La yegua blanca (60 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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—¿Y qué sucede con Eremon?

Linnet parecía muy atareada con la lana de su regazo. Rhiann suspiró.

—¿Quién sabe?

—¿No conoces tus propios sentimientos?

—Le admiro… Nos hemos hecho amigos, pero aparte de eso, me hace sentirme confusa y enfadada. Es cuanto te puedo decir.

—¿Sabes qué opinión le mereces?

—Se parece a un amigo. No, se parece más a la relación entre hermanos, creo. Pero hasta eso ha cambiado. Ahora me mira con gran frialdad.

—¿Por qué?

—Me desprecia por flirtear con Drust, porque le parezco horrible, porque un día va a regresar a su hogar…

—¿Has hablado con él?

Rhiann resopló con delicadeza.

—Apenas está aquí. Sus sentimientos son claros. —Alzó la mirada mientras esbozaba una sonrisa forzada—. Tía, no me confundas aún más con esas preguntas. Dame otro huso y cuéntame alguna historia de países más cálidos, La noche va a ser larga.

Cuando Rhiann entró en los establos de Dunadd al día siguiente, sorprendió a Eremon sacando a Dòrn. Cù le pisaba los talones, pero acudió de inmediato hacia Rhiann al tiempo que movía el rabo.

—¡Vaya! —Rhiann se detuvo. Un peculiar estremecimiento recorrió su vientre—. ¿Ya te marchas? ¿Cuándo habías vuelto?

—Ayer.

Las costras de barro de los pantalones, bien sujetos alrededor del tobillo para montar, llegaban hasta las rodillas. Eremon tenía el rostro cortado por el viento y enrojecido a la altura de los prominentes pómulos. Las trenzas llevaban días despeinadas, y unos mechones oscuros, que flotaban libremente al viento, se enroscaban sobre su frente.

—Y… ¿no te vas a quedar algunos días? —Rhiann intentó sonreír—. Sé que tus hombres te echan de menos.

Eremon bajó la mirada para verla. Sus ojos eran glaciales.

—¿De veras? Pero todo continúa sin problemas aparte de eso, ¿no?

La joven retrocedió un paso ante lo hiriente de su voz.

—Sí, por supuesto. ¿Pero no es éste tu sitio?

—Ahora hay poco que pueda hacer y, dado que sólo estoy aquí para servir a tu pueblo, debería permanecer lejos del mismo, ¿no crees?

Rhiann suspiró, alborotando el pelambre de la cabeza de Cù con ambas manos.

Eremon andaba buscando pelea. Sus ojos tenían la misma mirada que la noche que bailaron. Era obvio que no la quería cerca de él.

—Haz lo que creas más conveniente —respondió mientras se le encogía el corazón. Sin mediar palabra, el príncipe se alejó guiando al caballo y silbó para que Cù le siguiera. El perro miró hacia atrás en dirección a Rhiann y luego corrió precipitadamente en pos de su amo.

Rhiann se quedó helada durante un momento, hasta que de repente le invadió la urgencia de llamar a Eremon para que regresara, arrastrarle hasta el fuego y servirle una cuerna de cerveza, dejar que entrara en calor, quitarle las botas. Trató de encontrar las palabras que dibujaran una sonrisa en los labios de aquél, cualquier cosa que alejara el frío de sus ojos.

En el último momento estuvo a punto de gritar algo que le brotaba de los labios y sus pies cobraron vida, pero para cuando ella alcanzó las puertas Eremon ya hacía galopar a Dòrn y sólo era una mancha oscura que se recortaba contra las blancas laderas de las colinas, cubiertas por una capa de nieve reciente.

Le contempló, sintiéndose extrañamente vacía.

La próxima vez se esforzaría más en alcanzarle. Debía haber algo que pudiera decir para hacerle volver.

El bosque estaba silencioso.

Había huellas de patas de perro por todas partes por donde él galopaba, primero por un sendero y luego por otro, pero Eremon apenas se percataba de los juguetones ladridos del animal. Apenas si veía la tracería de las ramas en lo alto, las imágenes fugaces de las colinas nevadas, el chasquear de los cascos de Dòrn abajo. Sólo veía los ojos de Rhiann, su brillo similar al del sol en el agua clara, las finas venas que latían en sus sienes.

Aferró las riendas con más firmeza. El tiempo no había sanado nada, sino que lo había empeorado. Las mujeres de los castros sureños —las suaves manos que lo acariciaban, los cabellos cuyas trenzas negras, rubias o pelirrojas se arrastraban sobre su pecho desnudo— no habían apagado el fuego, sino que lo habían atizado. Sólo eran cuerpos en su cama, ya que a todas les transponía unos rasgos más finos: una nariz larga, ojos rasgados, pómulos altos.

En esas mujeres no había honduras abrasadoras que explorar, ni burlas cortantes que descifrar, ni sonrisas tan irónicas que curvaran las comisuras de los labios. Ellas estaban disponibles, simplemente.

Había un instante, cuando gemía en el éxtasis, en que la llama del dolor se consumía, pero una simple imagen suya en el patio de unos establos tenía el poder de prenderlo todo y consumir de nuevo hasta el último jirón de aquella paz.

Apareció lo alto de un espigón y refrenó a la montura, silbando para que acudiera Cù. El perro salió de repente de entre una masa de espinos enredados y corrió hacia él, jadeando. Delante, en el Sur, los picos nevados se perdían en la oscura masa de nubes tormentosas.

Más allá se extendían los territorios recién conquistados por los romanos.

Eremon mordisqueó la cicatriz de su labio. Los viajes de un castro a otro, las largas noches de hidromiel con los jefes tribales, los venados asados a cielo abierto en los puestos de vigilancia…, todo aquello obedecía a un propósito. Había fortalecido los lazos con más pueblos que en ninguna ocasión anterior.

Pero eso no le ayudaba a
él,
que debía exigirse al máximo si quería exorcizar a Rhiann de su corazón. Sólo en el frío glacial y en el cansancio podía encontrar paz.

Fijó la vista en Cù.

—Debemos ir más lejos, hermanito. Vamos.

Azuzó a Dòrn por el espigón y descendió hacia el otro lado.

—Señora, creo que deberías venir.

Eithne permanecía en la puerta de la casa de Rhiann, extrañamente pálida.

—¿Qué ocurre?

Eithne abrió y cerró la boca, y un frío presentimiento se apoderó del corazón de Rhiann.

—¿Ir? ¿Adónde?

Eithne se limitó a señalar abajo, hacia la puerta, y Rhiann echó a correr. La nieve crujía bajo sus pies.

Cuando llegó, los guardias se arremolinaban alrededor de algo que estaba al pie de la torre de la puerta. Se abrió paso frenéticamente a través de los hombros corpulentos.

—¡Apartaos de mi camino!

Los hombres retrocedieron hasta que ella estuvo en el centro del círculo. Bajó la vista y el aliento se le heló en la garganta.

Era Cù, con la pelambrera enmarañada, escuálido, famélico, que temblaba mientras la miraba con ojos lastimeros.

Solo.

Capítulo 57

¡No hay tiempo que perder! —Conaire arrojaba sin orden ni concierto ropas y armas, dos dagas y una honda, en una bolsa de cuero al lado de su cama—. ¡Que alguien prepare mi caballo!

—Debemos movernos deprisa —coincidió Rhiann—, pero necesito un poco de tiempo para asegurarme de que llevamos suficiente ropa y comida… Es una locura salir con precipitación en esta época del año…

—¿Llevamos? —Conaire la contempló con los ojos desorbitados—. ¿Quiénes «llevamos»? —Su vista fue de Rhiann a Caitlin, que permanecía junto a la cama con la mano en la boca—. Nadie va a acompañarme. Voy a ir solo.
Yo
le hice esto, y
yo
debería haber estado a su lado… —Su voz se quebró.

Rhiann había esperado la fría máscara de un guerrero, pero no fue eso lo que vio. En su lugar, alguien herido en el alma la miraba desde los ojos de Conaire y la angustia era tan cruda que tuvo que apartar la vista al comprender que era un reflejo de su propio cuerpo, ya que las manos le temblaban de esa forma.
¡Diosa! Rhiann, contrólate. Si él no puede, tú debes hacerlo.

—Mi amor, por supuesto que vamos a ir todos —afirmó Caitlin mientras ponía su pequeña mano en el enorme hombro de su esposo—. No sabemos qué le ha sucedido. Así iremos más seguros.

—¡No! —Conaire se dio la vuelta hacia ella—. No te voy a perder a ti también. Le he fallado y a mi me corresponde encontrarlo.

Rhiann se acercó un paso.

—Te entiendo, Conaire. Pero vas a necesitar guerreros si está en un lío. —Tragó saliva—. Y me vas a necesitar a mí si está herido.

—Y no voy a permitir que te vayas sin mí —le interrumpió Caitlin con inesperada fiereza. Golpeó el suelo con el pie cuando Conaire intentó discutir—. ¡No y no! Si intentas dejarme aquí, hijo de Lugaid, entonces, por la Diosa, te seguiré y… será culpa tuya si me pierdes.

Conaire estalló en un sollozo de exasperación y Caitlin se arrojó a sus brazos. Rhiann vio por encima de la cabeza de su hermana que los ojos de Conaire estaban húmedos.

Por supuesto, ni uno solo de los hombres de Eremon se iba a quedar en el castro. Después de que se le pasara la primera impresión, Conaire asumió la responsabilidad y agregó diez guerreros epídeos al ya nutrido grupo. También pidió a dos de los mejores rastreadores.

Rhiann recogió todos los ungüentos y pociones útiles para tratar las heridas o la fiebre y rollos de vendas de lino. Se podía haber caído simplemente del caballo, por supuesto, pero su instinto de sanadora le decía qué cosas tenía que llevarse, incluso cuando la razón intentara descartar las posibilidades más dramáticas. No sería un simple tobillo torcido. Lo presentía.

Se prepararon para partir ese mismo día. Cù parecía intuir lo que hacían y gimoteando caminaba arriba y abajo, de la puerta al patio, mientras ensillaban las monturas. A pesar de la desesperación del animal por reunirse con su amo, Rhiann lo dejó a cargo de Aedan, ya que podrían seguir las huellas de Eremon con facilidad al ser éstas muy recientes.

Por suerte, Eremon había vagado por las laderas rumbo Este sin acercarse a ningún otro castro, donde se hubiera perdido su rastro. Siguieron éste durante dos días, subiendo y bajando por cimas y hondonadas donde nadie más había pasado durante las lunas de la larga oscuridad. Aunque había caído más nieve, el rastro de los cascos de Dòrn aún era claro.

Rhiann, con náuseas en el estómago, lo observó a lomos de Liath mientras pasaban.
Él
había seguido aquel camino no hacía mucho. Cansado, tal vez solo y enfadado.

Pero vivo. Respirando.

Al fin estuvieron sobre un espolón montañoso que marcaba las fronteras establecidas de los territorios epídeos. Las fronteras reales se hallaban más al Sur, pero los romanos habían recorrido aquellas tierras desde sus nuevos fuertes y muchos sureños habían abandonado sus granjas para buscar la protección de los jefes tribales del Norte. Aun así, el rastro de Eremon, un hilo fino y desvaído impreso en la nieve, bajaba un espigón y continuaba hacia una verde cañada.

Sosteniendo la brida, Conaire se irguió para otear el terreno.

—Por los dioses, ¿por qué tuvo que ir al Sur? No hay más castros ni siquiera granjas. ¿Por qué?

Rhiann pensó en la mirada que había sorprendido en los ojos de Eremon aquel último día y de repente identificó de qué se trataba: desesperación. Pero ¿qué le podía decir a Conaire? Había sido la última persona en ver a Eremon. ¿Había dicho o hecho
ella
algo que le hubiera impulsado a buscar este peligro? Rhiann se aclaró la garganta:

—Todos sabemos que es… temerario. Tal vez creyó que debía demostrar algo más.

Conaire propinó un puntapié a un montón de nieve.

—Bueno, lo primero que voy a hacer en cuanto le encuentre es estrangularlo.

Permanecieron otros dos días en la frontera, donde finalizaban las tierras altas y comenzaban las tierras bajas que conducían al río Clutha. Las huellas de Eremon continuaban pese a todo. Localizaron los sitios donde había acampado y vieron sus pisadas. Incluso vieron rastros débiles y más antiguos de patrullas romanas, pero Eremon no se había detenido y dado media vuelta.

—Es probable que los romanos hayan detenido su avance desde las primeras nieves —dijo Conaire una noche mientras, arropados con pieles de borrego, se apiñaban en las tiendas de cuero. Miró a Rhiann y Caitlin—. No quiero que os adentréis más en estas tierras, pero poco puedo hacer salvo ataros. —Sonrió con gesto fatigado—. En ausencia de Eremon, yo le sustituyo. Imagino que no vais a hacer lo que vuestros señores y mandos os ordenen, ¿verdad?

Rhiann y Caitlin negaron con la cabeza al unísono.

Conaire suspiró.

—Lo suponía.

Su objetivo, cuando lo alcanzaron, supuso una sorpresa. Conaire enviaba por delante a los rastreadores conforme se desplazaban hacia el Sur, pues era mejor que permanecieran ocultos. Uno de ellos regresó apresuradamente hasta una angosta cañada en la que los demás habían levantado un campamento sin fuego. El día estaba oscuro a causa de las nubes, y las ráfagas de viento helado arrastraban los copos de nieve contra las rocas.

—He encontrado algo —informó el rastreador entrecortadamente.

Rhiann se deslizó fuera de la choza de pieles.

—¿Qué?

—Se detuvo justo a los pies de las colinas. Desmontó sin tomar precauciones. —El hombre comenzó a dibujar las posiciones en el aire—. Pasos romanos se arrastraron desde los árboles, aquí. Hubo una refriega. Hay marcas de pies y de cascos en el suelo. —Hizo una pausa y miró a Rhiann—. También hay rastros de sangre.

Rhiann se estremeció.

—¿Y qué más? —inquirió Conaire con voz ronca.

—Las huellas romanas y las del caballo continuaron hacia el Sudeste. Seguí el rastro tanto como me atreví sin salir a campo abierto. Hay más sangre, aunque no demasiada, a lo largo del camino.

Conaire suspiró.

—Entonces lo apresaron vivo, aunque está herido.

Se envió a los rastreadores a averiguar el destino de la patrulla sin que las múltiples súplicas consiguieran quebrar la determinación de Conaire de quedarse donde estaba.

—No vamos a movernos hasta asegurarme de que hasta el último romano esté bien arropado en la cama.

Uno de los rastreadores volvió aquella tarde.

—Hay un nuevo fuerte en medio de un paso. La patrulla ha entrado allí. Ahora no hay nadie fuera, ni nadie ha salido desde que llegaron con el príncipe.

Rhiann permaneció entre los árboles desnudos mientras los copos de nieve se enredaban en los mechones de cabello que sobresalían del capuchón de badana. El paso que se extendía a sus pies era un manto de blancura sólo rota por las oscuras matas de juncias quemadas por el hielo. El fuerte romano se alzaba con insolencia en el medio, aunque la inmensidad de las colinas que lo rodeaban lo hacía parecer pequeño.

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