En realidad, si llega el momento en que gran parte de la Humanidad se distribuya en colonias espaciales y se considere libre de las vicisitudes solares e indiferente a la posibilidad de que el Sol se convierta primeramente en un gigante rojo y más tarde en una enana blanca, su principal preocupación podría ser el flujo creciente y decreciente de los rayos cósmicos y la posibilidad de que esto produzca una catástrofe.
Como es natural, volviendo a la Tierra, no existe ninguna razón para creer que alguna vez falle la acción protectora de la atmósfera dejándonos más expuestos al soplo de una mayor intensidad de rayos cósmicos, por lo menos, no ocurrirá mientras la atmósfera posea su estructura y composición actuales. Sin embargo, existe otro tipo de protección que la Tierra nos ofrece, más eficiente y menos durable, para explicar la cual será necesario un pequeño retroceso.
Aproximadamente en el año 600 a. de JC, el filósofo griego Tales de Mileto empezó a realizar experimentos con minerales magnéticos naturales y descubrió que podían atraer el hierro. Por casualidad se supo que el mineral magnético calamita (imán) (que ahora sabemos es óxido de hierro) podía utilizarse para magnetizar planchas delgadas de acero que pasarían a adoptar las características de la propia calamita con más intensidad que ésta.
Durante la Edad Media se descubrió que, al colocar una aguja magnética sobre un objeto ligero, flotante, esa aguja quedaba siempre en la posición norte-sur. Por tanto, se llamó a un extremo de esa aguja polo magnético norte y al otro, polo magnético sur. Los chinos fueron los primeros en registrar ese hecho poco antes del año 1100, y aproximadamente un siglo después de que los europeos hubiesen descubierto la noción.
Mediante el empleo de la aguja magnética como una «brújula náutica», los navegantes europeos se sintieron seguros en el mar y llevaron a cabo sus grandes viajes de exploración que se iniciaron poco después del año 1400, viajes que proporcionaron a Europa el dominio del mundo durante un período de casi cinco siglos. (Los fenicios, los vikingos y los polinesios habían realizado audaces viajes por mar sin utilizar brújulas, pero a costa de grandes riesgos.)
La propiedad de la aguja magnética para señalar el norte parecía misteriosa al principio, y la explicación menos mística suponía que en el lejano norte había una montaña de mineral magnético que atraía las agujas. Naturalmente, proliferaron las historias de navíos que se aventuraban de manera peligrosa aproximándose a este enorme imán. Cuando esto sucedía, el imán atraía los clavos del navío que se deshacía y naufragaba. En
Las Mil y Una Noches
puede leerse una historia parecida.
El físico inglés William Gilbert (1544-1603) proporcionó una explicación mucho más interesante en 1600. Convirtió en una esfera un trozo de imán y estudió la dirección de la aguja de la brújula desde diferentes lugares próximos a la esfera. Descubrió que la aguja se comportaba con respecto a la esfera magnética exactamente igual que lo hacía con respecto a la Tierra. Por tanto, sugirió que la propia Tierra era un enorme imán, con un polo magnético norte en el Ártico y un polo magnético sur en el Antártico.
El polo magnético norte fue localizado en 1831, en la costa occidental de la Península Boothia, en el extremo septentrional de América del Norte por el explorador escocés James Clark Ross (1800-1862). En aquel punto, el extremo de la aguja señalando al norte se mantenía constantemente hacia abajo. El polo magnético sur fue localizado al borde de la Antártida en 1909, por el geólogo australiano Edgeworth David (1858-1934) y el explorador británico Douglas Mawson (1882-1958).
¿Por qué es la Tierra un imán? Desde que el científico inglés Henry Cavendisch (1731-1810) midió la masa de la Tierra en 1798, se sabía que su densidad media era demasiado elevada para estar compuesta solamente de roca. Se estableció la noción de que su centro era de metal. Noción basada en el hecho de que muchos meteoritos están compuestos de hierro y níquel en una proporción de 10:1. El centro de la Tierra podría ser de una aleación parecida. La primera sugerencia partió del geólogo francés Gabriel August Daubrée (1814-1896).
Hacia finales del siglo XIX, se estudió con gran detalle el modo en que las ondas del terremoto se desplazaban a través del cuerpo terrestre. Pudo demostrarse que esas ondas que penetraban bajo la superficie a profundidades de hasta 2.900 kilómetros (1.800 millas) cambiaban bruscamente de dirección.
En 1906, se creyó que la composición química en aquel punto sufría también un brusco cambio; que las ondas habían pasado del manto rocoso al centro metálico. Ésta es la creencia actual. La Tierra tiene un centro de níquel-hierro en forma de esfera de unos 6.900 kilómetros (4.300 millas) de diámetro. Este centro constituye una sexta parte del volumen de la Tierra, y, a causa de su alta densidad, una tercera parte completa de su masa.
Es tentador suponer que este centro de hierro es un imán que justifica el comportamiento de la aguja del compás. Sin embargo, esto no es posible. En 1896, el físico francés Pierre Curie (1859-1906) demostró que una sustancia magnética pierde su magnetismo si se calienta a una temperatura adecuada. El hierro pierde sus propiedades magnéticas al «punto Curie» de 760°C. En cuanto al níquel, el punto Curie es de 356°C.
¿Hay probabilidad de que el centro de níquel-hierro sea superior al punto de Curie? Sí, puesto que determinadas ondas de terremoto nunca consiguen pasar del manto y penetrar en el centro. Son precisamente del tipo que no puede desplazarse atravesando el cuerpo de un líquido y se deduce, por tanto, que el centro tiene el calor suficiente para llegar a ser níquel-hierro líquido. Teniendo en cuenta que el punto de fusión del hierro es de 1.535°C en condiciones ordinarias y sería mayor todavía bajo las grandes presiones en el límite central, ese hecho demuestra simplemente que el centro no puede ser un imán en el sentido que lo es un pedazo de hierro corriente.
No obstante, la presencia de un centro líquido abría nuevas posibilidades. En 1820, el físico danés Hans Christian Oersted (1777-1851) demostró que era posible producir efectos magnéticos por medio de una corriente eléctrica («electromagnetismo»). Si la electricidad pasa por un cable en espiral, el resultado es un efecto magnético muy parecido al que se originaría en una barra de imán corriente que imaginásemos colocada a lo largo del eje de la espiral.
Teniendo presente esta circunstancia, el geofísico germano-americano Walter Maurice Elsasser (1904-) sugirió, en 1939, que la rotación de la Tierra podía producir remolinos en el centro líquido: remolinos lentos y enormes de la aleación níquel-hierro fundida. Los átomos están compuestos por partículas subatómicas cargadas de electricidad y, a causa de la estructura característica del átomo de hierro, semejantes remolinos en el centro líquido podían producir el efecto de una corriente eléctrica girando sin cesar.
Puesto que los remolinos se producirían por la rotación terrestre del oeste al este, aquéllos girarían también del oeste al este, y el centro de níquel-hierro actuaría entonces como una barra de imán alineada de norte al sur.
Sin embargo, el campo magnético de la Tierra no es un fenómeno constante. Los polos magnéticos se desvían de su posición a medida que transcurren los años, y por alguna razón que ignoramos, están alejados unos 1.600 kilómetros (1.000 millas) de los polos geográficos. Además, los polos magnéticos no se encuentran exactamente en lados opuestos de la Tierra. Si se
trazara
una línea desde el polo magnético norte hasta el polo magnético sur, ésta pasaría a unos 1.100 kilómetros (680 millas) a un lado del centro de la Tierra. También el campo magnético varía en intensidad de un año a otro.
Teniendo en cuenta todo esto, podríamos preguntarnos qué habrá sucedido con el campo magnético en el lejano pasado y qué podría suceder en el lejano futuro. Por suerte, hay un medio de averiguarlo… por lo menos en cuanto se refiere al pasado.
Entre los componentes de lava que la acción volcánica arroja, existen diversos minerales ligeramente magnéticos. Las moléculas de estos minerales muestran tendencia a orientarse a lo largo de las líneas magnéticas de fuerza. Aunque los minerales se presenten en forma líquida, esta tendencia es vencida por el movimiento casual de las moléculas en respuesta a la elevada temperatura. A medida que la roca volcánica se va enfriando lentamente, el movimiento casual de las moléculas también disminuye, y, probablemente, las moléculas se orientan en dirección norte y sur. A medida que la roca se solidifica, esa orientación queda apresada en el lugar. Así sucede con una molécula tras otra, y, finalmente, quedan cristales enteros en los que podemos descubrir los polos magnéticos, el polo norte señalando hacia el norte, y el polo sur hacia el sur, igual que sucede en una brújula magnética. (Se puede identificar el polo norte de un cristal, o de cualquier imán, por ser el que repele el polo norte en la aguja de una brújula.)
En 1906, el físico francés Bernard Brunhes observó que algunos cristales volcánicos de roca estaban imantados en dirección opuesta a la normal. Sus polos norte magnéticos (según se identifican por una aguja de brújula) señalaban al sur. Desde que Brunhes realizó su original descubrimiento, se han estado estudiando muchas rocas volcánicas y se ha observado que, aunque en muchos casos los cristales apuntan normalmente al norte, con sus polos magnéticos norte, en otros casos los cristales señalan el sur con sus polos magnéticos norte. Al parecer, el campo magnético de la Tierra gira periódicamente.
Al calcular la edad de las rocas en estudio (por diversos métodos bien establecidos), se ha descubierto que durante los últimos 700.000 años el campo magnético ha permanecido en su presente dirección, la que podríamos llamar «normal». Con anterioridad, y aproximadamente durante un período de un millón de años, estuvo en posición «al revés» casi en todas las épocas, excepto durante dos períodos de 100.000 años en que permaneció normal.
En general, durante los últimos setenta y seis millones de años, se han identificado más de ciento setenta y una reversiones del campo magnético. El promedio del período de tiempo entre las reversiones es aproximadamente de cuatrocientos cincuenta mil años, y los dos alineamientos posibles, el normal y el revertido, ocupan, a la larga, un período de tiempo de igual longitud. Sin embargo, la longitud del tiempo entre reversiones varía grandemente. El mayor lapso de tiempo registrado entre reversiones es de tres millones de años, y el más corto, de cincuenta mil años.
¿Cómo se realiza esta reversión? ¿Es que los polos magnéticos de la Tierra, con su conocido movimiento por la superficie, recorrerán todo el camino, el uno desde el Ártico hasta el Antartico, y el otro, en sentido opuesto? No parece probable. Si eso sucediera, en algún período intermedio entre las reversiones, los polos hubieran estado en las regiones ecuatoriales, En ese caso habría algunos cristales orientados más o menos al este-oeste, y no hay ninguno.
Lo que parece ser más probable es que la variación está en la intensidad del campo magnético de la Tierra, en aumento y en disminución. Algunas veces disminuye hasta cero, y aumenta entonces, pero en la otra dirección. Con el tiempo, disminuye de nuevo hasta cero y comienza a aumentar en la dirección original y así sucesivamente.
De alguna manera, esto es semejante a lo que sucede en el ciclo de las manchas solares. Las manchas crecen en número, disminuyen después, y aumentan de nuevo en dirección inversa a su campo magnético. A continuación disminuyen y comienzan a aumentar otra vez en la dirección original. Del mismo modo que el punto máximo de las manchas solares está alternativamente en estado normal y revertido, el máximo del campo magnético de la Tierra se halla alternativamente en estado normal y revertido. Con la diferencia de que las variaciones de intensidad del campo magnético de la Tierra son mucho menos regulares que el ciclo de las manchas solares.
La causa probable de la variación en la intensidad del campo magnético de la Tierra, y la reversión de su dirección, pueden ser las variaciones de velocidad y dirección de la materia arremolinada en el centro líquido de la Tierra. En otras palabras, el centro líquido se arremolina en una dirección, cada vez más aprisa, y disminuye luego cada vez más, se detiene brevemente, y comienza el torbellino en la otra dirección, cada vez más aprisa, después más despacio cada vez, se detiene brevemente, comienza en la otra dirección, y así sucesivamente. El porqué del cambio de dirección del remolino y la velocidad, y el motivo de la irregularidad, continúa siendo desconocido todavía. Sin embargo, sabemos el modo en que el campo magnético de la Tierra afecta el bombardeo de los rayos cósmicos.
En 1820, el científico inglés, Michael Faraday (1791-1867) dio a conocer el concepto de «líneas de fuerza». Se trata de líneas imaginarias que trazan un camino curvo desde el polo norte magnético de cualquier objeto hasta el polo sur magnético, marcando su recorrido con un campo magnético, de valor constante.
Una partícula magnetizada puede moverse libremente a lo largo de las líneas de fuerza. Para cruzar esas líneas de fuerza, se requiere energía.
El campo magnético de la Tierra rodea la Tierra con líneas de fuerza magnéticas que conectan sus polos magnéticos. Cualquier partícula cargada eléctricamente del espacio exterior ha de atravesar estas líneas de fuerza para alcanzar la superficie de la Tierra y al hacerlo pierde energía. Si posee poca cantidad de energía, puede perderla por completo y quedar incapacitada para cruzar las líneas de fuerza adicionales. En ese caso, sólo puede moverse a lo largo de una línea de fuerza, dando vueltas a su alrededor apretadamente y pasando del polo norte magnético al polo sur magnético de la Tierra, y retroceder después, una y otra vez.
Así sucede con muchas de las partículas del viento solar, de modo que existe siempre un gran número de partículas cargadas viajando a lo largo de las líneas de fuerza magnéticas de la Tierra, estableciendo lo que se conoce como «magnetosfera» mucho más allá de la atmósfera.
En el punto en donde las líneas de fuerza magnética se unen en los dos polos magnéticos, las partículas que siguen esas líneas en su descenso a la superficie de la Tierra alcanzan las capas altas de la atmósfera y chocan con átomos y moléculas, desprendiendo energía en el proceso y produciendo las auroras, esa bella característica de los cielos polares durante la noche.