Pero he aquí que oyeron un desesperado grito y, volviéndose hacia atrás, vieron a un muchachito que desde la cima de una roca se arrojaba al mar, gritando:
—¡Quiero salvar a mi padre!
Pinocho, como era todo de madera, flotaba fácilmente y nadaba como un pez. Se le veía desaparecer bajo el agua, a causa del ímpetu de la marea, y asomar una pierna o un brazo, a gran distancia de la tierra. Al final lo perdieron de vista y ya no lo vieron más.
—¡Pobre muchacho! —dijeron entonces los pescadores que se habían reunido en la playa; y, murmurando en voz baja una plegaria, regresaron a sus casas.
Pinocho llega a la isla de las Abejas Industriosas y encuentra de nuevo al Hada.
P
INOCHO ANIMADO POR la esperanza de llegar a tiempo para ayudar a su pobre padre, nadó toda la noche.
¡Qué horrible noche fue aquélla! ¡Diluvió, granizó, tronó espantosamente, con tales relámpagos que parecía de día!
Al amanecer; logró ver no muy lejos una larga franja de tierra. Era una isla en medio del mar.
Entonces se esforzó por acercarse a la playa; pero inútilmente. Las olas lo enviaban de una a otra, como si fuera un palito o una pajita. Finalmente, por suerte, vino una ola tan potente e impetuosa que lo lanzó sobre la arena de la playa.
El golpe fue tan fuerte que, al dar en tierra, le crujieron todas las costillas y todas las coyunturas; pero se consoló pronto, diciendo:
—¡También esta vez salí bien librado!
Mientras tanto, el cielo se serenó poco a poco, el sol apareció en todo su esplendor y el mar se quedó tan tranquilo y apacible como el aceite.
El muñeco tendió sus ropas a secar al sol y empezó a mirar aquí y allá, intentando distinguir en aquella inmensa extensión de agua un barquichuelo con un hombrecillo dentro. Pero, tras haber mirado muy bien, no vio otra cosa que cielo, mar y alguna vela de barco, pero tan lejana que parecía una mosca.
—¡Si al menos supiera cómo se llama esta isla! —se decía. ¡Si supiera al menos si esta isla está habitada por gente amable, quiero decir por gente que no tenga el hábito de colgar a los niños de las ramas de los árboles! Pero, ¿a quién puedo preguntárselo? ¿A quién, si aquí no hay nadie?
Esta idea de encontrarse solo, solo, solo, en medio de aquella gran región deshabitado le causó una melancolía tal que estaba a punto de llorar; de repente, vio pasar a poca distancia de la orilla un gran pez, que iba tranquilamente a sus cosas con la cabeza fuera del agua.
No sabiendo cuál era su nombre, el muñeco le gritó en voz alta, para hacerse oír:
—¡Eh, señor Pez! ¿Me permite una palabra?
—Y también dos —contestó el pez, que era un Delfín tan amable como se encuentran pocos en todos los mares del mundo.
—¿Me haría el favor de decirme si en esta isla hay pueblos donde pueda comer sin peligro de ser comido?
—Seguro que los hay —respondió el Delfín—. Más aún, encontrarás uno no muy lejos de aquí.
—¿Qué camino hay que seguir para llegar a él?
—Tienes que caminar por ese sendero, a mano izquierda, y continuar siempre recto. No puedes perderte.
—Dígame otra cosa. Usted, que se pasea día y noche por el mar, ¿no habrá encontrado, por casualidad, un barquichuelo con mi padre dentro?
—¿Y quién es tu padre?
—Es el padre más bueno del mundo, y yo soy el hijo más malo que pueda existir.
—Con la tempestad que ha habido esta noche —contestó el Delfín—, el barquichuelo se habrá hundido.
—¿Y mi padre?
—A estas horas se lo habrá tragado el terrible Tiburón que desde hace unos días está sembrando el exterminio y la desolación en nuestras aguas.
—¿Es muy grande ese Tiburón? —preguntó Pinocho, que ya empezaba a temblar de miedo.
—¿Que si es grande? —replicó el Delfín—. Para que puedas hacerte una idea, te diré que es más grande que una casa de cinco pisos; y tiene una bocaza tan ancha y tan profunda que podría tragarse cómodamente todo un tren, con la máquina encendida.
—¡Mi madre! —gritó el muñeco, espantado; se vistió a toda prisa, se volvió hacia el Delfín y le dijo-: ¡Hasta la vista, señor Pez! ¡Perdone las molestias y mil gracias por su amabilidad!
En cuanto dijo esto se fue por la senda, a paso ligero; tan ligero que casi parecía que corría. Al ruido más pequeño que escuchaba, todo era volverse a mirar hacia atrás, de miedo de verse perseguido por aquel terrible Tiburón, grande como una casa de cinco pisos y con un tren en la boca.
Tras media hora de camino llegó a un pueblecito llamado el Pueblo de las Abejas Industriosas. Las calles hormigueaban de personas que corrían de un lado a otro para atender a sus asuntos; todos trabajaban, todos tenían algo que hacer. Ni buscándolo con lupa se podía encontrar un holgazán o un vagabundo.
—¡Está claro! —dijo, muy pronto, el perezoso Pinocho—. ¡Este pueblo no es para mí! Yo no he nacido para trabajar.
Mientras tanto, el hambre lo atormentaba, pues había pasado veinticuatro horas sin comer nada, ni siquiera un plato de arvejas.
¿Qué hacer?
Sólo le quedaban dos recursos para quitarse el hambre: o buscar un trabajo o pedir limosna de unos centavos o un pedazo de pan.
Se avergonzaba de pedir limosna, porque su padre siempre le había dicho que sólo tienen derecho a pedir limosna los viejos y los enfermos. En este mundo, los verdaderos pobres, merecedores de asistencia y compasión, no son más que aquellos que por razones de vejez o enfermedad se ven condenados a no poder ganarse el pan con el trabajo de sus manos. Todos los demás tienen la obligación de trabajar; si no trabajan, pasan hambre.
En aquel instante pasó por la calle un hombre muy sudoroso y jadeante, que tiraba con esfuerzo de dos carros cargados de carbón.
A Pinocho le pareció que tenía aspecto de buena persona; así que se le acercó y, bajando los ojos avergonzado, le dijo en voz baja:
—¿Me haría la caridad de dar me un centavo? Me estoy muriendo de hambre.
—No sólo un centavo —contestó el carbonero—; te daré cuatro con tal de que me ayudes a llevar hasta mi casa estos dos carros de carbón.
—¡Me asombra! —contestó el muñeco, casi ofendido— ¡Ha de saber que nunca he hecho de asno, que jamás he tirado de un carro!
—¡Mejor para ti! —respondió el carbonero—. Entonces, muchacho, cuando de verdad te mueras de hambre, cómete dos tajadas de tu soberbia; y ten cuidado, no vayas a pescarte una indigestión.
Minutos después pasó por la calle un albañil que llevaba al hombro un balde de arena y cemento.
—Señor mío, ¿haría la caridad de darle un centavo a un pobre muchacho que bosteza de hambre?
—¡Encantado! Ven conmigo —contestó el albañil— y, en vez de un centavo, te daré cinco.
—¡Pero la carga es pesada! —replicó Pinocho—. Y yo no quiero cansarme.
—Si no quieres cansarte, muchacho, diviértete bostezando, y buen provecho te haga.
En menos de media hora pasaron otras veinte personas y Pinocho les pidió a todas una limosna, pero todas le contestan:
—¿No te da vergüenza? ¡En vez de hacer el haragán por las calles, vete a buscar trabajo y aprende a ganarte el pan!
Por último pasó una buena mujercita, que llevaba dos cántaros de agua.
—¿Me permite, buena mujer, que beba un sorbo de agua de su cántaro? —dijo Pinocho, que se moría de sed.
—Bebe, muchacho —dijo la mujercita, posando los dos cántaros en el suelo.
Cuando Pinocho hubo bebido como una esponja, farfulló a media voz, mientras se secaba la boca:
—¡La sed ya se me ha quitado! ¡Ojalá pudiera quitarme el hambre!
La buena mujercita, oyendo estas palabras, añadió en seguida:
—Si me ayudas a llevar a casa uno de estos cántaros de agua, te daré un trozo de pan.
Pinocho miró el cántaro y no dijo ni que sí ni que no.
—Y, con el pan, te daré un buen plato de coliflor, guisada con aceite y vinagre —añadió la buena mujer.
Pinocho echó otra ojeada al cántaro y no contestó ni que sí ni que no.
—Y después de la coliflor, te daré un rico dulce relleno de licor dulce.
Ante la seducción de esta última golosina, Pinocho no pudo resistir más; hizo de tripas corazón, y dijo:
—¡Le llevaré el cántaro hasta su casa!
El cántaro era muy pesado y el muñeco, sin fuerzas para llevarlo en las manos, se resignó a llevarlo en la cabeza.
Llegados a la casa, la buena mujercita hizo sentar a Pinocho ante una mesita y le puso delante el pan, la coliflor guisada y el dulce. Pinocho no comió, devoró.
Cuando se calmaron poco a poco los rabiosos mordiscos del hambre, levantó la cabeza para dar las gracias a su benefactora; pero aún no había acabado de clavar la mirada en su rostro cuando lanzó un ¡oh! de asombro y se quedó como embrujado, con los ojos fuera de las órbitas, el tenedor en el aire y la boca llena de pan y de coliflor.
—¿A qué se debe todo ese asombro? —preguntó, riéndose, la buena mujer.
—Es que… -contestó balbuceando Pinocho, es que… es que… usted se parece… usted me recuerda…, sí, sí, sí… la misma voz… los mismos ojos… los mismos cabellos… sí, sí, sí… también tiene los cabellos azules… ¡Como ella!… ¡Oh, Hada mía! Dime que eres en verdad el Hada. ¡No me hagas llorar más!
Y, mientras hablaba así, Pinocho rompió a llorar desesperadamente y, echándose al suelo, se abrazó a las rodillas de aquella misteriosa mujercita.
Pinocho promete al Hada ser bueno y estudiar, porque está harto de ser un muñeco y quiere convertirse en un niño bueno.
A
L PRINCIPIO, LA buena mujercita empezó a decir que ella no era la pequeña Hada de cabellos azules; pero luego, viéndose descubierta y no queriendo prolongar la comedia, acabó por darse a conocer y le dijo a Pinocho:
—¡Muñeco travieso! ¿Cómo te has dado cuenta de que era yo?
—Mi cariño la descubrió.
—¿Te acuerdas? Me dejaste niña y ahora me encuentras mujer, tan mujer que casi podría ser tu mamá.
—Me encanta, porque así, en vez de hermanita, la llamaré mamá. Hace tanto tiempo que ansío tener una mamá como todos los niños… ¿Pero qué ha hecho para crecer tan de prisa?
—Es un secreto.
—Enséñemelo; también yo quisiera crecer un poco. ¿No ve? Sigo siendo pequeño.
—¡Pero tú no puedes crecer! -replicó el Hada.
—¿Por qué?
—Porque los muñecos no crecen nunca. Nacen como muñecos, viven como muñecos y mueren como muñecos.
—¡Oh! ¡Estoy harto de ser siempre un muñeco! —gritó Pinocho—. ¡Ya es hora de que sea yo también un hombre como los demás!
—Y lo serás, si sabes merecértelo…
—¿De veras? ¿Y qué puedo hacer para merecerlo?
—Una cosa facilísima: acostumbrarte a ser un niño bueno.
—¿Es que no lo soy?
—¡Qué vas a serlo! Los niños buenos son obedientes y tú…
—Yo no obedezco nunca.
—Los niños buenos tienen amor al estudio y al trabajo y tú…
—Y yo soy un holgazán y un vagabundo todo el año.
—Los niños buenos dicen siempre la verdad y tú…
—Y yo siempre mentiras.
—Los niños buenos van de buen grado a la escuela…
—Y a mí la escuela me pone la carne de gallina. Pero de hoy en adelante quiero cambiar de vida.
—¿Me lo prometes?
—Lo prometo. Quiero convertirme en un niño bueno y quiero ser el consuelo de mi padre… ¿Dónde estará mi pobre padre a estas horas?
—No lo sé.
—¿Tendré la suerte de volver a verlo y abrazarlo?
—Creo que sí; estoy casi segura.
El contento de Pinocho ante esta respuesta fue tal, que tomó las manos del Hada y empezó a besárselas con tanto entusiasmo que parecía fuera de sí. Después, alzando el rostro y mirándola cariñosamente, le preguntó:
—Dime, mamita, ¿así que no es verdad que te habías muerto?
—Parece que no —contestó sonriendo el Hada.
—Si supieras qué dolor y qué nudo en la garganta tuve cuando leí «Aquí yace…»
—Lo sé, y por eso te he perdonado. La sinceridad de tu dolor me hizo comprender que tenías buen corazón, y de los niños de buen corazón, aunque sean un poco traviesos y mal criados, siempre se puede esperar algo; es decir, siempre se puede esperar que vuelvan al buen camino. Por eso he venido a buscarte hasta aquí y seré tu mamá…
—¡Oh, qué estupendo! —gritó Pinocho, saltando de alegría.
—Tú me obedecerás y harás siempre lo que yo diga.
—¡Encantado, encantado, encantado!
—Desde mañana —añadió el Hada—, empezarás a ir a la escuela. Pinocho se puso de pronto un poco menos alegre.
—Después escogerás un oficio que te guste. Pinocho se puso serio.
—¿Qué refunfuñas entre dientes? —preguntó el Hada, con acento dolido.
—Decía —rezongó el muñeco a media voz— que me parece un poco tarde para ir a la escuela.
—No, señor. No olvides que nunca es tarde para aprender e instruirse.
—Pero yo no quiero trabajar…
—¿Por qué?
—Porque el trabajar me fatiga.
—Hijo mío —dijo el Hada—, los que dicen eso acaban siempre en la cárcel o en el hospital. El hombre, para que lo sepas, nazca rico o pobre, está obligado a hacer algo en este mundo, a ocuparse en algo, a trabajar. ¡Ay de quien se deje atrapar por el ocio! El ocio es una enfermedad feísima y hay que curarla en seguida, desde pequeñitos; si no, de mayores no se cura nunca.
Estas palabras llegaron al alma de Pinocho, el cual, levantando vivazmente la cabeza, le dijo al Hada:
Estudiaré, trabajaré, haré todo lo que me digas, porque ya estoy aburrido de la vida de muñeco y quiero a toda costa convertirme en un niño. Me lo has prometido, ¿no es verdad?
—Te lo he prometido y ahora depende de ti.
Pinocho va con sus compañeros de escuela a la orilla del mar, para ver al terrible Tiburón.
A
L DÍA SIGUIENTE, Pinocho fue a la escuela pública. ¡Figúrense a aquellos traviesos niños cuando vieron entrar en su escuela a un muñeco! Fue una risotada que no acababa nunca. Uno le gastaba una broma y el de más allá, otra; uno le quitaba el gorro de la mano, otro le tiraba de la chaqueta por detrás; alguno intentaba pintarle con tinta unos grandes bigotes bajo la nariz, y hasta hubo quien quiso atarle unos hilos a los pies y a las manos, para hacerlo bailar.
Durante un rato, Pinocho les dejó hacer con la mayor tranquilidad; pero por fin, viendo que se le acababa la paciencia, se volvió a los que más lo asediaban y se burlaban de él y les dijo resueltamente: