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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (32 page)

BOOK: La yegua blanca
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—… Sí, por qué no. Así el tiempo pasará más deprisa.

Conaire volvió a sonreír. Rhiann parecía menos inquieta y más… accesible. El problema era que nunca había hablado con ella, y que siempre la había visto en compañía de Eremon.

Cenaron juntos aquella noche. Se sentaron en bancos y no en sillas romanas y, cuando les llevaron la comida, Conaire se sorprendió al ver comida de verdad: cerdo asado con hojas de acedera, remolacha y salmón. Y en lugar de vino, cerveza.

Rhiann le miraba con una sonrisa casi maliciosa.

—Le he dicho a la cocinera que nos preparase comida de la tierra. ¡Nada de platos romanos!

Conaire se echó a reír.

—Empezaba a dolerme la tripa de tantas especias. ¡Y el vino! La resaca es peor que la de cerveza.

—Siempre que se beba en exceso —repuso Rhiann con ligereza.

Conaire jamás habría imaginado que se pudiera conversar con Rhiann como con Eremon. En realidad, pronto se olvidó de que estaba hablando con una princesa… y con la esposa de su hermano. Él se acostaba con las mujeres, no hablaba con ellas. Tener lo uno sin lo otro le parecía fascinante.

Al día siguiente, Rhiann le invitó a cenar de nuevo, y también la noche posterior. Se dio cuenta de que era capaz de hacerla reír, pese a que sus ojos dejaban traslucir su verdadero estado de ánimo. Rhiann no tardó en sugerirle que podía acompañarla en sus expediciones por los bosques.

Y, así pues, salieron a caballo, y conversaron, y comieron.

Y esperaron.

La áspera orden provenía de lo alto, de la penumbra. Eremon llevó la mano a la espada instintivamente, pero se dio cuenta de que la había dejado en el Castro del Árbol. Tan sólo llevaba una lanza, como era de rigor para escoltar a una princesa que iba a visitar a unos aliados.

La votadina no detuvo su caballo, se limitó a responder en latín. Por encima de sus cabezas se encendió una antorcha y Eremon pudo ver a dos soldados romanos sobre el talud. Llevaban petos de cuero y jabalinas. Tras ellos estaba la empalizada. Para llegar hasta allí, Samana y él ya habían tenido que pasar por otros dos puestos de vigilancia y atravesar un intrincado sistema de taludes.

La puerta del campamento se abrió con un chirrido.

—Te conocen bien —le dijo Eremon a Samana al entrar.

—Ya te he dicho que he tenido muchas cosas que tratar en este campamento —repuso ella, y se inclinó hacia Eremon—. Confía en mí, mi amor —le susurró al oído, y le dio un beso.

Pero el miedo había agudizado los sentidos de Eremon y aquel beso melifluo no apaciguó su inquietud.

Tras entregar los caballos a un soldado, Samana le condujo hacia un lugar donde resplandecían las antorchas a través de un suelo de hierba y brezo pisoteado. Eremon se detuvo. Sus pies se negaban a avanzar.

Cientos y cientos de tiendas de cuero se levantaban en hileras hasta perderse en la oscuridad. Delante de cada una de ellas había un fuego que ardía en un pequeño pozo, iluminando montones de escudos de cuero y de lanzas y cascos. En los pasillos que separaban las tiendas, por los que discurrían muchos hombres, las antorchas desprendían serpientes de luz. A un lado había caballos, atados también en hileras, y detrás de ellos, los cercados de los bueyes, que se movían y resoplaban. Más allá, en la oscuridad, vislumbró otro talud y otra empalizada.

—En todos los campamentos colocan las tiendas en el mismo sitio, en lugares asignados previamente —susurró la joven—. Todos los soldados saben dónde están cada unidad y sus oficiales, de manera que, en caso de ataque, todos saben adónde hay que acudir. ¿No es asombroso?

Eremon advirtió en la voz de Samana cierta admiración. Y su cautela aumentó.

Ella le condujo a través de grupos de soldados que paseaban entre las tiendas, entraban y salían de ellas o removían el contenido de las ollas que tenían al fuego. Desde todas las direcciones le llegaban risas y el ruido metálico de armas y arneses. Debía de haber unos diez hombres por tienda, lo cual, teniendo en cuenta las dimensiones del campamento, suponía…, no, más valía no pensar en las cifras. Jamás había visto tantos guerreros juntos.

Llegaron a un pasillo ancho que conducía directamente a lo que parecía el centro del campamento. En él se erigía una tienda más grande que las demás en cuyo vértice ondeaba un estandarte: el emblema de las águilas. A Eremon se le tensó el estómago cuando la luz de las antorchas iluminó aquella enseña y se preguntó, alarmado, a quién iban a ver en realidad.

Los formidables guardias que protegían la entrada de la tienda inclinaron las lanzas al ver a Samana. Eremon se agachó. Sus instintos le traicionaban, pero era demasiado tarde. No debía llamar la atención. Bajó la vista para entrar detrás de Samana, evitando la mirada de los soldados.

Un brasero de tres patas inundaba la tienda de luz. Eremon vio un catre y unas bolsas de cuero colocadas en una esquina. Al advertir su presencia, un hombre sentado en una banqueta junto a una mesa alta se levantó. Los tres hombres que estaban con él se volvieron hacia la puerta.

El primer hombre le llegaba por la nariz y tenía entradas, pero transmitía autoridad en cada una de las líneas de su ganchuda nariz y de su fuerte y rasurado mentón. Se dio cuenta de que tenía ante sí a otro guerrero veterano. El hombre clavó en él los ojos, como si quisiera leerle el pensamiento antes de hablar.

—Tú eres un príncipe de Erín, pero te has casado con una princesa de Alba —dijo el hombre en un britano con acento, pero que se entendía con claridad.

¡Samana le había engañado! La buscó con la mirada, pero estaba junto a la mesa, mirando con atención un pergamino. ¡Qué idiota había sido! Pese a la sorpresa, el desprecio evidente de aquel hombre hizo renacer su orgullo.

—Y tú eres de Roma —repuso, con gesto altivo—, y pese a ello quieres apoderarte de una tierra que no es tuya.

El hombre sonrió y dijo algo a Samana en latín. Ella se acercó, evitando la mirada del príncipe.

—Éste es Eremon mac Ferdiad de Dalriada, de la tierra de Erín, y…

El hombre intervino, asumiendo el control de la situación.

—Y yo soy Cneo Julio Agrícola, gobernador de Britania.

Eremon sintió un escalofrío de miedo.

—Perdona mi brusquedad —añadió el romano—. Llevo tanto tiempo de campaña que he olvidado cómo tratar a los invitados de alcurnia.

El erinés se recobró muy pronto.

—No sabía que viniese a verte, Cneo Julio Agrícola. Tus hazañas son conocidas incluso en Erín.

El gobernador romano se sorprendió.

—Eso es un elogio.

—Los refugiados que vienen a nuestras costas no piensan lo mismo.

Cuando Agrícola habló, su voz no perdió cordialidad, pero su mirada era muy dura.

—¿Ah, sí? Cuando uno es nuevo en un lugar o en un cargo, debe labrarse un nombre. —Tomó una jarra de plata para servir vino—. Eres un príncipe joven, pero estoy seguro de que lo comprendes muy bien. Incluso es posible que tú también te hayas propuesto labrarte un nombre. —Le entregó una copa de vino con una sonrisa—. Pero basta…, espera —dijo y volvió junto a sus hombres para continuar su conversación, dejando solo a Eremon.

Eremon estaba furioso, no sabía qué hacer primero: borrar de una bofetada la estúpida sonrisa de Agrícola o coger a Samana por los brazos y sacudirla. Pero, al poco, los oficiales se despidieron y se marcharon. Al pasar junto a él, lo miraron con curiosidad.

Agrícola se dirigió a la puerta de la tienda y llamó a sus guardias.

—He dispuesto que te preparen una cama —dijo a Eremon, y a continuación miró a Samana con una leve sonrisa—: Y otra para ti, señora. ¿O preferís dormir en la misma?

Eremon dejó la copa en la mesa y se acercó a Samana.

—Dormiremos juntos, pero ¿qué pretendes? ¿Pedir un rescate por mí?

—Nos has malinterpretado —repuso Agrícola, negando con la cabeza—, sólo quiero hablar. Deseo enseñarte algo. Te gustaría ver nuestro campamento a la luz del día, ¿no es así?

Eremon le miró fijamente antes de contestar.

—Claro.

—Pues que así sea. Disfruta de nuestra hospitalidad. Enviaré a buscaros.

Eremon y Samana fueron conducidos a una tienda tan espaciosa como la de Agrícola. En cuanto se quedaron solos, Eremon agarró a Samana por ambos brazos. Hervía de cólera.

—En el nombre de Hawen, ¿qué demonios estás haciendo?

Samana no hizo el menor esfuerzo por soltarse.

—Era el único modo de que vinieras. Como ya te he dicho, quiere hablar contigo de un tratado.

—No me dijiste que iba a hablar con el comandante del ejército de Britania. ¡Ni que le habías dicho quién soy! ¿Querías que me matasen?

Samana respiraba con dificultad.

—¡No! Además, ésta es la única forma de que no pierdas la vida, ¿no te das cuenta? ¡No tienes elección! Tienes que aliarte con él. Él es quien tiene el poder en estas tierras.

La bruma roja de la cólera de Eremon se disipó de repente ante la cruda realidad. Samana era cómplice de Agrícola. Si la enfadaba, podía darse por muerto.

Bastó esta revelación para que recobrase el control de sí mismo, para que desapareciera el aturdimiento en que se había sumido desde que llegaron al Castro del Árbol. Fue como la llegada del amanecer después de un largo sueño, de un amanecer gélido. Suspiró hondo y al soltar el aire sintió que se le aclaraban primero la cabeza y luego el corazón. Se acabó el luchar con el desconcierto y la indecisión, ahora quedaban únicamente la realidad, la amargura y la vergüenza.

—Escucha lo que él tiene que decirte, Eremon. Observa el poder de los romanos. No eres ningún estúpido, por eso te he traído aquí.

El príncipe la soltó.

—Quiere que le ayude con el tratado, ¿no es así?

—Sí —dijo Samana. Se frotaba los brazos, con expresión de cautela.

—¿Qué harás tú si digo que no?

Samana apoyó la mano en el corazón de Eremon.

—No he sido del todo sincera contigo.

Él resopló.

—Ya me he dado cuenta.

—Primero debía traerte para que oyeras lo que él tenía que decir, pero ahora puedo contarte el resto de mi plan.

—¿En qué consiste?

—Sin importar lo que hagan las tribus, sin importar que suscriba o no un tratado con otras tribus de Alba, quiero que apoyes personalmente a Agrícola.

—¿Me estás pidiendo que traicione a los epídeos?

—¿Qué lealtad les debes? ¡No son nada tuyo! Tienes que pensar sólo en ti mismo.

Eremon se sentó pesadamente en el catre y miró a su alrededor: a la mesa con patas en forma de garras, a la elegante jarra de vino, a la preciosa lámpara de aceite, a las bandejas con higos. Todo era extraño a sus ojos.

—Igual que tú, creo que las tribus van a luchar —prosiguió Samana—. Y entonces, los romanos vencerán. Pero, como ya te he dicho, no van a quedarse aquí. Harán falta nuevos gobernantes. Gobernantes como nosotros.

Eremon levantó la cabeza como un resorte. Samana se arrodilló junto a él.

—Piénsalo, Eremon. Más tierra, más poder del que hayas soñado nunca. ¡Y todo por hacerles creer a los romanos que les estamos ayudando!

—Yo sólo quiero regresar a mi tierra, no he pensado en poseer más.

—¡Pues empieza a pensarlo! —dijo Samana. Se le había iluminado el rostro—. ¡Qué equipo más formidable haríamos tú y yo juntos!

—¿Y qué pasa con Rhiann?

—¿Qué pasa con ella? Pues eso también depende de ti. Porque yo no quiero verme atrapada en una lucha contra los romanos… Yo ya he tomado mi decisión. Rhiann, que es blanda e ingenua, elegirá con el corazón.

La Rhiann que él conocía no era así.

—¡Eremon, Eremon! —dijo Samana, cogiendo su mano y apretándola contra su mejilla—. Yo también soy princesa, también puedo prestarte la ayuda que necesitas. Mi pueblo es poderoso. Y en la cama disfrutamos mucho, ¿no es así?

—Por supuesto, pero no podría hacerle eso.

—La obligaron a casarse, tú mismo me lo has dicho. Te dejará marchar sin poner obstáculos y volverá alegremente a sus bendiciones, a su yegua, a sus…
campesinos.

Aquel desprecio sorprendió a Eremon.

—¡Pero si la odias!

Samana se recobró enseguida y se puso en pie, alisándose la falda.

—No, no la odio, me da absolutamente igual, cosa que no me sucede contigo. —Su boca parecía muy dulce y tenía la misma mirada que cuando yacían bajo las pieles—. Estamos hechos el uno para el otro. Podemos forjar un reino que abarque Alba y Erín, piensa en ello.

—¿Y si digo que no?

La dulzura de Samana se extinguió con un encogimiento de hombros.

—En ese caso, vuelve con Rhiann, vuelve a la seca cama de tu matrimonio…, y a un futuro que te garantiza una lanza romana en el corazón.

Capítulo 29

Aunque Rhiann se enfureció al saber que Conaire se quedaría para cuidar de ella como si no fuera más que una pobre niña, con el paso de los días ocurrió algo inesperado. Empezó a agradecer muy sinceramente su compañía.

La tensión de las últimas lunas, de tener que estar constantemente en guardia cuando se hallaba en presencia de Eremon, la había agotado. Las bromas de Conaire, aunque en general forzadas, conseguían penetrar de algún modo sus maltrechas defensas. Y aunque había visto sus cicatrices y sabía qué era Conaire, en su semblante, abierto y luminoso, y en la sincera mirada de sus ojos azules no había nada del violento guerrero que sin duda llevaba dentro.

Sin él, la frustración la habría vuelto loca, aunque esto era algo que no le había dicho ni le diría. Nunca se había sentido tan atrapada. La prisión de su matrimonio era una cosa, pues, de algún modo, había conseguido conciliarse con esta circunstancia… peor, mucho peor era aquella espera, ese no saber si estaba en peligro… Y tanta desazón a causa de un hombre, ¡del mismo hombre!

A todas horas tenía ganas de coger un caballo y salir al galope hacia Dunadd. Y sin embargo, pese a que no dejaba de recriminarse su debilidad, no podía abandonar a Eremon todavía. Aunque volviera a su tierra, continuaría ligada a él y, además, el Consejo no respaldaría esa decisión, porque la mayoría de los hombres de Eremon seguían en Dunadd. Después de ver el modo en que entrenaba a sus guerreros, se había dado cuenta de que desempeñaría un papel decisivo si llegaba a desencadenarse una guerra contra los romanos.

Eso si para entonces aún seguían en el mismo bando.

Pero no, él no los traicionaría, como sin duda había hecho Samana. A esas alturas, después de haber pensado en ello, Rhiann estaba convencida de que su prima actuaba en connivencia con los romanos.

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