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Authors: Carlo Collodi

Tags: #Clásico, Cuento, Ensayo

Las aventuras de Pinocho (12 page)

BOOK: Las aventuras de Pinocho
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Y, echándose un poco hacia atrás, descargó un solemnísimo puntapié en la puerta de la casa. El golpe fue tan fuerte que el pie penetró hasta la mitad en la madera; y cuando el muñeco trató de sacarlo, fue trabajo perdido; porque el pie había quedado hundido dentro, como un clavo remachado.

¡Figúrense al pobre Pinocho! Tuvo que pasar el resto de la noche con un pie en el suelo y otro en el aire.

Por la mañana, al despuntar el día, se abrió por fin la puerta. El buen Caracol sólo había tardado nueve horas en bajar desde el cuarto piso hasta la puerta de la calle. ¡Debía sentirse agotado tras semejante apresuramiento!

—¿Qué haces con el pie clavado en la puerta? —preguntó, riendo, al muñeco.

—Ha sido una desgracia. Mire a ver si consigue liberarme de este suplicio, Caracolito lindo.

—Hijo mío, para eso tendría que ser un leñador y yo nunca lo he sido.

—Pídaselo al Hada de mi parte…

—El Hada duerme y no quiere que la despierten.

—Y ¿qué quiere que haga yo, clavado todo el día en esta puerta?

—Diviértete contando las hormigas que pasen por la calle.

—Tráigame, al menos, algo de comer, porque estoy agotado.

—¡Ahora mismo! —contestó el Caracol.

En efecto, tres horas y media después Pinocho lo vio regresar con una bandeja de plata en la cabeza. En la bandeja había un pan, un pollo asado y cuatro albaricoques maduros.

—Ahí tienes el desayuno que te manda el Hada —dijo el Caracol.

Ante tanta abundancia, el muñeco se consoló del todo. ¡Cuál no sería su desencanto cuando, al empezar a comer, advirtió que el pan era de yeso, el pollo de cartón y los cuatro albaricoques de alabastro coloreado!

Quería llorar, quería entregarse a la desesperación, quería tirar la bandeja con todo lo que contenía; pero en cambio, bien por el intenso dolor, bien por el vacío del estómago, el caso es que cayó desvanecido.

Cuando volvió en sí se encontró tendido en un sofá, con el Hada a su lado.

—También esta vez te perdono —le dijo el Hada—, pero, ¡ay de ti si haces otra de las tuyas!…

Pinocho prometió y juró que estudiaría y que siempre se portaría bien. Y mantuvo su palabra durante el resto del año. En efecto, en los exámenes de verano alcanzó el honor de ser el mejor de la escuela; su comportamiento, en general, fue juzgado tan bueno y satisfactorio que el Hada, muy contenta, le dijo:

—¡Mañana por fin se cumplirá tu deseo!

—¿Cuál?

—Mañana dejarás de ser un muñeco de madera y te convertirás en un buen muchacho.

Quien no vio la alegría de Pinocho ante esta noticia tan anhelada no podrá imaginársela jamás.

Todos sus amigos y compañeros de escuela fueron invitados, para el día siguiente, a un gran desayuno en casa del Hada para festejar juntos el gran acontecimiento; el Hada hizo preparar doscientas tazas de café con leche y cuatrocientos panecillos con mantequilla. La jornada prometía ser muy bella y alegre, pero…

Desgraciadamente, en la vida de los muñecos siempre hay un pero que echa a perder las cosas.

XXX

Pinocho, en vez de convertirse en un niño, parte a escondidas con su amigo Mecha hacia el País de los Juguetes.

C
OMO ES NATURAL, Pinocho pidió inmediatamente permiso al Hada para recorrer la ciudad haciendo las invitaciones, y el Hada le dijo:

—Muy bien, ve a invitar a tus compañeros al desayuno de mañana; pero acuérdate de volver a casa antes de que sea de noche. ¿Entendido?

—Prometo que regresaré dentro de una hora —replicó el muñeco.

—¡Cuidado, Pinocho! Los niños prometen muchas cosas que después, en la mayoría de los casos, no cumplen.

—Pero yo no soy como los demás; yo, cuando digo una cosa, la mantengo.

—Ya veremos. Si desobedeces, peor para ti.

—¿Por qué?

—Porque los niños que no hacen caso de los consejos de quien sabe más que ellos, se encuentran siempre con alguna desgracia.

—¡Yo ya lo probé! —dijo Pinocho—. ¡Pero ahora no picaré ese anzuelo!

—Veremos si es cierto.

Sin añadir otras palabras, el muñeco se despidió de su buena Hada, que era para él como una madre, y salió de casa cantando y bailando.

En poco más de una hora todos sus amigos quedaron invitados. Unos aceptaron en seguida de muy buena gana. Otros se hicieron rogar un poco al principio, pero cuando supieron que los panecillos para mojar en el café con leche tenían mantequilla también por la parte de fuera, aceptaron todos diciendo:

—Iremos también nosotros, para complacerte.

Y ahora hay que saber que Pinocho, entre sus amigos y camaradas de escuela, tenía uno predilecto y muy querido, que se llamaba Romeo; pero todos lo llamaban con el sobrenombre de Mecha, debido a su aspecto enjuto y enflaquecido, igual que la mecha nueva de una lámpara.

Mecha era el niño más perezoso y travieso de toda la escuela, pero Pinocho lo quería mucho. Fue en seguida a buscarlo a su casa, para invitarlo al desayuno, pero no lo encontró; volvió por segunda vez y Mecha tampoco estaba; volvió por tercera vez e hizo el viaje en vano.

¿Dónde dar con él? Busca por aquí, busca por allá, por último lo vio escondido bajo el pórtico de una casa campesina.

—¿Qué haces ahí? —le preguntó Pinocho, acercándose.

—Espero a la medianoche, para partir.

—¿A dónde vas?

—¡Lejos, lejos, lejos!

—¡Y yo que he ido tres veces a buscarte a tu casa!…

—¿Para qué me querías?

—¿No sabes el gran acontecimiento? ¿No sabes la suerte que tengo?

—¿Cuál?

—Mañana dejo de ser un muñeco y me convierto en un niño como tú y como todos los demás.

—Buen provecho te haga.

—Así que, mañana, te espero a desayunar en mi casa.

—Ya te he dicho que me voy esta noche…

—¿A qué hora?

—Dentro de poco.

—Y ¿a dónde vas?

—Voy a vivir a un sitio… que es el mejor país de este mundo: ¡una auténtica Jauja!…

—¿Cómo se llama?

—Se llama el País de los Juguetes. ¿Por qué no vienes tú también?

—¿Yo? ¡No, desde luego que no!

—¡Te equivocas, Pinocho! Créeme, te arrepentirás si no vienes. ¿Dónde vas a encontrar un país más saludable para nosotros, los niños? Allí no hay escuelas, ni maestros, allí no hay libros. En ese bendito país no se estudia nunca. El jueves no se va a la escuela; y las semanas se componen de seis jueves y un domingo. Figúrate que las vacaciones de verano empiezan el primero de enero y acaban en diciembre. ¡Al fin encontré un país que me gusta realmente! ¡Así deberían ser todas las naciones civilizadas!…

—¿Y cómo se pasan los días en el País de los Juguetes?

—Se pasan jugando y divirtiéndose de la mañana a la noche. Por la noche uno se va a la cama y a la mañana siguiente, vuelta a empezar. ¿Qué te parece?

—¡Hum!… —dijo Pinocho; y sacudió levemente la cabeza, como diciendo: «Llevaría de buen grado esa vida».

—Entonces, ¿quieres venirte conmigo? ¿Sí o no? Decídete.

—No, no, y mil veces no. Ya he prometido a mi buena Hada que me convertiría en un buen chico, y quiero mantener mi promesa. Y como veo que el sol se está poniendo, ahora mismo te dejo y me voy. Conque, adiós, y buen viaje.

—¿A dónde corres con tanta prisa?

—A casa. Mi buena Hada quiere que regrese antes de anochecer.

—Espera dos minutos más.

—Se me hace tarde.

—Sólo dos minutos.

—¿Y si luego el Hada me grita?

—Déjala gritar. Cuando haya gritado a gusto, se callará —dijo aquel bribón de Mecha.

—¿Y cómo haces? ¿Te vas solo o acompañado?

—¿Solo? ¡Vamos más de cien niños!

—¿Y hacen el viaje a pie?

—Dentro de poco pasará por aquí el carro que nos recogerá para llevarnos a ese afortunadísimo país.

—¡Lo que daría porque el carro pasase ahora!…

—¿Por qué?

—Para verlos partir a todos juntos.

—Espera otro poco y lo verás.

—No, no, quiero volver a casa.

—Espera otros dos minutos.

—¡Ya me he retrasado demasiado! El Hada estará preocupada por mí.

—¡Pobre Hada! ¿Acaso tiene miedo de que te coman los murciélagos?

—Pero, dime —agregó Pinocho—, ¿estás realmente seguro de que en ese país no hay escuelas?…

—Ni rastro de ellas.

—¿Y tampoco maestros?…

—Ni siquiera uno.

—¿Y no hay obligación de estudiar nunca?…

—¡Nunca, nunca, nunca!

—¡Qué hermoso país! —dijo Pinocho, sintiendo que se le hacía agua la boca—. ¡Qué hermoso país! ¡No he estado nunca, pero me lo imagino! …

—¿Por qué no vienes tú también?

—¡Es inútil que me tientes! Ya le he prometido a mi buena Hada convertirme en un niño juicioso y no quiero faltar a mi palabra.

—Adiós, entonces, ¡y recuerdos a las escuelas!… y también a los institutos, si los ves por el camino.

—Adiós, Mecha; que tengas buen viaje, diviértete y acuérdate alguna vez de los amigos.

Dicho esto, el muñeco dio dos pasos para irse; pero después, parándose y volviéndose hacia su amigo, le preguntó:

—¿Estás bien seguro de que en ese país las semanas se componen de seis jueves y un domingo?

—Segurísimo.

—¿Sabes con seguridad que las vacaciones empiezan el primero de enero y acaban el último de diciembre?

—¡Indudable!

—¡Qué hermoso país! —repitió Pinocho, escupiendo a guisa de consuelo.

Luego, con ánimo resuelto, añadió a toda prisa:

—Bueno, adiós de verdad; y buen viaje.

—Adiós.

—¿Cuándo parten?

—Dentro de poco.

—¡Lástima! Si sólo faltase una hora para la partida, casi sería capaz de esperar.

—¿Y el Hada?…

—¡Total, ya se me ha hecho tarde!… Da lo mismo volver a casa una hora antes o después…

—¡Pobre Pinocho! ¿Y si te grita el Hada?

—¡Paciencia! La dejaré gritar. Cuando haya gritado a gusto, se callará.

Entretanto ya se había hecho de noche, y cerrada; de repente vieron moverse a lo lejos una lucecita… y oyeron un sonido de cascabeles y un tañido de trompeta, tan pequeño y sofocado que parecía el zumbido de un mosquito.

—¡Ahí está! —gritó Mecha, poniéndose en pie.

—¿Quién? —preguntó Pinocho en voz baja.

—El carro que viene a recogerme. Así, pues, ¿quieres venir, sí o no?

—Pero, ¿es absolutamente seguro —preguntó el muñeco que en ese país los niños no tienen nunca la obligación de estudiar?

—¡Nunca, nunca, nunca!

—¡Qué hermoso país!… ¡Qué hermoso país!… ¡Qué hermoso país!…

XXXI

Tras cinco meses de buena vida, Pinocho, con gran asombro, siente que le brota un buen par de orejas de asno y se convierte en un burro, con cola y todo.

P
OR FIN LLEGÓ el carro; y llegó sin hacer el menor ruido, pues sus ruedas estaban recubiertas de estopa y trapos.

Tiraban de él doce parejas de burros, todos del mismo tamaño aunque de distinto pelaje.

Unos eran grises, otros blancos, otros de un gris jaspeado y otros rayados con grandes listas amarillas y azules.

Pero lo más singular era esto: aquellas doce parejas, o sea los veinticuatro borriquillos, en vez de ir herrados como todos los animales de tiro o de carga, llevaban en los pies unos botines de hombre, de cuero blanco.

¿Y el conductor del carro?…

Imagínense a un hombrecillo más ancho que largo, tierno y untuoso como una bola de mantequilla, con carita de manzana y una boquita siempre sonriente y una voz sutil y acariciadora, como la de un gato que se encomienda al buen corazón del ama de casa.

Todos los chicos, en cuanto lo veían, quedaban encantados y competían entre sí para subir a su carro, para ser llevados por él a aquella verdadera jauja conocida en el mapa con el nombre seductor de País de los Juguetes.

En efecto, el carro estaba ya lleno de niños entre ocho y doce años, apilados unos sobre otros como sardinas en escabeche. Estaban incómodos, apretados, casi no podían respirar, pero ninguno decía «¡ay!», ninguno se lamentaba. El consuelo de saber que dentro de pocas horas llegarían a un país donde no había libros, ni escuelas, ni maestros, los ponía tan alegres y resignados que no sentían las molestias, ni los apretones, ni el hambre, ni la sed, ni el sueño.

En cuanto el carro se detuvo, el hombrecillo se volvió a Mecha y con mil gestos y muecas le preguntó, sonriendo:

—Dime, querido niño, ¿quieres venir tú también a este afortunado país?

—Claro que quiero ir.

—Te advierto, querido, que en el carro ya no queda sitio. ¡Como ves, está lleno!…

—¡Paciencia! —replicó Mecha—, si no hay sitio dentro, me resignaré a sentarme en las varas del carro.

Y, dando un salto, montó a horcajadas en las varas.

—¿Y tú, cariño… —dijo el hombrecillo, volviéndose zalameramente a Pinocho—, qué piensas hacer? ¿Vienes con nosotros, o te quedas?

—Me quedo —respondió Pinocho—. Quiero volver a mi casa, quiero estudiar y lucirme en la escuela, como hacen todos los niños buenos.

—¡Que te aproveche!

-Pinocho —dijo entonces Mecha—, hazme caso; vente con nosotros y lo pasaremos bien.

—¡No, no y no!

—Ven con nosotros y lo pasaremos bien —gritaron, a coro, un centenar de voces desde dentro del carro.

—Y si me voy con ustedes, ¿qué dirá mi buena Hada? —dijo el muñeco, que empezaba a ablandarse y a mudar de opinión.

—No te calientes la cabeza con esos problemas. Piensa que vamos a un país donde seremos muy dueños de armar alboroto de la mañana a la noche.

Pinocho no contestó, pero lanzó un suspiro; luego lanzó otro suspiro, luego un tercer suspiro; por último dijo:

—Háganme un sitio; ¡voy también yo!

—Los asientos están ocupados —replicó el hombrecillo—, pero, para demostrarte lo que te queremos, puedo cederte mi sitio en el pescante…

—¿Y usted?

—Yo haré el camino a pie.

—No, de verdad, no puedo permitirlo. ¡Prefiero subir a la grupa de uno de esos burros! —gritó Pinocho.

Dicho y hecho; se acercó al burro derecho de la primera pareja e hizo ademán de montarlo; pero el animal, volviéndose en seco, le dio un gran golpe en el estómago con el hocico y lo tiró patas arriba.

Imagínense las carcajadas impertinentes y estrepitosas de todos los niños que presenciaban la escena.

Pero el hombrecillo no se rió. Se acercó cariñosamente al burro rebelde y, fingiendo darle un beso, le arrancó de un mordisco la mitad de la oreja derecha.

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