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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (29 page)

BOOK: La yegua blanca
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Rhiann volvió a coger su bebida.

—¿Qué ibas a decirme?

La votadina jugueteó con su taza. Parecía muy relajada.

—Tanto tú como yo teníamos como pariente a un rey al que no apreciábamos, a un hombre que estaba dispuesto a entregar nuestra mano en matrimonio a cualquier jefe peludo y maloliente con tal de que tuviera un buen número de cabezas de ganado. No me digas ahora que la muerte de tu tío fue un golpe para ti.

En cualquier caso, no de la forma que tú sugieres,
se dijo Rhiann.

—Así que —prosiguió Samana— ¿cómo voy a fingir que le echo de menos a él o a esa banda de viejos verdes que no tardarían mucho en hacer un trueque conmigo como si no tuviera más valor que un saco de cebada? Fue un revés, sí, pero he sacado el provecho que he podido de la situación. Mis gentes están seguras y no las han asesinado en sus lechos. Somos más ricos cada día y aquí estoy yo, gozando de más libertad que ninguna otra princesa de Alba. ¡No me digas que eso no lo envidias!

Rhiann se dio cuenta de que envidiar la posición de su prima era algo que ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

—¿Libertad, Samana? Sólo ocurre que ahora tienes nuevos amos. ¿Qué clase de libertad es ésa?

—Oh, vamos. —La votadina comenzaba a impacientarse—. Los romanos no interfieren. Si a mí se me calentara la cabeza, como a esos príncipes orgullosos, con mi linaje y mis antepasados y mi precioso ganado…, entonces quizá la rendición sería difícil de soportar. Pero, Rhiann, tú y yo sabemos que las mujeres tenemos más sentido común en un dedo que los hombres en todo el cuerpo. No elegí esta situación, pero me conviene; y a mi pueblo también. Resistir significaría su muerte, ¡y perder todo lo que tenemos!

Rhiann negaba con la cabeza.

—Yo
soy
una mujer, Samana, y aun así no lo comprendo. Eres sacerdotisa, la tierra es tu Madre, ¡tú lo sabes! ¿Cómo puedes quedarte aquí sentada y soportar los golpes que los romanos le asestan en el Cuerpo? ¿Cómo puedes soportar que le desgarren así la carne? ¿Cómo puedes soportar la violación de los árboles, el sacrilegio de nuestros manantiales?

Samana sonrió.

—Siempre fuiste más devota que yo, Rhiann. La Diosa no quiso concederme los poderes que a ti sí te dio, pero poseo otros dones y los empleo lo mejor que puedo. Honro a la Madre a mi manera.

Rhiann captó el movimiento leve y sensual que Samana hizo con la boca. Contuvo la respiración, dando golpecitos con los dedos sobre su rodilla.

—Que sea lo que haya de ser… ¿Vas a ayudarnos?

Samana guardó silencio unos instantes.

—Sí, claro que sí, prima. Pero lo poco que tengo que deciros puede esperar a que estemos todos. ¡No! —dijo, atajando la protesta de Rhiann—. He respondido a tus preguntas, así que ahora tienes que aceptar que el resto lo haga a mi modo. Mañana volveremos a cenar juntos. Entonces hablaremos.

—¡Mañana! ¿Por qué no esta noche?

—No se me ha quitado el dolor de cabeza y me voy a quedar en la cama. Además, he de atender unos asuntos administrativos. Yo no puedo irme por ahí a pasear por las montañas como haces tú.

Rhiann, que observaba el rostro encendido y los ojos brillantes de Samana, le escuchó con escepticismo. Pero no podía obligarla.

—Haz lo que te plazca, prima. Mañana, Carnach os enseñará nuestras tierras y todo lo que tiene que ver con los romanos. ¿Se te pasará así el mal humor?

—No me hables como si fuera una de tus descerebradas conquistas.

—Vaya, cómo ha mejorado tu ingenio, Rhiann —dijo Samana, y se levantó—. No veo el momento de que volvamos a discutir, pero ahora he de irme. Hasta mañana.

Aquella noche, Rhiann se sentó en su cama para desenredar las puntas de su melena con un peine de asta. Algunos cabellos cayeron junto al fuego.

Llevaba dos días sin ver a Eremon, lo cual no la habría preocupado en absoluto en circunstancias normales, pero le había notado extrañamente distraído durante la visita al puerto. Aparte de sus preguntas y bromas habituales, había advertido en él una profunda inquietud.

De pronto, se quedó quieta, sorprendida por un pensamiento. Ahora que había visto lo que suponía la paz con los romanos, ¿lamentaba el príncipe el juramento prestado a los epídeos? Y en ese momento la joven se dio cuenta de cuan frágil era el vínculo del erinés con los epídeos. Parecía un hombre de honor, pero siempre antepondría su posición y la de sus hombres a cualquier otra cosa.

¿Y si pensaba que tenía mucho más que ganar uniéndose a las tribus que se habían rendido? ¡Diosa! Desesperada por conseguir algún control, no había pensado en las consecuencias de ponerse en manos de sus hombres cuando, al fin y al cabo, no eran para ella más que unos desconocidos.

Pensó en el pasado del príncipe. Si, como ella presentía, había viajado a Alba para hacerse un nombre, poco le importaría la forma de conseguirlo. Una vez que lo hubiera logrado, volvería a su tierra cuanto antes. Se quedó petrificada. ¿Cómo era posible que no hubiera considerado esta posibilidad hasta ese momento?
Bueno, por lo menos me libraré de él definitivamente cuando se marche.
Le bastaba con que se quedara el tiempo suficiente para defender Dunadd de los romanos. No le preocupaba lo que hiciera después.

Oyó movimiento y volvió la cabeza. Eremon acababa de entrar en la choza. Estaba tenso. En realidad, a Rhiann le pareció advertir en él un leve estremecimiento, pero quizá no fuera más que la brisa, que hizo temblar las llamas de las lámparas.

—Sólo venía a recoger esto. —Eremon cruzó la choza para tomar su manto. Acto seguido, empezó a rebuscar en su bolsa—. Los hombres y yo vamos a volver al puerto. Espero sonsacarles alguna información a esos comerciantes romanos. Volveré tarde. —Su voz era extrañamente áspera, como si le costase respirar.

Rhiann dejó el peine sobre las pieles que cubrían la cama.

—Eremon, debemos proceder con sutileza. Esa visita puede ser peligrosa.

El joven se irguió. Rhiann vio el ligero rubor de su rostro y su mirada distante.

—¡No cuestiones lo que digo! Es posible que fuera de estas paredes sea tu criado, pero aquí no lo soy. —Se echó el manto sobre los hombros, metió una daga en su cinto y se marchó.

¡Diosa!

Rhiann se levantó y se acercó a la puerta. Apartó la piel de la entrada para contemplar el cielo. No quedaba una sola nube y la Luna derramaba su luz entre una oscuridad aterciopelada.

Pero mientras permanecía allí de pie, dolida aún por la aspereza con que la había tratado Eremon, sintió de repente la extraña presencia que la noche anterior había rondado las orillas de su alma. Distraída por la visita al puerto y la conversación con Samana, se había olvidado de ella, pero ahora, en la soledad de la noche, volvía a sentirla.

Una fuerza oscura la acechaba, susurrándole, tentándola. La sentía en el hueco de su vientre, como una sensación cálida, y ascendía por su cuerpo. Se parecía a un calor pegajoso, resbaladizo y burlón, y tenía el sabor de lo primigenio. Cerró los ojos y se aferró a la jamba de la puerta. Se inclinó hacia fuera y la vislumbró con el ojo del espíritu. Era una energía, una vibración que reptaba por las calles, entre las chozas, en hebras de niebla, oscura como la sangre seca. Se introducía por debajo de las puertas y se retorcía en las esquinas, enroscándose en torno a los pies de los que aún no estaban junto al fuego del hogar.

Aunque sabía que ella no era el objetivo de esa magia, un miedo súbito se elevó en su interior, pero, con un grito mudo, la detuvo.
¡No! ¡Apártate de mí!

Los dedos de la niebla dejaron de hostigarla y se alejaron. En su lugar, una ráfaga de viento helado ascendió por la loma, echando hacia atrás los cabellos empapados de sudor que se le habían pegado a las sienes.

Rhiann se sacudió un poco para librarse de aquel calor y suspiró profundamente. Fuera lo que fuese, se había ido y no volvería a molestarla; al menos, no esa noche. La magia tan sólo surtía efecto en aquellos que, voluntariamente, lo permitían. Y ella no tenía la menor intención de hacerlo.

Permaneció en la puerta durante horas, observando las estrellas, que arrastraron el calor maligno con su torrente de plata.

En la pequeña habitación, todo era calor dorado y luz rojiza. Ni una brizna de aire traspasaba la tela de la ventana y reinaba la quietud, impregnada de una calidez líquida y de una penetrante fragancia a manzanas maduras.

Samana estaba echada con la cabeza hacia atrás. Tenía el cuello arqueado y sus cabellos caían sobre la almohada en negra y sedosa cascada. Una gota de sudor resbaló entre sus pechos, el hombre inclinó la cabeza y lo lamió. Samana soltó un largo gemido.

—Sigue —gritó.

El hombre empujó otra vez y ella le clavó las uñas con furia, dejando nuevas marcas en su espalda. Sus bocas se encontraron y sus lenguas se buscaron con voracidad animal. Samana levantó las caderas para que él entrase más profundamente en ella y aprisionó su cintura entre sus blancas piernas.

El hombre se retorció y dieron otra vuelta, debatiéndose, arañándose, arrastrados por el ardor imperativo de sus cuerpos. Samana lo apartó al fin, necesitaba respirar. Su cabello los cubrió a ambos como una oscura cortina.

El hombre tenía los ojos cerrados y jadeaba, empapado en sudor. Samana siempre dejaba la lámpara ardiendo. Quería que los hombres admirasen su belleza, que se volvieran locos de deseo. Pero esa noche su amante no quería mirarla. Ni mucho menos, tan sólo quería perderse a sí mismo. Y ella le ayudaría; le obligaría como el látigo obliga al esclavo y la tormenta empuja a las olas.

Así pues, él la penetró otra vez. La cogió por los hombros y encontró de nuevo su vientre abierto y mojado. Samana sonrió al comprobar su fuerza y su potencia. El coito siempre le cortaba la respiración: sentir los músculos tensos del hombre, duros como el hierro bajo sus dedos, y saber que era capaz de dominarlo, de dominar a una bestia poderosa.

Separó las piernas aún más, dejando que el hombre se abriera paso hasta su pozo interior, guiándole hasta el núcleo de su poder, atrapándole entre sus piernas para que no pudiese escapar. Levantó la cabeza y le mordió en el hombro. Él empujó con mayor frenesí y enterró los dedos en su melena y echó hacia atrás la cabeza.

Finalmente, el hombre alcanzó su clímax con un grito seco y agónico; Samana lo hizo a continuación, aullando contra su hombro como una gata. Cuando todo terminó, él se derrumbó sobre sus pechos erizados, aplastándola contra la cama empapada de sudor.

Pasado un rato, el hombre recobró el ritmo normal de su respiración y se quedó dormido.

Samana siguió despierta con una sonrisa triunfal. Se quedó mirando el trémulo juego de las sombras en la pared, pero luego cerró los ojos y envió a su conciencia en busca del hechizo de lujuria que reptaba por la ciudad.

Siempre había sido capaz de ver cómo actuaba su magia. Ahora se detuvo en las puertas y escuchó con satisfacción los gemidos de placer animal que extraía de su pueblo y, con mayor satisfacción aún, los aullidos de dolor.

Y entonces, delante de la choza en que alojaba a los invitados, vio a la mujer, fría e inmóvil, cuya silueta se perfilaba bajo el resplandor de las estrellas. Samana se rió al comprobar que su hechizo no había traspasado aquel umbral y que, por tanto, había perdido su poder.

Deslizó suavemente una uña sobre la espalda del dormido Eremon.

Capítulo 26

A la mañana siguiente, cuando Eremon se despertó, Rhiann no estaba. El príncipe se levantó y preguntó a una de las sirvientas adónde había ido su esposa. «A la playa», le contestó la mujer, «a caballo», pero no había dicho cuándo volvería.

Eremon se mojó la cara en una vasija de barro y se frotó los ojos. ¡Dioses! Se sentía igual que si hubiera agotado las existencias de vino de Samana y, en realidad, no había bebido más que dos copas. Le dolía la cabeza de cansancio y estaba tenso, incómodo. Tenía una sensación muy extraña, una especie de picazón que le impedía estar a gusto dentro de su propia piel.

Estiró la espalda y el cuello y se sentó en la cama para cepillarse el pelo. ¡Menuda era la prima de Rhiann! ¡Vaya sorpresa! Sólo un loco podría mirar esos ojos y esas curvas sin querer acostarse con ella. Y, no obstante, era muy raro que él se dejase llevar de aquella manera…, aunque se alegraba de haber aceptado la invitación.

¡Por el Jabalí! Comparar a Aiveen con ella era como comparar a un gatito con un gato montés. Desde luego, había pasado una noche para recordar.

De pronto se sintió inquieto. Se levantó y se puso a rebuscar en su bolsa. Después de una noche así, debía de sentirse muy pesado y lánguido, como suele suceder después de liberar una tensión acumulada largo tiempo. Y sin embargo, ni siquiera podía permanecer un rato sentado para cepillarse el cabello. Encontró una túnica limpia y se la metió por la cabeza, apresuradamente, peinándose con los dedos y deteniéndose a desenredar unos cuantos nudos.

Y de pronto se dio cuenta de que, lejos de querer salir a recorrer la zona, o de hablar con sus hombres, sólo había una cosa que le apeteciera en aquellos momentos.

Hacerlo con ella otra vez.

Era mucho más tarde de lo que él creía, así que, cuando entró en la choza donde se alojaban sus hombres, todos se habían marchado.

—La señora Samana hizo venir aquí a su cazador esta mañana muy temprano, señor —le informó un criado que vaciaba los cuencos de lavarse—. He oído que ha guiado a sus hombres a un campamento romano abandonado.

—¿Y por qué no me han despertado?

—La señora nos ha dicho que no le molestásemos.

—¿Ah, sí?

—Nos ha dicho también que cuando se despertase podía desayunar con ella.

En tal caso, sólo quedaba una cosa que hacer.

Halló a Samana junto a una ventana del recibidor, sentada ante un escritorio. Llevaba el vestido color azafrán y tenía el ceño fruncido. El sol se filtraba a través de la ventana traslúcida, haciendo brillar su cabello negro y sus anillos dorados.

—Señora. —Eremon hizo una pequeña reverencia.

Samana sonrió y se deslizó fuera su asiento, acercándose a él.

—¡Ven! No hay nadie. ¿Tienes que llamarme señora?

Eremon se acercó. Samana le puso la mano en la nuca y le atrajo hacia ella para que la besara en los labios. Con el primer contacto, volvió a prender el fuego que la noche anterior había consumido en un instante cualquier otro pensamiento. La obligó a separar los labios hasta que sus lenguas se encontraron con esa misma necesidad de devorarse.

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