Las enfermedades infecciosas son evidentemente más peligrosas para la existencia humana de lo que sería cualquier animal, y podríamos preguntarnos razonablemente si no hubieran podido provocar una catástrofe final antes de que los glaciares tuviesen oportunidad de invadirnos de nuevo, y ciertamente, mucho antes de que el Sol comience a emprender su ruta para convertirse en gigante rojo.
Lo que se interpone entre semejante catástrofe y nosotros es el nuevo conocimiento que hemos adquirido en el pasado siglo y medio respecto a las causas de las enfermedades infecciosas y los métodos para luchar contra ellas.
En el transcurso de toda su historia, la Humanidad nunca ha contado con defensa alguna contra las enfermedades infecciosas. El hecho real de la infección no se reconocía en los tiempos antiguos y medievales. Cuando la gente comenzaba a morir en masa, la teoría corriente era que un dios airado estaba vengándose por una u otra razón. Las flechas de Apolo estaban lanzadas, de modo que una muerte no era responsable de la otra; Apolo era igualmente responsable de todas ellas.
La Biblia se refiere a algunas epidemias, y en todos los casos habla de la ira de Dios contra los pecadores, como en Samuel 2-4. En los tiempos del Nuevo Testamento, era popular la teoría de las posesiones demoníacas como explicación de la enfermedad, y Jesús y los profetas podían conjurar a los espíritus malignos. La autoridad bíblica en el tema ha mantenido viva la teoría hasta hoy, como prueba la popularidad de películas como
El Exorcista.
Mientras la causa de la enfermedad se atribuyó a influencias divinas o demoníacas, algo tan mundano como el contagio fue pasado por alto. Por suerte, la Biblia también da instrucciones para aislar a los que sufren de lepra (nombre aplicado no sólo a la lepra en sí misma, sino a otras erupciones menos graves de la piel). La práctica bíblica del aislamiento se realizaba por razones religiosas antes que higiénicas, pues la lepra es mínimamente contagiosa. Basándose en la autoridad de la Biblia, los leprosos fueron aislados en la Edad Media, mientras que no lo fueron otras personas afectadas realmente por enfermedades infecciosas. Sin embargo, la práctica del aislamiento motivó que algunos médicos pensaran en ello relacionándolo generalmente con la enfermedad. Sobre todo, el enorme temor a la muerte negra contribuyó a propagar el concepto de cuarentena, nombre que se refería originalmente al aislamiento durante cuarenta
(quarante
en francés) días
[60]
.
El hecho de que el aislamiento disminuía la propagación de una enfermedad, confirmó que el contagio era un hecho. El primero que examinó con detalle esta posibilidad fue un médico italiano, Girolamo Fracastoro (1478-1553). En 1546, sugirió que la enfermedad podía transmitirse por contacto directo de una persona sana con una enferma, o por contacto indirecto de una persona sana con objetos infectados o incluso por transmisión a distancia. Sugirió que unos cuerpos minúsculos, demasiado pequeños para ser vistos, pasaban de la persona enferma a la sana y que estos minúsculos cuerpos tenían el poder de automultiplicarse.
Fracastoro demostró una notable intuición, pero no poseía evidencia que pudiera demostrar su teoría. Si uno está dispuesto a admitir la existencia de cuerpos diminutos e invisibles que saltan de un cuerpo al otro, haciéndolo de buena fe, también podría aceptar la existencia de demonios invisibles.
Sin embargo, los cuerpos diminutos no continuaron siendo invisibles. Ya en la época de Fracastoro, era corriente el uso de lentes para mejorar la visión. Hacia 1608, se utilizaron combinaciones de lentes para ampliar objetos distantes y se inventó el telescopio. No fue necesaria mucha modificación para disponer de lentes que ampliaran objetos diminutos.
El fisiólogo italiano Marcello Malpighi (1628-1694) fue el primero en utilizar el microscopio para un trabajo importante, informando de sus observaciones hacia 1650.
El microscopista holandés, Antón van Leeuwenhoek (1632-1723) pulió laboriosamente unas pequeñas, pero excelentes, lentes, que le proporcionaron una visión del mundo de los objetos diminutos, mucho mejor de la que nadie tenía en su tiempo. En 1677, colocó agua de una zanja en el toco de uno de sus pequeños lentes y descubrió organismos vivientes demasiado pequeños para ser apreciados a simple vista, pero cada uno de ellos tan vivo indiscutiblemente como una ballena o un elefante, o como un ser humano. Se trataba de los animales unicelulares que en la actualidad conocemos como «protozoos».
En 1683, van Leeuwenhoek descubrió unas estructuras todavía más pequeñas que los protozoos. Se hallaban en el límite de su visibilidad aun con sus mejores lentes, pero, a partir de los esquemas que hizo de lo que vio, es evidente que descubrió las bacterias, los seres unicelulares más pequeños que han existido.
Para conseguir mejores resultados que van Leeuwenhoek, era necesario disponer de microscopios más potentes, cuyo logro era lento. El siguiente analista que describió las bacterias fue el biólogo danés' Otto Friedrich Müller (1730-1784), que los describió en un libro póstumo, dedicado a ese tema que se publicó en 1786.
Considerándolo ahora, parece que debían haber adivinado que, al hablar de bacterias, se referían a los agentes infecciosos de Müller, pero no había pruebas suficientes y hasta las observaciones de Müller eran tan vagas que no se llegó a un acuerdo general sobre la existencia de las bacterias y tampoco de si se trataría de organismos vivos en caso de que se admitieran.
El óptico inglés Joseph Jackson Lister (1786-1869) ideó un microscopio acromático en 1830. Hasta aquel momento, las lentes que se utilizaban refractaban la luz en arco iris de modo que los objetos diminutos quedaban envueltos en color y no podían observarse con claridad. Lister combinó lentes de diferentes tipos de vidrio para poder eliminar el color.
Con la desaparición de los colores, los objetos diminutos destacaban claramente, y en la década de 1860 el botánico alemán Julius Cohn (1828-1898) vio y describió las bacterias, consiguiendo el primer éxito realmente convincente. Tan sólo con el trabajo de Cohn se inició la ciencia de la bacteriología y fue aceptada de modo general la existencia de las bacterias.
Entretanto, aun sin disponer de una indicación clara de la existencia de los agentes de Fracastoro, algunos médicos fueron descubriendo métodos para reducir las infecciones.
El médico húngaro Ignaz Philipp Semmelweiss (1818-1865) insistió en que la fiebre puerperal que causaba tantas defunciones en mujeres en los partos, era inducida por los propios médicos, que pasaban directamente de una autopsia al lado de las parturientas. Luchó para que los médicos se lavaran las manos antes de atender a las mujeres y cuando logró imponerlo, en 1847, la incidencia de la fiebre puerperal descendió enormemente. Los médicos, ofendidos orgullosos de su suciedad profesional, se rebelaron, a pesar del resultado, y al final consiguieron que se les permitiera hacer su trabajo con las manos sucias otra vez. La incidencia de fiebre puerperal ascendió tan rápidamente como había bajado, pero este hecho no inquietó demasiado a los médicos.
El momento crucial llegó con el trabajo de investigación de un químico francés, Louis Pasteur (1822-1895). Aunque era químico, su trabajo le había inclinado cada vez más hacia los microscopios y los microorganismos, y en 1865 se dedicó a investigar una enfermedad del gusano de seda que estaba destruyendo la industria sedera francesa. Mediante su microscopio, descubrió un minúsculo parásito que infectaba a los gusanos de seda y a las hojas de morera de las que se alimentaban. La solución de Pasteur fue drástica, pero racional. Todos los gusanos de seda infectados y la comida infectada habían de ser destruidos. Se debía comenzar de nuevo con gusanos sanos y la enfermedad quedaría vencida. Se siguió su consejo y dio resultado. La industria de la seda se salvó.
Esto impulsó el interés de Pasteur en las enfermedades contagiosas. Pasteur creía que, si la enfermedad del gusano de seda estaba causada por parásitos microscópicos, también otras enfermedades podían encontrarse en el mismo caso, y así nació la teoría del «germen de la enfermedad». Los agentes infecciosos invisibles de Fracastoro eran microorganismos, con frecuencia las bacterias que Cohn estaba sacando claramente a la luz del día.
A partir de entonces fue posible combatir racionalmente las enfermedades infecciosas, utilizando una técnica que se había introducido en la medicina hacía más de medio siglo. En 1798, el médico inglés Edward Jenner (1794-1823) había demostrado que las personas inoculadas con una enfermedad leve, vacuna, o
vaccinia,
en latín, se inmunizaban no sólo a la propia vacuna, sino a la enfermedad tan temida y virulenta, la viruela. La técnica de la «vacunación» acabó virtualmente con la antigua plaga de la viruela.
Por desgracia, no se descubrieron otras enfermedades que se presentaran tan convenientemente emparejadas, es decir, la manifestación leve que concedía inmunidad a la manifestación grave. Sin embargo, con la noción de la teoría de los gérmenes la técnica podía ampliarse de otro modo.
Pasteur localizó gérmenes específicos asociados con enfermedades específicas, los debilitó por el calor, u otros medios, y los utilizó para inoculaciones. Únicamente se producía la forma leve de la enfermedad, pero inmunizaba contra las formas más graves de la enfermedad. La primera enfermedad que recibió este tratamiento fue el mortífero ántrax que devastaba los rebaños de animales domésticos.
El bacteriólogo alemán Robert Kock (1843-1910) prosiguió un trabajo similar, con mayor éxito aún. Desarrolló también antitoxinas destinadas a neutralizar tóxicos bacterianos.
Entretanto, el cirujano inglés Joseph Lister (1827-1912), hijo del inventor del microscopio acromático, había continuado los trabajos de Semmelweiss. Cuando se enteró de las investigaciones de Pasteur, con la razón fundamental como excusa, empezó a insistir en que, antes de operar, los cirujanos se lavaran las manos en soluciones de productos químicos para matar los gérmenes. Desde 1867 se difundió rápidamente la práctica de la «cirugía antiséptica».
La teoría de los gérmenes aceleró también la adopción de medidas preventivas fundamentales: higiene personal, como lavarse y bañarse; eliminación cuidadosa de los desperdicios; conservación de la limpieza en la comida y en el agua. En estas cuestiones, fueron pioneros los científicos alemanes Max Joseph von Pettenkofer (1818-1901) y Rudolf Virchow (1821-1902). Éstos no aceptaban la teoría de los gérmenes en la enfermedad, pero sus recomendaciones no se hubieran seguido tan fácilmente si los demás no las hubiesen creído.
Se descubrió, además, que ciertas enfermedades, como la fiebre amarilla y la malaria, eran transmitidas por mosquitos; la fiebre tifoidea, por los piojos; la fiebre manchada de las Montañas Rocosas, por garrapatas; la peste bubónica, por las moscas, y así sucesivamente. Las medidas adoptadas contra estos pequeños organismos transmisores de gérmenes contribuyeron en disminuir la incidencia de las enfermedades. En esos descubrimientos colaboraron hombres como los americanos Walter Reed (1851-1902) y Howard Taylor Ricketts (1871-1910), y el francés Charles J. Nicolle (1866-1936).
El bacteriólogo alemán Paul Ehrlich (1854-1915) fue pionero en el uso de ciertos productos químicos que mataban determinadas bacterias sin destruir al ser humano en el que vivían. Su mayor descubrimiento lo realizó en 1910, cuando encontró un compuesto de arsénico activo contra las bacterias que producían la sífilis.
Este tipo de trabajo culminó con el descubrimiento del efecto antibacteriano de las sulfamidas y compuestos relacionados, empezando con el trabajo del bioquímico alemán Gerhard Domagk (1895-1964) en 1935, y de los antibióticos, comenzando con el trabajo del microbiólogo franco-americano René Jules Dubos (1901-) en 1939.
Hasta 1955 no se obtuvo una plena victoria contra la poliomielitis, gracias a una vacuna preparada por el microbiólogo Jonas Edward Salk (1914-).
No obstante, la victoria no ha sido completa. En la actualidad, aquella enfermedad en otras épocas devastadora, la viruela, parece haber sido erradicada. No existe ni un solo caso, por lo menos que sepamos, en todo el mundo. Sin embargo, existen enfermedades infecciosas, como algunas descubiertas en África, sumamente contagiosas, en realidad ciento por ciento fatales, y para las que no se dispone de medios de curación. Cuidadosas medidas higiénicas han permitido que esas enfermedades se estudiaran evitando su propagación, y no hay duda de que se encontrarán las contramedidas adecuadas.
Por consiguiente, podríamos creer que mientras nuestra civilización sobreviva y nuestra tecnología médica no se tambalee, no existe ya el peligro de que una enfermedad infecciosa produzca una catástrofe o algo parecido a los desastres de la muerte negra o de la gripe. Sin embargo, las antiguas enfermedades conocidas llevan en sí el potencial de crear nuevas formas de enfermedad.
El cuerpo humano (y todos los organismos vivos) tiene defensas naturales contra la invasión de los organismos extraños. En el torrente sanguíneo se desarrollan anticuerpos que neutralizan toxinas o los propios microorganismos. Los leucocitos, en el torrente sanguíneo, atacan físicamente las bacterias.
Por lo general, los procesos de la evolución igualan la lucha. Aquellos organismos que mejor se autodefienden de los microorganismos, tienden a sobrevivir y transmiten su capacidad a los descendientes. Sin embargo, los microorganismos son mucho más pequeños incluso que los insectos, y mucho más fecundos. Se desarrollan con más rapidez, careciendo individualmente casi de la más absoluta importancia dentro del esquema general.
Teniendo en cuenta las cifras innumerables de microorganismos de cualquier especie determinada que están multiplicándose sin cesar por la fisiparidad de las células, de la misma manera pueden producirse continuamente una enorme cifra de mutaciones. De vez en cuando, una de esas mutaciones puede actuar de modo que una enfermedad sea más infecciosa y fatal. Además, puede alterar suficientemente la naturaleza química de los microorganismos, de manera que los anticuerpos que el organismo anfitrión es capaz de producir pierdan su eficacia. El resultado es el brote espontáneo de una epidemia. La muerte negra fue provocada, sin ninguna duda, por un rasgo mutante del microorganismo que la causaba.