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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (59 page)

BOOK: La yegua blanca
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—¡Chitón! Soy tu pariente más cercana aquí, en Dunadd, y debo proveer tu dote en ausencia de un padre y de tíos, ya que represento al clan.

De repente, Caitlin la rodeó con sus brazos y ocultó la cabeza en el hombro de Rhiann.

—¡Gracias, gracias!

Rhiann miró su cabeza de rubios cabellos y alejó a Caitlin para examinarla con detenimiento.

—Vamos, vamos —dijo mientras le palmeaba la espalda—. Éste es un momento para la felicidad, no para las lágrimas.

Caitlin se echó hacia atrás y se limpió la cara, dejando en ésta una estela de suciedad.

—Soy feliz. ¡Por eso lloro! —Se rió, moviendo la cabeza—. ¡Lo que pasa es que no esperaba algo así!

—Si esos hombres de Erín insisten en desposar a las novias reales de Alba, ¡entonces no debemos decepcionarles!

Caitlin sonrió con timidez y acarició la cabeza de uno de los broches.

—No creo que vaya a quedar decepcionado —respondió en voz baja.

Rhiann se dio la vuelta, sabiendo que así sería.

Dos maridos de Erín, pero dos historias muy distintas.

El enlace entre Conaire y Caitlin tuvo lugar al anochecer de la víspera de Samhain, antes de que se apagasen los fuegos y comenzara la marcha de Rhiann al montículo del valle.

Al no ser la unión simbólica de la Ban Cré con el jefe de guerra, la ceremonia no tenía por qué ser pública, y sólo la ofició Linnet.

Y así, las manos de la pareja se ataron con una faja roja ante el fuego sagrado de espinos con la sola presencia de los hombres de Eremon, Talorc, Belen, Eithne y Rhiann.

A lo largo de la sencilla ceremonia, la novia permaneció tranquila y rutilante con su nuevo vestido mientras que Conaire se mostraba torpe, pero cuando al fin Linnet invocó a la Madre de Todos para que bendijera la unión, alzó en vilo a Caitlin con un brazo para besarla y su rostro se suavizó con tal ternura que a Rhiann se le hizo un nudo en la garganta y tuvo que desviar la mirada.

Rhiann sabía que Caitlin merecía el amor más que el resto, pero eso no detuvo la punzada de celos que sentía en el pecho, ya que ¿quién no desearía lo mismo?

Su vista se posó en Eremon cuando ladeó la cabeza. Esa noche estaba pálido; la inusual blancura de su piel resaltaba el color carmesí de su túnica e intensificaba el verde de los ojos. Lucía todas sus joyas, cosa que resultaría ostentosa en la mayoría de los hombres, pero que en su caso realzaba la pose erguida y la anchura de los hombros. Por otra parte, verse cubierto con las joyas y el oro de los hombres civilizados sólo contribuía a subrayar su dolor de forma descarnada.

Rhiann contempló el rostro de Eremon y el corazón le dio un vuelco. La pena estaba tan nítidamente grabada en sus facciones como lo había estado la ternura en las de Conaire. Poniéndose colorada, clavó la mirada en el suelo. Sabía que había atisbado algo privado.

Algo que no quería ver.

Luego, bajo un cielo claro y frío, mientras contemplaba el baile, Rhiann se encontró desplazada del grupo que festejaba la boda cerca de Eremon, junto al fuego. De repente se percató de que no habían hablado como era debido hacía lunas.

Al principio, ella estaba demasiado enfadada por su mentira, y para cuando se le pasó el enfado, se encontraba ya ocupada de lleno en la reconstrucción de Crìanan y el fortalecimiento de los lazos tribales; además, a menudo se ausentaba del castro. Había estado muy ocupada con el almacenamiento del grano y la conservación de bayas, raíces, carne, queso y miel. Por la noche estaba demasiado fatigada para sentarse con los hombres de Eremon en el salón de la Casa del Rey, y la mayor parte de las veces lo dejaba para dormir en su propia casa.

Nunca bailas —observó mientras contemplaban cómo Caitlin y Conaire encabezaban las parejas que daban vueltas sin cesar—. ¿Podría ser que el brillante príncipe careciera de una habilidad?

La joven lo dijo a la ligera, con un tono alegre de voz, pero él apenas movió la cabeza.

—Nadie me lo ha pedido.

Rhiann escrutó el duro perfil, negro a la luz del fuego.

—Bueno, baila conmigo en ese caso.

Hubo una pausa.

—No necesito que me compadezcan.

—¡No seas tonto! —le replicó ofendida. Cuando Eremon no le respondió, ella dijo con brusquedad—: ¡Pues no bailes conmigo!

—Como desees.

Se cruzó de brazos.

Permanecieron en silencio durante algún tiempo mientras la música los envolvía. Entonces, con un movimiento impaciente, Eremon se volvió.

—Venga, bailemos.

Parecía enfadado y aferró el brazo de Rhiann con fuerza mientras la arrastraba hacia la masa de cuerpos que giraban y pies que pateaban el suelo.

Los músicos acababan de terminar una pieza y los dos permanecieron un momento uno frente al otro. Eremon tenía el rostro colorado y Rhiann reconoció el cambio, por lo que alzó el mentón y le sostuvo la mirada cuando comenzó la siguiente canción y empezaron a dar vueltas uno frente al otro al lento batir de los tambores. Sorprendentemente, el príncipe bailaba con mucha gracia, aunque no debería haberla extrañado tanto, dado que él montaba, combatía y hablaba con gracia.

Los redobles se avivaron y Rhiann tuvo que levantarse las faldas con ambas manos para liberar los pies y seguir los intrincados pasos, pero no bajó la vista, ni tampoco él mientras bailaba más deprisa. El pulso le latía con fuerza, pero no era nada en comparación con el espasmo de su vientre cuando él la tomaba por la cintura para hacerla girar. Eremon no se reía de ella, como los otros hombres. Su boca era una adusta línea que dividía en dos su rostro y sus brazos parecían barras de hierro que le quemaban la piel.

Rhiann tocó el pecho de Eremon con las manos; pudo oler su sudor, el aroma de su pelo…

Entonces, alguien la agarró de la mano y alguien más tomó la mano de Eremon, y todos unidos formaron un gran círculo alrededor del fuego. Rhiann lo perdió en el gentío cuando el círculo se deshizo. Se abrió paso hacia los barriles de cerveza mientras intentaba recuperar el aliento. ¡No le sorprendía que Eremon no bailara nunca!

Pasó bastante tiempo antes de que a Rhiann se le calmara el pulso y cuando al fin se marchó a la cama, ya en su casa, el sueño la rehuyó. Las imágenes de sus recuerdos surgían en su mente cada vez que cerraba los ojos.

Recuerdos del último Beltane, cuando se tendió a reposar en el montículo a la luz del fuego y le sonreía; cuando le sostuvo la cabeza y le dio de beber; cuando la miró con un rostro de gran ternura…

¡Ay, Madre! Rhiann, no te aventures por ese sendero. Allí sólo te esperan penas.

Esa noche no había sido amable. De hecho, parecía mirarla poco menos que con desdén. El viaje hacia el castro de Calgaco le había cambiado. Tal vez se sintiera más seguro de su posición y ya no la necesitaba más. Tal vez lo sabía todo sobre Drust y la consideraba una tonta.

Pero le vino a la memoria la expresión apenada de su rostro mientras contemplaba a Caitlin y Conaire; permaneció tumbada, haciéndose preguntas, hasta bien entrada la noche.

Cù se estremeció y se enroscó más entorno a los muslos de Eremon. Su amo bajó la mano y le acarició con suavidad.

—Lo siento, muchacho. A veces pongo a prueba tu paciencia.

Al oír la voz de su amo, el can alzó la cabeza y le lamió la mano. Eremon se removió para que su capa pudiera envolverlos a los dos. Era ridículo estar en un taller en esa época del año sin un fuego, pero, sin saber por qué, el frío le confortaba, le ayudaba a purgar su corazón, a adormecerlo.

Se recostó sobre la paja y contempló la luz de las estrellas a través de una oquedad que había desmoronado en la pared, debajo de los aleros. Samhain. La larga oscuridad se les echaba encima. Había manejado el ataque sobre Crìanan lo mejor posible. Había hecho cuanto estaba en su mano para vigilar las fronteras. El adiestramiento continuaba a cargo de Finan. Aún faltaba tiempo para el encuentro de las tribus, de modo que le quedaba poco por hacer durante muchas lunas.

Y esa perspectiva se abría a sus pies como si fuera un pozo negro. Los sentimientos que había enterrado desde su viaje al Norte emergían ahora que disminuían sus responsabilidades. ¡Dioses! Cuando vio la manera en que Conaire y Caitlin se miraban el uno al otro… Aquella puñalada de desesperación le había pillado por sorpresa, ya que Rhiann nunca le había mirado de aquella forma.

¿Cómo podía ser tan traicionero su corazón? Él jamás le había pedido esos sentimientos, no los quería. Un centenar de mujeres eran complacientes, flexibles y cariñosas… y estaban interesadas en él. Y de entre todas ellas, ¡tenía que sentir eso por
ella
!

Y cuando intentaba excluirla, mantener la distancia entre ambos con desesperación, ¿qué hacía ella? Se mofaba de él, sirviéndose de sus hermosos ojos a la luz del fuego, apretando su suave cuerpo contra él en medio del gentío…

Rhiann ni siquiera se interesaba por él, ¿por qué lo hacía? Por alguna extraña razón, amaba a Drust y a él jamás le había mostrado ni un ápice de afecto. Debía estar loco por tener aquellos sentimientos. Y pese a todo… ¡dioses! Nada de lo que pensara o se dijera a sí mismo cambiaba algo. Podía desgarrar su corazón, aplastarlo, maldecirlo, exprimirlo, rasgarlo hasta que sangrara, pero éste no se rendiría. Era lo primero en su vida que había sido incapaz de conquistar.

—No me puedo quedar aquí toda la larga oscuridad —musitó—. Voy a salir a cabalgar tan a menudo como me sea posible, permaneceré en los otros castros. Eso te gustaría, ¿verdad? Nos podríamos seguir moviendo. Quizás eso sea lo mejor.

El sabueso alzó las orejas al escuchar la palabra «cabalgar».

Eremon suspiró. Tal vez eso era todo lo que necesitaba.

Mujeres. Cabalgar hasta el agotamiento. Frío.

Silencio.

Capítulo 56

La larga oscuridad, 80 d.C.

A partir de aquel día, cuando la luz adoptaba el aspecto de un filo acerado y el viento arrancaba las hojas de los árboles, Rhiann se dio cuenta de que las ausencias de Eremon eran cada vez más prolongadas.

Tras muchas presiones, Conaire y Caitlin aceptaron la oferta de disfrutar de una luna de miel. Como las bodas se celebraban tradicionalmente en la estación del sol, las parejas se encerraban en una choza durante una luna con una surtida provisión de hidromiel. Incluso pese a que ahora todo era gris y frío, los recién casados se alojaron en una de las casas de invitados de la villa y se instalaron allí en medio de insinuaciones picantes y una lluvia de escaramujos.

Y así fue como Eremon salió a cabalgar por las defensas fronterizas sin la acostumbrada compañía de Conaire. Regresó un día en que Rhiann estaba atendiendo a un parto en un castro cercano. Ya se había provisto de vituallas y se había vuelto a ir para cuando ella regresó.

—No me gusta —oyó decir Colum a Finan una noche en el gran salón de la Casa del Rey.

—Los romanos están bien escondidos —le replicó Colum con un bostezo—. Tal vez sólo esté inquieto. Es un joven, nos olvidamos de eso, ¿no?

—No es él. Eres más estúpido de lo que creía si no puedes verlo.

Cuando Conaire y Caitlin salieron al fin de la casa, flotaba a su alrededor tal aura que Rhiann apartó la vista del brillo de sus ojos, sabiendo qué era lo que traía tal amor a sus rostros, qué les consumía durante la interminable oscuridad. Y el temor de que ella nunca pudiera tenerlo le partía el corazón.

La vida en el pueblo de debajo transcurría plácida hacia la noche más larga, pero arriba, a Rhiann la atmósfera de la Casa del Rey se le hacía tan yerma como el paisaje, en el que, día a día, hacía más frío.

En una ocasión se las arregló para coincidir en el castro con Eremon y le oyó discutir con Conaire en los establos.

—No me hace muy feliz que patrulles tú solo por el país.

Hubo un silencio y Eremon soltó una risita.

—No lo creo. Quédate y disfruta de tu nueva esposa. Veo en tu rostro lo duro que te resultaría separarte de ella.

—No es necesario que estés ahí fuera. —Conaire parecía avergonzado y enojado—. Pero te dejo en paz porque lo haces por tus propias y extrañas razones.

—Alguien debe echarles un ojo a los romanos. Dejemos que los hombres se solacen con la comida y el fuego, puede que el año próximo no disfruten de nada de eso.

—Prométeme sólo que te vas a mantener dentro de nuestra frontera. No cometas ninguna temeridad.

—¿Y cuándo me has visto haciendo semejante cosa?

—Nunca, pero hasta un ciego vería que no eres tú mismo.

Se produjo un sonido metálico cuando Eremon ajustó los arreos; cuando por fin respondió a Conaire, lo hizo de la forma más dura que nunca Rhiann le hubiera oído utilizar para dirigirse a su hermano.

—No he vuelto para que me interrogues. Te haré saber mi paradero.

Después del festín de la noche más larga, los druidas llevaron a cabo una ceremonia para pedir al Sol que volviera del Sur. Por su parte, Rhiann y Linnet oficiaron otra en la fontana sagrada que había encima de la casa de ésta en un día tan gélido que la escarcha de las ramas crujía y se desplomaba en cortinas de hielo. Tuvieron que permanecer cerca del imprescindible fuego, que mantenían encendido para mostrar al Sol el camino de regreso a casa.

Aunque débil, Rhiann sentía el latido de la Madre que palpitaba bajo sus pies incluso mientras entonaba la oración de la larga oscuridad. No la envolvía como antes, pero su toque la calentaba más que cualquier fuego.

Después, Dercca les aguardaba en la casa con hidromiel caliente y especiado. Mientras Linnet hilaba, Rhiann se desahogó contándole todo lo relativo a Drust, ya que el dolor y la humillación se habían atenuado lo suficiente para poder hablar de ello.

Linnet escuchó toda la historia sin decir nada, pero sus ojos se hundían en pensamientos sombríos.

—Está bien que vieras a Drust como es —dijo al fin.

—¡Qué tonta fui!

—No. —Linnet negó con la cabeza—. Amabas a un recuerdo, y ésa puede ser una de las formas de amor más poderosas. En la memoria se borran todos los defectos y todo lo que queda es un reflejo de tu propia verdad: un sueño de perfección.

—Bueno, he despertado pronto —musitó Rhiann mientras removía los leños ardientes con un atizador de hierro.

—Eso poco importa. Experimentaste amor, pasión, deseo. Eso es tan importante para vivir en Este Mundo como el pan y la carne.

Rhiann tragó saliva al comprender de repente que Linnet no se refería a lo sucedido en los brazos de Drust, a cómo había fallado ella. La vergüenza era mucho más honda. Jamás había sido capaz de contarle a Linnet que ya no era una verdadera sacerdotisa. ¿Cómo le iba a decir que tampoco era una verdadera mujer?

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