por supuesto, no con una mujer que no le correspondía.

Rhiann.

Propinó una patada al montón de arena sobre el que se había apoyado. Cù aulló y dio vueltas a su alrededor, a la espera de poder jugar. Pero Eremon no estaba de humor para juegos.

No había lugar para el amor.

—¡Eh, tú! —espetó a uno de los trabajadores mientras se despojaba de su túnica—. Ayúdame a levantar este poste. ¡Ahora!

Capítulo 55

Caída de la hoja, 80 d. C.

Apenas se había completado la cosecha cuando el tiempo cambió de repente. El viento era más fuerte cuando soplaba desde las colinas y arrastraba las hojas doradas de los alisos y los sauces a lo largo del río y, después de una noche despejada, la primera escarcha cubrió el suelo.

Un nubloso día de lluvia hiriente, Rhiann, de forma misteriosa, prohibió salir de casa a Caitlin, que pasó la mañana jugando
fidchell
con Aedan, pero estaba demasiado intrigada para concentrarse y éste ganó con facilidad. Quedó tan anonadado que no dijo ni palabra durante el resto de la tarde.

Cuando Eithne, a la que le centelleaban los ojos negros, vino a recogerla, Caitlin se puso en pie de un salto y bajó el sendero a la carrera.

Apartó la cortina y se agachó para entrar a la casa de Rhiann, se enderezó y respiró de forma entrecortada.

—Tu dote —explicó Rhiann con cierto embarazo. Caitlin miró con los ojos muy abiertos.

Apilados sobre el suelo había cestos de mimbre, cuencos de madera, calderos de bronce y un juego de calentadores ornados con forma de perro. Sobre el lecho, montones de ropa blanca para la cama, pieles, pieles curtidas colocadas sobre colgadores en las paredes y alfombras de colores luminosos. En la cabecera, había extendidos una fina blusa de lino y un vestido azul de lana muy suave con ribetes blancos de visón.

Antes de que Caitlin pudiera hablar, Rhiann le entregó un arcón de madera con engastes de bronce. En su interior había una delicada torques de oro cuyos dos brazos eran sendas cabezas de venado con ojos de amatista. También había prendedores para el pelo y broches de oro y plata para el hombro con forma de lobo, salmón y águila… Todos los símbolos que le gustaban a Caitlin.

Los ojos le relucían. Movió la cabeza.

—¿Cómo voy a aceptar esto? No puedo, nunca he…

Rhiann se volvió para alisar la ropa blanca.

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