—Quien roba uvas es muy capaz de robar también pollos. Te daré una lección que no olvidarás fácilmente.
Y, abriendo el cepo, aferró al muñeco por el cogote y se lo llevó en vilo hasta la casa, como si llevara un corderito recién nacido.
Llegado a la era, ante la casa, lo arrojó al suelo y, poniéndole un pie en el cuello, le dijo:
—Ya es tarde y quiero acostar me. Mañana ajustaremos cuentas. Entre tanto, como hoy se ha muerto el perro que guardaba de noche la casa, ahora mismo ocuparás su puesto. Me servirás de perro guardián.
Dicho y hecho; le colocó en el cuello un gran collar, completamente cubierto de puntas de latón, y se lo apretó bien, para que no se lo pudiera quitar pasando la cabeza por dentro.
El collar estaba sujeto a una larga cadena de hierro, y la cadena, fijada al muro.
—Si esta noche —dijo el campesino— empezara a llover, puedes acostarte en aquella caseta de madera, donde aún está la paja que durante cuatro años ha servido de cama a mi pobre perro. Y si por desgracia vinieran los ladrones, no olvides tener los oídos bien abiertos y ladrar.
Después de esta última advertencia el campesino entró en la casa y cerró la puerta con varias vueltas de llave; el pobre Pinocho se quedó acurrucado en la era, más muerto que vivo, a causa del frío, el hambre y el miedo. Y de vez en cuando, metiendo rabiosamente las manos dentro del collar que le oprimía el cuello, decía, llorando:
—¡Me lo tengo merecido! ¡Desde luego que sí! He querido ser perezoso, vagabundo…. he querido hacer caso de las malas compañías y por eso la desgracia me persigue. Si hubiera sido un muchacho bueno, como hay muchos, si hubiera querido estudiar y trabajar, si me hubiera quedado en casa con mi pobre padre, no estaría aquí a estas horas, en medio del campo, haciendo de perro guardián en casa de un campesino. ¡Oh, si pudiera nacer otra vez!… Pero ya es tarde; ¡paciencia!
Tras este pequeño desahogo, que le salía del corazón, entró en la caseta y se durmió.
Pinocho descubre a los ladrones y, en recompensa por haber sido fiel, es puesto en libertad.
H
ACÍA MÁS DE dos horas que dormía a pierna suelta cuando, a media noche, lo despertó un susurro y un cuchicheo de vocecitas extrañas, que le pareció oír en la era. Sacó la punta de la nariz por la abertura de la caseta y vio, reunidos en consejo, a cuatro animales de pelaje oscuro, que parecían gatos. Pero no eran gatos; eran garduñas, animalillos carnívoros muy aficionados a los huevos y a los pollitos. Una de las garduñas, separándose de sus compañeras, fue hacia la caseta y dijo en voz baja:
—Buenas noches, Melampo.
—Yo no me llamo Melampo —contestó el muñeco.
—Entonces, ¿quién eres?
—Soy Pinocho.
—¿Y qué haces ahí?
—Hago de perro guardián.
—¿Dónde está Melampo? ¿Dónde está el viejo perro que vivía en esta caseta?
—Ha muerto esta mañana.
—¿Muerto? ¡Pobre animal! ¡Era tan bueno!… Pero, a juzgar por tu cara, también tú debes ser un perro amable.
—¡Por favor, yo no soy un perro!…
—Pues, ¿qué eres?
—Soy un muñeco.
—¿Y haces de perro guardián?
—Desgraciadamente. ¡Es un castigo!
—Bueno, pues te propongo el mismo pacto que tenía con el difunto Melampo; quedarás contento.
—¿Qué pacto es ése?
—Nosotras vendremos una vez a la semana, como antes, a visitar por la noche este gallinero, y nos llevaremos ocho gallinas. De esas gallinas, siete nos las comeremos nosotras y una te la daremos a ti, a condición, claro está, de que finjas dormir y no se te ocurra ladrar y despertar al campesino.
—¿Melampo hacía eso? —preguntó Pinocho.
—Claro que lo hacía y siempre hemos estado de acuerdo. Así que duérmete tranquilamente; puedes estar seguro de que, antes de partir, te dejaremos en la caseta una gallina completamente pelada para la comida de mañana. ¿Nos hemos entendido?
—¡Demasiado bien! … —contestó Pinocho; y movió la cabeza de for ma amenazadora, como si hubiera querido decir : «Volveremos a hablar de ello».
Las cuatro garduñas, creyéndose seguras, fueron derechas al gallinero, que estaba muy cerca de la caseta del perro; abrieron, a fuerza de uñas y dientes, la portezuela de madera que cerraba la entrada y se deslizaron en el interior, una tras otra. Pero aún no habían acabado de entrar cuando oyeron cerrarse la portezuela, con gran violencia.
Quien la había cer rado era Pinocho, el cual, no con- tento con cerrarla, puso delante una gran piedra, a guisa de puntal, para mayor seguridad. Después empezó a ladrar como si fuera un perro guardián, haciendo con la voz guau, guau, guau.
Ante los ladridos, el campesino saltó de la cama, cogió el fusil y, asomándose a la ventana, preguntó:
—¿Qué hay de nuevo?
—¡Están los ladrones!
—¿Dónde están?
—En el gallinero.
—Ahora mismo bajo.
En efecto, en un momento bajó el campesino, entró a la carrera en el gallinero y tras haber atrapado y encerrado en un saco a las cuatro garduñas, les dijo con acento de verdadero gozo:
—¡Al fin han caído en mis manos! Podría castigarlas, pero no soy tan cruel. Me contentaré con llevarlas mañana al posadero del pueblo vecino, que las despellejará y guisará como a liebres. Es un honor que no se merecen, pero los hombres generosos como yo no reparan en esas pequeñeces.
Después se acercó a Pinocho y empezó a hacerle muchas caricias, preguntándole, entre otras cosas:
—¿Qué has hecho para descubrir el complot de estas cuatro ladronzuelas? ¡Pensar que Melampo, mi fiel Melampo, nunca se dio cuenta de nada!
El muñeco hubiera podido contar lo que sabía; es decir, hubiera podido contar el vergonzoso pacto existente entre el perro y las garduñas. Pero recordó que el perro estaba muerto y pensó: «¿De qué sirve acusar a los muertos…? Los muertos, muertos están, y lo mejor que se puede hacer es dejarlos en paz»…
—Cuando llegaron las garduñas a la era, ¿estabas despierto o dormías? —continuó preguntando el campesino.
—Dor mía —contestó Pinocho—, pero las garduñas me despertaron con sus cuchicheos y una vino aquí, a la caseta, a decir me: «Si prometes no ladrar y no despertar al amo, te regalaremos una pollita muy bien pelada». ¿Entiende, eh? ¡Tener la desfachatez de hacerme semejante propuesta! Porque hay que saber que yo soy un muñeco que tendrá todos los defectos del mundo, pero nunca he tenido el de ser largo de uñas ni cómplice de la gente deshonesta.
—¡Buen chico! —exclamó el campesino, palmeándole en un hombro—. Esos sentimientos te honran; y, para probarte mi gran satisfacción, te dejo libre desde ahora mismo, para que vuelvas a tu casa.
Y le quitó el collar del perro.
Pinocho llora la muerte de la hermosa joven de cabellos azules; luego encuentra un Palomo que lo lleva a la orilla del mar y allí se tira al agua para ayudar a su padre Geppetto.
T
AN PRONTO COMO Pinocho se sintió libre del peso durísimo y humillante de aquel collar en torno a su cuello, huyó a través de los campos y no se detuvo ni un minuto hasta que alcanzó el camino real, que debía llevarlo a la casita del Hada.
Cuando llegó al camino real, se volvió hacia atrás, a mirar la llanura, y distinguió perfectamente a simple vista el bosque donde, para su desgracia, había encontrado a la Zorra y al Gato; vio, entre los árboles, la copa de aquella Gran Encina de la que lo habían colgado por el cuello; pero por más que miró a todos los lados no consiguió ver la casita de la hermosa niña de cabellos azules.
Tuvo entonces una especie de triste presentimiento y, empezando a correr con todas las fuerzas que le quedaban en las piernas, se encontró en pocos minutos en el prado donde se había alzado la casita blanca. Pero la casita blanca ya no estaba allí. Había, en su lugar, una pequeña lápida de mármol en la que se leían, en letras mayúsculas, estas dolorosas palabras:
AQUÍ YACE
LA JOVEN DE CABELLOS AZULES
MUERTA DE DOLOR
POR HABER SIDO ABANDONADA
POR SU HERMANITO PINOCHO
¡Podrán imaginar cómo se quedó el muñeco cuando, mal que bien, hubo descifrado aquellas palabras! Cayó de bruces al suelo y, cubriendo con mil besos el mármol funerario, estalló en llanto.
Lloró toda la noche y a la mañana siguiente, al hacerse de día, continuaba llorando aunque no le quedaban lágrimas en los ojos; y sus gritos y lamentos eran tan agudos y desgarradores que todas las colinas circundantes repetían su eco.
Mientras lloraba, decía:
—¡Oh, Hadita mía! ¿Porqué has muerto?… ¿Por qué, en tu lugar, no he muerto yo, que soy tan malo, mientras que tú eras tan buena?… Y mi padre, ¿dónde estará? ¡Oh, Hadita, dime dónde puedo encontrarlo porque quiero estar siempre con él y no dejarlo nunca, nunca, nunca!… ¡Oh, Hadita mía, dime que no es verdad que has muerto!… Si de verdad me quieres… si quieres a tu hermanito, revive… ¡vuelve otra vez viva!… ¿No te da pena verme solo y abandonado por todos?… Si llegan los asesinos, me colgarán de nuevo en la rama del árbol… Y entonces moriré para siempre. ¿Qué quieres que haga aquí, solo en este mundo? Ahora que te he perdido a ti y a mi padre, ¿quién me dará de comer? ¿Dónde dormiré? ¿Quién me hará la chaqueta nueva? ¡Oh, sería mejor, cien veces mejor, que también yo muriera!… ¡Sí quiero morir!… ¡Ay, ay, ay!…
Y mientras se desesperaba de esta manera, intentó arrancarse los cabellos; pero, como sus cabellos eran de madera, ni siquiera pudo darse el gusto de enredar en ellos los dedos.
En aquel momento pasó por el aire un enorme Palomo, el cual, parándose con las alas extendidas, le gritó desde gran altura:
—Dime, niño, ¿qué haces ahí abajo?
—¿No lo ves? ¡Lloro! —contestó Pinocho, levantando la cabeza hacia aquella voz y restregándose los ojos con la manga de la chaqueta.
—Dime -añadió entonces el Palomo—, ¿conoces por casualidad, entre tus camaradas, a un muñeco llamado Pinocho?
—¿Pinocho?… ¿Has dicho Pinocho? —repitió el muñeco, poniéndose en pie—. ¡Pinocho soy yo!
El Palomo, al oír la respuesta, bajó en picado y se posó en tierra. Era más grande que un pavo.
—¿Conoces entonces a Geppetto? —preguntó al muñeco.
—¿Que si lo conozco? ¡Es mi pobre padre! ¿Acaso te ha hablado de mí? ¿Me llevas con él? ¿Está aún vivo? ¡Contéstame, por favor! ¿Vive aún?
—Lo dejé hace tres días, en la playa.
—¿Qué hacía?
—Se fabricaba él solo un barquichuelo para atravesar el océano. Hace más de cuatro meses que el pobre hombre recorre el mundo en tu busca; y, como no te encuentra, se le ha metido en la cabeza buscarte en los lejanos países del Nuevo Mundo.
—¿Cuánto hay de aquí a la playa? —preguntó Pinocho, con afanosa ansia.
—Más de mil kilómetros.
—¿Mil kilómetros? ¡Oh, Palomo, qué estupendo si pudiera tener tus alas!
—Si quieres venir, te llevo.
—¿Cómo?
—A caballo sobre mi grupa. ¿Pesas mucho?
—¿Pesar? ¡Nada de eso! Soy ligero como una pluma.
Y, sin esperar a más, Pinocho saltó a la grupa del Palomo; puso una pierna a cada lado, como hacen los jinetes, y gritó, muy contento:
—¡Galopa! ¡Galopa, caballito, que tengo prisa por llegar!
El Palomo remontó el vuelo y en pocos minutos estuvo tan alto que casi tocaban las nubes. En aquella extraordinaria altura, el muñeco tuvo la curiosidad de volverse a mirar; y sintió tanto miedo y tal vértigo que, para evitar caerse, se aferró muy, muy fuerte al cuello de su cabalgadura de plumas.
Volaron todo el día. Al hacerse de noche, el Palomo dijo:
—¡Tengo mucha sed!
—¡Y yo mucha hambre! —añadió Pinocho.
—Parémonos unos minutos en este palomar; luego continuaremos el viaje, para estar mañana al amanecer en la playa.
Entraron en un palomar desierto donde sólo había una palangana llena de agua y un cestillo repleto de arvejas.
El muñeco no había podido tragar las arvejas en su vida; según él, le daban náuseas, le revolvían el estómago; pero aquella noche se dio un hartazgo y, cuando casi las había acabado, se volvió hacia el Palomo y le dijo:
—¡Nunca hubiera creído que las arvejas fueran tan buenas!
—Hay que convencerse, muchacho —replicó el Palomo—, de que cuando se tiene hambre de verdad y no hay otra cosa que comer, hasta las arvejas resultan exquisitas. ¡El hambre no tiene caprichos ni glotonerías!
Una vez tomado, rápidamente, este pequeño refrigerio, continuaron viaje. A la mañana siguiente llegaron a la playa.
El Palomo depositó a Pinocho en tierra y, no queriendo siquiera que le dieran las gracias por haber hecho tan buena acción, se remontó inmediatamente y desapareció.
La playa estaba llena de gente que gritaba y gesticulaba, mirando hacia el mar.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Pinocho a una viejecita.
—Ha ocurrido que un pobre padre, habiendo perdido a su hijo, ha querido embarcarse en una barquichuela para ir a buscarlo al otro lado del mar; y el mar está hoy muy malo, y el barquichuelo, a punto de hundirse…
—¿Dónde está el barquichuelo?
—Allá, a lo lejos, donde señalo con el dedo —dijo la vieja, indicando una pequeña barca que, vista desde aquella distancia, parecía un cascarón de nuez, con un hombrecito muy pequeño dentro.
Pinocho fijó los ojos en aquel sitio y, tras haber mirado atentamente, lanzó un chillido agudísimo, gritando:
—¡Es mi padre! ¡Es mi padre!
Entretanto, el barquichuelo, batido por la furia de las olas, desaparecía entre las grandes ondas, volvía a flotar; y Pinocho, erguido en lo alto de una roca, no dejaba de llamar a su querido padre por su nombre y de hacerle señas con las manos, con el pañuelo y hasta con el gorro que tenía en la cabeza.
Y pareció que Geppetto, aunque estaba muy lejos de la playa, había reconocido a su hijo, porque se quitó el gorro también él y lo saludó, y, a fuerza de ademanes, le dio a entender que volvería de buena gana, pero que el mar estaba tan picado que le impedía maniobrar con los remos para acercarse a tierra.
De repente se alzó una terrible ola y la barca desapareció. Esperaron a que la barca volviese a flote, pero no se la vio aparecer.
—¡Pobre hombre! -dijeron entonces los pescadores que se habían reunido en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, se dispusieron a regresar a sus casas.