La biólogo norteamericana Rachel Louise Carson (1907-1964) publicó, en 1962
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, un libro que ponía de relieve los peligros del uso indiscriminado de pesticidas orgánicos. Desde entonces se han desarrollado nuevos métodos; pesticidas con menor toxicidad; el uso de enemigos biológicos; la esterilización de los insectos macho por la radiación; el empleo de hormonas de insectos para impedir la fertilización o la madurez de los insectos.
En general, la batalla contra los insectos continúa con bastante eficacia. No hay signos de que los seres humanos la estén ganando en el sentido de que las plagas de insectos puedan eliminarse totalmente, pero tampoco se está perdiendo. Como en el caso de las ratas, la lucha está en empate, pero no hay señales de que Humanidad haya de temer una derrota desastrosa. A menos que la especie humana se debilite muchísimo, por otras razones, no es probable que los insectos contra los que estamos luchando, logren destruirnos.
La habilidad de esos insectos nocivos, fecundos y pequeños, para propagar algunos tipos de enfermedades infecciosas
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representa un peligro todavía mayor para la Humanidad que el daño causado por ellos en los seres humanos, su comida y sus posesiones.
Cada organismo vivo está expuesto a enfermedades de diversos tipos, definiendo enfermedad en su sentido más amplio, es decir alteraciones o mal funcionamiento de la fisiología o bioquímica que regula los mecanismos delicados del organismo. Al final, el efecto acumulativo del mal funcionamiento o la falta de funcionamiento, aunque se corrijan y se modifiquen, produce un daño irreversible, lo llamamos vejez, y, aún con el mejor cuidado posible en el mundo, lleva a una muerte inevitable.
Hay algunos árboles que pueden vivir hasta cinco mil años, algunos animales de sangre fría que pueden llegar a los doscientos años, algunos animales de sangre caliente que pueden vivir hasta cien años, pero, para cada individuo multicelular, llega el momento final de la muerte.
Eso forma parte esencial del buen funcionamiento de la vida. Constantemente se forman nuevos individuos con distintas combinaciones de cromosomas y genes, y también con genes cambiados. Cambios que representan nuevos intentos, por definirlo de alguna manera, para adaptar el organismo al ambiente que le rodea. Sin la llegada de organismos nuevos que no sean simplemente copia de los viejos, la evoluciona se detendría. Naturalmente, los organismos nuevos no pueden desempeñar de manera adecuada su papel a menos que los viejos salgan de escena después de haber representado su función de producir el nuevo organismo. En resumen, la muerte del individuo es esencial para la vida de las especies.
Sin embargo, también es esencial que el individuo no muera antes de haber producido la nueva generación; o, por lo menos, que la cifra de muertes no sea tan elevada que disminuya la población hasta el punto de extinción.
La especie humana no puede disfrutar de la inmunidad relativa que representa el daño de la muerte individual y que disfrutan las especies más pequeñas y fecundas. Los seres humanos son comparativamente grandes, de vida larga y lenta reproducción, de modo que una muerte demasiado rápida lleva en sí el espectro de la catástrofe. Una cifra elevada y anormal de muertes rápidas por enfermedad dé los seres humanos puede mermar muchísimo la población humana. No es difícil imaginar que su elevada incidencia pueda llegar a extinguir por completo la especie humana.
A este respecto, la enfermedad más peligrosa es ese tipo de mal funcionamiento llamado «enfermedad infecciosa». Existen muchos trastornos que pueden afectar al ser humano en una u otra forma, y también pueden matarle, pero no representan una amenaza para la especie en general porque quedan limitados al individuo afectado. Sin embargo, cuando una enfermedad puede ser transmitida de un ser humano a otro, y cuando su incidencia en un individuo puede conducir a la muerte de ese individuo y de otros millones como él, entonces es que existe la posibilidad de una catástrofe.
En verdad, las enfermedades infecciosas en tiempos históricos se han acercado mucho más a la extinción de la especie humana que la depredación de cualquier animal. Y aunque esas enfermedades no han conseguido, aún en sus peores manifestaciones, poner fin a los seres humanos como especie viviente, puede dañar gravemente una civilización y cambiar el curso de la Historia. De hecho, esto ha sucedido varias veces.
Además, quizá la situación ha empeorado con el progreso de la civilización. La civilización ha significado el desarrollo y el crecimiento de ciudades y el hacinamiento de la gente en barrios populosos. De igual manera que el fuego puede propagarse mucho más rápidamente de árbol en árbol en un bosque denso que en puntos aislados, así las enfermedades infecciosas se propagan más rápidamente en los barrios de mayor densidad que en los lugares aislados. Mencionaré unos cuantos casos famosos en la Historia: En 431 a. de JC, Atenas y sus aliados guerreaban contra Esparta y sus aliados. Fue una guerra que duró veintisiete años que arrumó Atenas, y en una extensión considerable, toda Grecia. Dado que Esparta dominaba la tierra, toda la población ateniense se agrupó en la ciudad amurallada de Atenas. Allí estaban a salvo y podían recibir provisiones por mar, que controlaba la marina ateniense. Probablemente Atenas hubiera ganado la guerra pronto por desgaste de su enemigo, y Grecia hubiera evitado su ruina, pero surgió la enfermedad.
En el 430 a. de JC, una plaga infecciosa cayó sobre la densa población de Atenas y mató el 20 % de ella, incluido a su carismático líder, Perícles. Atenas continuó la lucha, pero nunca recobró su población ni su fuerza, y finalmente perdió la guerra.
Con frecuencia las plagas comenzaban en el este y el sur de Asia en donde la población era más densa, y se dispersaban hacia el oeste. El año 166 d. de JC, cuando el Imperio romano se hallaba en la cúspide de su fuerza y esplendor bajo el gobierno del gran trabajador y emperador-filósofo Marco Aurelio, los ejércitos romanos que luchaban en los límites orientales del Asia Menor, comenzaban a sufrir una enfermedad epidémica (posiblemente viruela). Con ellos, la enfermedad se propagó a las otras provincias y hasta Roma. En su punto culminante, cada día morían en Roma dos mil personas. La población comenzó a disminuir y no recuperó la cifra de antes de la plaga hasta el siglo XX. Se atribuye a muchas e importantes razones el lento y largo declive de Roma que siguió al reinado de Marco Aurelio, pero el efecto debilitante de la plaga del año 166 seguramente desempeñó un importante papel.
Aun después de que las provincias occidentales romanas quedasen arrasadas por la invasión de las tribus germanas, y se perdiera Roma, la mitad oriental del Imperio romano continuó existiendo con su capital en Constantinopla. Bajo el eficiente gobierno del emperador Justiniano I, que subió al trono en el año 527, África, Italia y algunos lugares de España fueron recuperados y durante algún tiempo pareció que el Imperio se podría reagrupar. Sin embargo, el año 541, surgió la plaga de peste bubónica. Era una enfermedad que comenzaba atacando a las ratas, pero las moscas podían transmitirla a los seres humanos picando primero una rata enferma y después a un ser humano sano. La peste bubónica actuaba rápidamente y a menudo resultaba fatal. Es posible que estuviera acompañada de una variante más mortífera todavía, la peste neumónica, que puede pasar directamente de una u otra persona, que muere a los pocos días.
La plaga causó estragos durante dos años, causando la muerte de un tercio a la mitad de la población de Constantinopla, y de muchas personas que habitaban en los campos de los alrededores. Después de ello, no quedó ninguna esperanza de unir el imperio, y la zona oriental, que fue conocida como el Imperio de Bizancio, siguió declinando (con recuperaciones ocasionales).
La peor epidemia en la historia de la especie humana se produjo en el siglo XIV. Durante la década de 1330, apareció en el Asia Central una nueva variedad de peste bubónica, de un tipo especialmente fatal. La gente comenzó a morir y la plaga continuó propagándose, inexorablemente, desde el foco original.
Incluso llegó al mar Negro. Allí, en la península de Crimea, adentrado en este mar en la costa central del Norte, había un puerto llamado Kaffa, en donde la República de Génova había establecido un puesto comercial. En octubre de 1347, un barco genovés consiguió llegar a duras penas a Kaffa procedente de Génova. Los pocos hombres que quedaban a bordo y que no habían muerto a causa de la peste, estaban agonizando. Fueron llevados a tierra y así fue como la peste se introdujo en Europa y comenzó a propagarse rápidamente.
Algunas veces la enfermedad era benigna, pero a menudo se mostraba violenta. En este último caso, el paciente solía morir al cabo de dos o tres días de haberse manifestado los primeros síntomas. Sus momentos de mayor gravedad quedaban señalados por la aparición de manchas hemorrágicas que se oscurecían. Por ello se dio a la enfermedad el nombre de «muerte negra».
La muerte negra se propagó incontrolablemente. Se calcula que mató a unos veinticinco millones de personas en Europa antes de desaparecer, y una cifra mucho mayor en África y en Asia. Es posible que destruyese a una tercera parte de toda la población del planeta, quizá setenta millones de personas en total, o más. Nunca, con anterioridad o posterioridad, se ha sabido de nada que matase un porcentaje tan elevado de población como lo hizo la muerte negra.
No es de extrañar que inspirara un enorme terror entre el pueblo. Todo el mundo estaba asustado. Un ataque súbito de temblor o de mareo, un simple dolor de cabeza, podía significar que la muerte le había elegido a uno y que sólo le quedaba un día de vida. Ciudades enteras quedaron despobladas, quedando las primeras víctimas sin enterrar mientras los supervivientes huían despavoridos propagando la enfermedad. Las granjas quedaron abandonadas; los animales domésticos vagaban por todas partes sin que nadie cuidara de ellos. Naciones enteras, el reino de Aragón, por ejemplo, en España, quedaron tan mermadas que nunca lograron recuperarse enteramente.
La destilería de licores se había desarrollado en Italia aproximadamente el año 1100. Ahora, dos siglos después, su popularidad creció. La teoría consistía en que esas bebidas fuertes actuaban como un preventivo contra el contagio. No era cierto, pero el que las tomaba lograba preocuparse menos, cosa que, en tales circunstancias, ya era algo importante. En Europa se implantó la embriaguez y continuó incluso después de que la peste hubiera desaparecido; en verdad, ha quedado enraizada. La plaga también alteró la economía feudal reduciendo drásticamente el suministro de mano de obra. Lo que contribuyó tanto a la destrucción del feudalismo como lo hizo la invención de la pólvora
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Desde entonces se han producido otras grandes plagas, aunque ninguna ha conseguido igualar la de la «muerte negra» en su terror y destrucción sin competencia. En 1664 y 1665, la plaga de la peste bubónica surgió en Londres y mató a 75.000 personas.
El cólera, que siempre ha permanecido más o menos latente bajo la superficie en la India (donde es «endémico») en ocasiones adquiría gran virulencia y se propagaba al exterior convirtiéndose en «epidémico». Las mortales epidemias de cólera visitaron Europa en 1831, y de nuevo en 1848 y 1853. La fiebre amarilla, una enfermedad tropical, era transmitida por los marineros en los puertos del Norte, y periódicamente las ciudades americanas quedaban diezmadas por la fiebre amarilla. Todavía en 1905, hubo una epidemia maligna de fiebre amarilla en Nueva Orleáns.
La epidemia más grave desde la muerte negra, fue la de «gripe española» que surgió en el mundo en 1918 y en un solo año mató a treinta millones de personas, unas seiscientas mil de ellas en Estados Unidos. En comparación, cuatro años de la Primera Guerra Mundial, que terminó en 1918, habían causado ocho millones de bajas. Sin embargo, la epidemia de gripe mató menos del 2 % de la población mundial, de modo que la muerte negra continuó sin tener rival.
Las enfermedades infecciosas pueden perjudicar a otras especies además del
Homo sapiens,
algunas veces causando mayor devastación. En 1904, los castaños del Jardín Zoológico de Nueva York, desarrollaron la «enfermedad del castaño», y en un par de décadas virtualmente todos los castaños de Estados Unidos y el Canadá habían desaparecido. Otra, la enfermedad del olmo holandés llegó a Nueva York, en 1930 y se propagó con gran violencia. Se está todavía luchando con ella con todos los recursos de la botánica moderna, pero los olmos continúan cayendo y no se sabe cuántos conseguirán salvarse finalmente.
Algunas veces, los seres humanos utilizan enfermedades de los animales como una forma de pesticida. El conejo fue introducido en Australia en 1859, y, careciendo de enemigos naturales, se multiplicó en completo salvajismo. Al cabo de cincuenta años, se había extendido por todas partes del continente y por mucho que hicieran los humanos, nada parecía poder hacer mella en su población. Pues bien, en la década de los cincuenta, se introdujo deliberadamente una enfermedad del conejo llamada «mixomatosis infecciosa», que era endémica entre los conejos de América del Sur. Altamente contagiosa, resultó mortal para los conejos australianos que nunca habían estado expuestos a ella con anterioridad. Casi en seguida, los conejos morían por millones. Naturalmente, no se llegó a su completo exterminio, y los supervivientes son más resistentes a la enfermedad, pero, incluso en la actualidad, la población de conejos de Australia está muy por debajo de su punto máximo.
Las enfermedades de animales y plantas podrían, directa y desastrosamente, afectar la economía humana. En 1872, surgió una epidemia entre los caballos de los Estados Unidos. No se le encontró remedio. Nadie en aquel momento comprendió que los mosquitos eran los portadores y, antes de que se extinguiera por sí sola, había matado una cuarta parte de todos los caballos norteamericanos. El hecho no representó tan sólo una grave pérdida de propiedad, sino que en aquel momento los caballos representaban una fuente importante de fuerza. La agricultura y la industria quedaron muy perjudicadas y la epidemia contribuyó a causar una grave depresión.
Las enfermedades infecciosas más de una vez han devastado una cosecha y provocado el desastre. La roya destruyó la cosecha de patatas en Irlanda en 1845, y un tercio de la población de la isla murió de hambre o emigró. Hasta el día de hoy, Irlanda no ha recuperado la pérdida de población de ese período de hambre. Igualmente, esa plaga destruyó la mitad de la cosecha del tomate en 1846, en la zona oriental de los Estados Unidos.