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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (65 page)

BOOK: La yegua blanca
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—¿Crees que vamos a conseguir el apoyo que necesitamos de los otros reyes?

Calgaco se encogió de hombros.

—Ardemos con fuerza una vez que nos encendemos, príncipe, pero tardamos en hacerlo. —Mordió un bocado y lo masticó—. Hubo dos incursiones marinas más contra poblados texalios.

—¡¿Qué?! —Eremon lo miró fijamente—. En ese caso, sin duda, los reyes le verán un sentido a la unión.

Calgaco negó con la cabeza mientras tragaba.

—No lo sé. Estamos acostumbrados a las incursiones. Las tribus dan un golpe de mano y se lo devolvemos, pero nadie se ha enfrentado a la idea de un ejército invasor.

—Entonces, no tienes muchas esperanzas.

Calgaco sonrió.

—Nuestro último Concilio estuvo lleno de sorpresas, príncipe. Éste va a ser parecido.

—No me lo recuerdes. —Eremon le devolvió la sonrisa.

—¿Y cuál es el estado de tu alianza con los epídeos ahora?

—Al ver el ataque a nuestro puerto, fuerte. Aunque… —Eremon desvió la mirada con cierto embarazo—, hice otra visita a un fuerte romano durante la larga oscuridad. En esta ocasión, fue una visita involuntaria.

—No sabía nada de eso.

Eremon vaciló y luego se puso derecho.

—Cometí un error. Estaba solo cuando me apresaron. Entonces mis hombres destruyeron la guarnición.

El rey enarcó las cejas.

—El juicio de los reyes puede fallar, pero equivocado o no, tienes una habilidad asombrosa para coquetear con los romanos y salir ileso. No me había equivocado al confiar en ti. Tienes que contarme toda la historia.

Eremon pensó durante unos momentos en mencionar la participación de Rhiann en ese episodio, pero dudaba de que Calgaco, pese a ser hijo de una sacerdotisa, respetara a un hombre a quien le había rescatado su mujer.

Como si la omisión la hubiera conjurado, Calgaco exclamó de repente:

—¡Dama Rhiann!

La aludida dio al rey un beso de bienvenida. Ésta no lucía sus joyas reales ni tampoco llevaba el pelo recogido en coletas —tal y como había ocurrido la horrible noche en que se vieron por última vez— al no tratarse de una fiesta oficial. Eremon no podía permitir que volviera a suceder una escena como la acaecida entonces, no, sobre todo mientras Drust rondara por allí cerca. La idea de que Rhiann viera al hijo del rey esa noche y el no saber qué sentía por el príncipe caledonio habían atormentado el corazón de Eremon durante horas.

Pero ella estaba allí, sonriéndole. Comprendió que era una sonrisa sincera en cuanto sus ojos se encontraron. Era una sonrisa sólo para él. Sus hombros se relajaron de forma considerable.

Calgaco se disculpó y se fue. Eremon fingió buscar detrás del hombro de Rhiann de forma ostensible.

—¿Y dónde está el temible Didio? ¿Combatiendo contra lobos y osos?

Rhiann arrugó la nariz.

—Le dejé acostarse si quieres saberlo. Parece enfermo.

—¿De veras? Qué pena.

—¿Saben tus hombres que tienes una lengua tan mordaz?

Eremon esbozó una amplia sonrisa.

—La reservo toda para ti.

—¡Eh! —Rhiann llamó a un sirviente que sostenía un cántaro de hidromiel, quien le entregó una cuerna y la llenó—. Para tu información, Didio me protegió hoy.

Eremon notó cómo ella ladeaba la cabeza y su sonrisa se desvaneció.

—¿Qué quieres decir?

Hubo un débil suspiro.

—Drust había estado bebiendo cerveza e intentó hablar conmigo. Le rechacé y no quiso dejarme ir.

—Vaya —dijo Eremon, que la contemplaba con cautela—, ¿de veras?

Rhiann alzó la vista con una sonrisa irónica.

—Sí… Mi Didio hizo un par de poses con su daga y obligó a huir a Drust. Ya te dije que ese romano me ayudaría.

—No debería haberte tocado —dijo Eremon. No se refería a Didio.

Rhiann le miró a los ojos.

—No —repuso con voz suave—, no quise que lo hiciera.

Un hombre que participaba en una pelea en un extremo del grupo salió despedido contra ellos. Rhiann perdió el equilibrio, Eremon la cogió y se abrió paso a empujones.

—Vamos —la urgió a la vez que la tomó de la mano—, Conaire y Caitlin se estarán arrullando en algún lugar más pacífico, sin duda.

Pero Eremon no le soltó la mano cuando localizaron a sus amigos y se hicieron un sitio junto al fuego de leña.

Cuando Aedan entonó una canción sobre Etain, la doncella que nació tres veces, la más hermosa que jamás había caminado sobre Erín, Rhiann apenas se dio cuenta de que Drust se había reunido con su padre ni con quién hablaba. Dejó que su espíritu errara entre el chisporroteo de la hoguera, las voces que remontaban el vuelo hacia las estrellas y el cálido nido de dedos cerrados en torno a su mano.

Por el momento, era suficiente.

A la mañana siguiente, cuando la casa estaba vacía, y sólo quedaba Eithne para recoger con prendedores la melena de Rhiann, Didio se arrastró desde las sábanas del camastro y se presentó ante Rhiann.

—Señora —murmuró.

—¿Sí, Didio? ¿No le encuentras mejor?

Rhiann le examinó desde debajo de los brazos de Eithne. Oscuras ojeras ensombrecían los ojos del romano, como si hubiera pasado la noche en vela.

Didio abrió la boca, pero no articuló palabra alguna. Entonces, tembloroso, tomó aliento y dijo:

—Ese hombre…, el que vimos ayer en la empalizada… ¿Os puede hacer daño?

—¿A qué te refieres?

Didio agachó la cabeza y jugueteó con su daga.

—¿Os es alguien… cercano?

Rhiann alzó la mano para detener los dedos de Eithne.

—No.

Rhiann concibió una súbita sospecha cuando la postura tensa del romano se relajó.

—Didio —dijo con voz severa—, ¿qué sabes de Drust?

El aludido bajó la barbilla y rehuyó la mirada de Rhiann, que se inclinó hacia delante y le tomó la mano.

—Cuéntamelo.

—Lo he visto —contestó con un hilo de voz.

La joven contuvo la respiración.

—¿Dónde lo has visto?

Entonces, Didio alzó la vista con la angustia en los ojos.

—No me obliguéis a elegir. Lo único que quiero es que no os haga daño.

Rhiann le dio la vuelta a la mano del romano y la puso boca arriba; colocó la suya encima.

—Didio, Drust podría hacerme mucho daño si no me lo cuentas. Ahora, dime, ¿lo habías conocido en algún lugar antes?

Didio asintió con abatimiento. A Rhiann le dio un vuelco el corazón.

—Didio, ¿le has visto mientras estabas en el ejército?

El romano dudó y luego asintió con los hombros hundidos.

—Sí, el suficiente número de veces para recordarlo. Se reunía con Agrícola en el campamento.

—¿Es un traidor? —inquirió con voz entrecortada. Se puso en pie de un salto, colocando los prendedores por cualquier parte.

Eithne tragó saliva.

—¿Señora…?

—Debo decírselo a Eremon. —Rhiann se echó su capa sobre los hombros, pero se aproximó a Didio antes de salir—. Te debemos una gran gratitud. Un hombre así podría provocar nuestra destrucción.

Los labios de Didio temblaron.

—He traicionado a mi gente por vos. Lo que él tuviera que decirle a Agrícola nos hubiera ayudado. Nunca me lo perdonaré.

Rhiann le tomó gentilmente por los hombros.

—Sin embargo, te has ganado nuestro eterno agradecimiento.

Pero Didio volvió el rostro hacia la pared y no dijo nada.

Los hombres habían salido de cacería, pero Eremon se vio obligado a regresar temprano porque Dòrn tropezó con una prominente raíz y se contusionó una pata. Rhiann, que estaba atenta a su regreso, se apresuró a correr al patio del establo y le contó en murmullos las nuevas apenas desmontó.

Eremon soltó una imprecación y confió las riendas a un establero mientras conducía a Rhiann hacia uno de los establos vacíos.

—Ese pequeño gusano traicionero, ¡espera a que le ponga las manos encima!

—Eremon, cálmate. No puedes avergonzar a Calgaco delante de todos esos reyes al romper su tregua y pelear contra su hijo. Después de todo, sólo será la palabra de Didio contra la suya.

Eremon soltó otro taco, se mesó la negra melena con ambas manos. Entonces, de repente, sus ojos centellearon.

—Ya sé lo que vamos a hacer.

—¿El qué?

—Pues, simplemente, le voy a dar la oportunidad de contárselo él mismo a su padre.

—¿Y si no quiere?

—En tal caso no voy a romper la tregua, ¿no? Es un traidor y se le tratará como a tal.

La ocasión se le presentó casi de inmediato. Como estallaban más y más peleas en el campamento, para mantener entretenidos a los guerreros, Calgaco ordenó una competición deportiva el primer día despejado después de la lluvia. Habría también carreras a pie y a caballo, lanzamiento de lanzas, concursos de tiro con arco, partidas de
fidchell
y
bandubh…
y duelos de espada.

—¿Qué vas hacer? —inquirió Rhiann, que corría para mantener el ritmo de las zancadas de Eremon mientras cruzaban la hierba húmeda del campo deportivo, un espacioso prado a lo largo del río.

—Espera y verás.

—¡Eremon, yo estoy de tu parte! ¡Dímelo ahora!

Él se detuvo y la tomó por los brazos. Tragó saliva y preguntó:

—Rhiann, ¿te… avergonzó Drust?

La sangre subió a las mejillas de la joven.

—Sí.

—Entonces, ambos tenemos una cuenta que saldar, pero déjame hacerlo a mi manera. Siempre hablas del equilibrio; pues bien, algún equilibrio se tiene que restaurar con ese principito caledonio.

—Eremon, ¡no le vas a desafiar! No es un guerrero, y Calgaco es consciente de que tú lo sabes.

El rostro de Eremon era pétreo.

—Pertenece a la casta guerrera, eso significa que se le ha enseñado a pelear. Es hora de que demuestre que su espada es algo más que un adorno. ¡Vamos!

Capítulo 63

Eremon se detuvo cuando una resplandeciente lluvia de proyectiles, cuyas puntas destellaban al sol, trazó una curva en el aire. Más lejos, oyó los resonantes impactos de las flechas contra los blancos, mucho antes de que los arqueros resultasen visibles sobre las cabezas de la multitud.

Conaire aplaudía y vitoreaba a Caitlin, que acababa de efectuar su último tiro, en pugna con un oponente que la doblaba en tamaño. La muchacha se encontraba apoyada en su arco, observando orgullosa y bastante azorada, mientras el otro guerrero se disponía a tirar.

Conaire vio a Eremon y Rhiann, y sonrió.

—Me va a hacer ganar un cinturón de cuero de buena calidad. Lo he apostado a su favor.

—Hermano, necesito que me acompañes.

—Aguarda un momento…

El rival de Caitlin disparó su arco y alcanzó el blanco de madera en el mismo borde, lejos de la flecha blanca de ésta.

—¡Sí! —Conaire aulló, mientras la multitud de espectadores estallaba en aclamaciones—. ¡Sí! ¡Lo logró!

—Conaire —Eremon lo intentó de nuevo—, necesito tu ayuda.

—¿Qué? No puedo irme. Caitlin está a punto de comenzar una nueva ronda.

—Tenéis que venir los dos… No me va a llevar mucho tiempo. Creo que encontraréis esto interesante.

Caitlin llegó corriendo con el arco en una mano y se lanzó a los brazos de Conaire. Luego abrazó a Rhiann.

—¿Lo viste? ¡Gané!

—¡Por supuesto! —Rhiann le apretó la mano—. Pero necesitamos que nos acompañéis al terreno de duelo.

Los ojos de Caitlin se iluminaron.

—Eremon, ¿vas a entrar en la arena? ¿A quién vas a desafiar?

Rhiann y Eremon intercambiaron una mirada.

—¿Qué ocurre? —preguntó Conaire, observando a uno y a otro.

—Te lo contaré por el camino —respondió Eremon—. Venga, vamos hacia allá.

Las luchas a espada eran, sin disputa posible, la diversión estrella del día y era allí, junto a un ruedo de estacas de roble, donde Calgaco y los demás reyes estaban sentados y observaban cómo se batían un par de guerreros de la tribu de los texalios. El entrechocar de espadas y los burlones gritos de guerra resonaban entre el parloteo de las mujeres del público y el vocerío de los hombres que cruzaban apuestas.

—Te necesito a ti también —musitó Eremon a Rhiann, según se aproximaban.

—¿A mí? —Rhiann lo miró—. ¿Por qué?

—Porque Drust es un cobarde y va a necesitar que le suministren un incentivo si queremos que acepte mi desafío. La vergüenza será ese incentivo.

Rhiann escrutó su rostro.

—Entiendo.

—Sé que lo harás bien.

—¡Príncipe! —Calgaco les indicó por señas que se acercasen a los bancos—. Te has perdido una buena exhibición de esgrima. ¿Piensas unirte a nosotros?

Eremon negó con la cabeza.

—No, mi señor. Me gustaría combatir.

—¡Excelente! Nos complacerá ver las habilidades de alguien que ya es conocido como la pesadilla de los romanos. —Miró de forma significativa al resto de reyes.

—Lo cierto es que pienso que es el momento idóneo para un desafío entre epídeos y caledonios —apuntó Eremon.

—¡Cierto! —Calgaco parecía complacido—. Entonces, tendré que llamar a mi campeón.

—Con tu permiso, ya he elegido a mi rival.

Eso cogió a Calgaco por sorpresa.

—Claro, siempre que él acepte.

Eremon giró sobre sus talones hacia donde estaba sentado Drust, cerca del fondo, con una enjoyada copa de hidromiel en la mano. Vestía de nuevo ropas chillonas, con los cabellos aceitados y trenzados, y los dedos llenos de resplandecientes gemas.

Drust estaba observando a Rhiann, de repente alerta, quien le clavó la mirada directamente a los ojos.

Eremon alzó la voz sobre el rumor de conversaciones.

—Entonces, yo desafío a un duelo a Drust, hijo de Calgaco. Como príncipes, ambos somos iguales.

Se levantó una oleada de murmullos y la sangre huyó del rostro de Drust. Miró hacia atrás y sus ojos se posaron en Conaire, que se había colocado para cortarle la retirada. Luego volvió la mirada hacia Eremon y por último a Rhiann, que seguían en sus sitios. Había una expresión interrogante en su rostro, o tal vez fuera de acusación.

Rhiann replicó con la mirada más desafiante que pudo lanzarle, al tiempo que alzaba una ceja con desdén. Como en respuesta a eso, Drust recuperó el color y se puso en pie.

Entretanto, Calgaco no había dicho nada. Debía saber que su hijo no era rival para Eremon. Pero difícilmente podía admitirlo; él, el gran Calgaco la Espada. Rhiann se arriesgó a dirigir una ojeada al rey y vio la expresión desabrida en su boca.

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