—¡Abran! Soy el hombrecillo, soy el conductor del carro que los trajo a este país. Abran inmediatamente, o ¡ay de ustedes!
Convertido en un burro de verdad y puesto a la venta, lo compra el director de una compañía de payasos, para enseñarles a bailar y a saltar los aros; pero una noche se queda cojo y entonces lo compra otro, para hacer un tambor con su piel.
V
IENDO QUE LA puerta no se abría, el hombrecillo le dio una violentísima patada; tan pronto como entró en la habitación, dijo a Pinocho y a Mecha, con su risita de siempre:
—¡Buenos chicos! Han rebuznado tan bien que los he reconocido en seguida por la voz. Y aquí estoy.
Ante tales palabras, los dos borriquillos se quedaron muy mohínos, con la cabeza gacha, las orejas bajas y el rabo entre las patas.
Antes de todo, el hombrecillo los alisó, los acarició, los palpó; después, sacando un peine, empezó a peinarlos muy bien.
Cuando, a fuerza de peinarlos, los dejó brillantes como espejos, les puso el cabezal y los llevó a la plaza del mercado, con la esperanza de venderlos y de embolsarse una buena ganancia.
En efecto, los compradores no se hicieron esperar.
A Mecha lo compró un campesino a quien se le había muerto el asno el día anterior, y Pinocho fue vendido al director de una compañía de payasos y saltimbanquis, el cual lo compró para amaestrarlo y hacerlo luego saltar y bailar con los demás animales de la compañía.
¿Han comprendido ya, mis pequeños lectores, cuál es el oficio de aquel hombrecillo? Ese horrible monstruo, cuyo aspecto era todo mieles, iba de vez en cuando con un carro a correr mundo; por el camino recogía con promesas y zalamerías a todos los niños perezosos que se aburrían con los libros y la escuela; y tras haberlos cargado en su carro, los llevaba al País de los Juguetes para que pasaran todo el tiempo entre juegos, algazara y diversiones. Después, cuando aquellos pobres ilusos, a fuerza de jugar siempre y de no estudiar nunca, se convertían en burros, entonces, muy alegre y contento, se apoderaba de ellos y los llevaba a vender en ferias y mercados. Y, así, en pocos años había hecho mucho dinero y se había convertido en millonario. Lo que ocurrió con Mecha no lo sé; lo que sí sé es que Pinocho llevó, desde los primeros días, una vida durísima y lamentable.
Cuando lo condujeron al establo, el nuevo amo le llenó el pesebre de paja; pero Pinocho, tras haber probado un bocado, la escupió.
Entonces el amo, gruñendo, le llenó el pesebre de heno; pero tampoco le gustó el heno.
—¡Ah! ¿No te gusta tampoco el heno? —gritó el amo, enfadado—. ¡Espera un poco, borriquillo, que si tienes caprichos ya me ocuparé de quitártelos!…
Y, a título de corrección, le propinó un latigazo en las patas.
Pinocho empezó a llorar y a rebuznar de dolor y, rebuznando, dijo:
—¡I-a, i-a, no puedo digerir la paja!…
—¡Pues cómete el heno! —replicó el amo, que entendía perfectamente el dialecto asnal.
—¡I-a, i-a, el heno me da dolor de tripas!…
—¿Es que pretendes que a un asno como tú lo mantenga a base de pechugas de pollo y gelatina de capón? —añadió el amo, enfadándose cada vez más y propinándole un segundo latigazo.
Ante este segundo latigazo, Pinocho, por prudencia, se calló de inmediato y no dijo nada más.
Después cerraron el establo y Pinocho se quedó solo; y como hacía muchas horas que no había comido, empezó a bostezar de apetito. Y, al bostezar, abría una boca que parecía un horno.
Por último, al no encontrar nada más en el pesebre, se resignó a masticar un poco de heno; y tras haberlo masticado bien, cerró los ojos y se lo tragó.
—Este heno no es tan malo —se dijo para sí—, ¡pero hubiera sido mejor continuar estudiando!… A estas horas, en vez de heno podría comer un pedazo de pan tierno y una buena ración de salchichón… ¡Paciencia!…
A la mañana siguiente, al despertarse, buscó enseguida en el pesebre otro poco de heno; pero no lo encontró, pues se lo había comido todo por la noche.
Entonces cogió un bocado de paja triturada; pero mientras la masticaba advirtió que el sabor de la paja triturada no se parecía nada al arroz a la milanesa ni a los macarrones a la napolitana
—¡Paciencia! —repitió, mientras seguía masticando—. ¡Al menos, que mi desgracia pueda servir de lección a todos los niños desobedientes que no tienen ganas de estudiar!… ¡Paciencia!… ¡Paciencia!
—¡Paciencia, un cuerno! —chilló el amo, entrando en ese momento en el establo—. ¿Acaso, crees, borriquillo, que te he comprado únicamente para darte de beber y comer? Te he comprado para que trabajes y me des a ganar muchos centavos.
¡De modo que arriba, vamos! Ven conmigo al circo y allí te enseñaré a saltar los aros, a romper con la cabeza los toneles de papel y a bailar el vals y la polca sobre las patas de atrás.
El pobre Pinocho, de grado o por fuerza, tuvo que aprender todas esas cosas; pero, para aprenderlas, necesitó tres meses de lecciones y muchos latigazos.
Por fin llegó el día en que su amo pudo anunciar un espectáculo realmente extraordinario. Los cartelones de diversos colores, pegados en las esquinas de las calles, decían así:
GRAN ESPECTÁCULO DE GALA
ESTA NOCHE
TENDRÁN LUGAR LOS HABITUALES SALTOS
Y EJERCICIOS SORPRENDENTES
Realizados por los artistas y todos los caballos
de ambos sexos de la Compañía, y además
Será presentado por primera vez
el famoso
Burro
PINOCHOLLAMADO
«LA ESTRELLA DE LA DANZA»
El teatro estará espléndidamente iluminado
Aquella noche, como pueden figurarse, el teatro estaba lleno hasta los topes antes de que comenzase el espectáculo.
No se encontraba ni una butaca, ni un asiento preferente, ni un palco, aunque se pagase a peso de oro.
Las gradas del circo hormigueaban de niños, de niñas y de muchachos de todas las edades, enfebrecidos por el deseo de ver bailar al famoso burro Pinocho.
Acabada la primera parte del espectáculo, el director de la Compañía, de levita negra, calzones blancos y botas de piel hasta las rodillas, se presentó al numerosísimo público y, haciendo una gran reverencia, recitó con gran solemnidad el siguiente disparatado discurso:
«¡Respetable público, caballeros y damas!
»Estando de paso el humilde que esto suscribe por esta ilustre metropolitana, he querido procrearme el honor además del placer de presentar a este inteligente y conspicuo auditorio un célebre borriquillo, que ya tuvo el honor de bailar en presencia de Su Majestad el Emperador de todas las Cortes principales de Europa.
»Y dándoos las gracias, ayudadnos con vuestra animadora presencia y excusadnos».
Este discurso fue acogido con muchas carcajadas y muchos aplausos; pero los aplausos se redoblaron y se convirtieron en una especie de huracán al aparecer el burro Pinocho en el centro del circo. Estaba engalanado de fiesta. Tenía una brida nueva de piel brillante, con hebillas y tachuelas de latón, dos camelias blancas en las orejas, las crines divididas en muchos rizos atados con lazos de seda roja, una gran faja de oro y plata le atravesaba el pecho, y su cola estaba trenzada con galones de terciopelo amaranto y celeste. ¡En suma, era un borriquillo adorable!
El director, al presentarlo al público, agregó estas palabras:
«¡Mis respetables auditores! No les voy a contar mentiras sobre las grandes dificultades superadas por mí para comprender y subyugar a este mamífero, mientras pacía libremente de montaña en montaña en las llanuras de la zona tórrida.
»Observen cuánto salvajismo exuda de sus ojos, o sea es decir, que habiéndose revelado vanidosos todos los medios para domesticarlo a la vida de los cuadrúpedos civiles, he debido recurrir más de una vez al afable dialecto del látigo. Pero cada amabilidad mía, en vez de hacerme querer por él, le ha maleado más el alma. Pero yo, siguiendo el sistema de Gales, encontré en su cráneo un pequeño cartago óseo que la propia Facultad Médica de París reconoce que es el bulbo regenerador de los cabellos y de la danza pírrica. Y por eso lo quise amaestrar en el baile, además de en los relativos saltos de aro y de los toneles forrados de papel. ¡Admírenlo y después júzguenlo! Pero antes de despedirme de ustedes, permitan, señores, que los invite al diurno espectáculo de mañana por la noche; y en la apoteosis de que el tiempo lluvioso amenazase lluvia, entonces el espectáculo, en vez de mañana por la noche, será anticipado a mañana por la mañana, a las once horas antemeridianas del mediodía».
Y aquí el director hizo otra profundísima reverencia, y después, volviéndose a Pinocho, le dijo:
—¡Ánimo, Pinocho! ¡Antes de dar principio a tus ejercicios, saluda al respetable público, caballeros, damas y niños!
Pinocho, obediente, dobló las rodillas delanteras hasta el suelo y permaneció arrodillado hasta que el director, restallando el látigo, le gritó:
—¡Al paso!
Entonces el burro se alzó sobre las cuatro patas y empezó a dar vueltas al circo, caminando siempre al paso.
Poco después, el director gritó:
—¡Al trote!
Y Pinocho, obediente a la orden, cambió su paso por un trote.
—¡Al galope!
Y Pinocho empezó a galopar.
—¡A la carrera!
Y Pinocho empezó una veloz carrera. Mientras corría como un loco, el director, alzando el brazo, descargó un disparo al aire.
Al oír el disparo, el burro, fingiéndose herido, cayó tendido en el circo, como si de verdad estuviera moribundo.
Cuando se levantó del suelo, en medio de una salva de aplausos y de chillidos que llegaban al cielo, se le ocurrió alzar la cabeza y mirar hacia arriba… y, al mirar, vio en un palco a una hermosa dama que llevaba en el cuello un gran collar de oro, del que pendía un medallón. En el medallón estaba pintado el retrato de un muñeco. «¡Ese es mi retrato!… ¡Esa dama es el Hada!», pensó Pinocho, reconociéndola en seguida; y, dejándose llevar por su alegría, trató de gritar:
—¡Oh, Hadita mía! ¡Oh, Hadita mía! Pero, en vez de estas palabras, le salió de la garganta un rebuzno tan sonoro y prolongado que hizo reír a todos los espectadores, y en especial a todos los niños que estaban en el teatro.
Entonces el director, para enseñarle y darle a entender que no es de buena crianza ponerse a rebuznar ante el público, le dio, con el mango del látigo, un golpetazo en la nariz. El pobre burro, sacando un palmo de lengua, se entretuvo lamiéndose la nariz sus buenos cinco minutos, creyendo quizá alivio así el dolor que sentía. ¡Pero cuál fue su desesperación cuando, al volverse por segunda vez hacia arriba, vio que el palco estaba vacío y que el Hada había desaparecido!
Se sintió morir; los ojos se le llenaron de lágrimas y empezó a llorar desesperadamente. Pero nadie lo advirtió y mucho menos el director, que, restallando el látigo, gritó:
—¡Adelante, Pinocho! Haz ver ahora a estos señores con qué gracia sabes saltar los aros.
Pinocho lo intentó dos o tres veces; pero siempre que llegaba delante del aro, en vez de atravesarlo, pasaba cómodamente por debajo. Por último dio un salto y lo atravesó; pero las patas traseras se le quedaron malamente retenidas en el aire y cayó al suelo por el otro lado, como un fardo.
Cuando se levantó, estaba cojo, y a duras penas pudo regresar a la cuadra.
—¡Que salga Pinocho! ¡Queremos el burrito! ¡Que salga el burrito! gritaban los niños del patio de butacas, apiadados y conmovidos por el tristísimo suceso.
Pero el burrito no se dejó ver más aquella noche.
A la mañana siguiente, el veterinario, o sea el médico de los animales, lo visitó y declaró que se quedaría rengo para toda su vida.
Entonces el director le dijo a su mozo de cuadra:
—¿Qué quieres que haga con un burro cojo? Se comería gratis mi pan. Llévatelo a la plaza y revéndelo.
Llegados a la plaza, encontraron en seguida un comprador, que preguntó al mozo de cuadra:
—¿Cuánto quieres por este burro cojo?
—Veinte liras.
—Te doy veinte centavos. No creas que lo compro para utilizarlo; lo compro únicamente por su piel. Veo que tiene la piel muy dura y pienso hacer con su piel un tambor para la banda de música de mi pueblo.
¡Los dejo imaginar, muchachos, el «placer» del pobre Pinocho cuando oyó que estaba destinado a convertirse en tambor!
El caso es que el comprador, en cuanto pagó los veinte centavos, llevó al burro a una roca que estaba a orillas del mar; le puso una piedra al cuello, lo ató por una pierna a una cuerda que sujetaba en la mano, le dio repentinamente un empujón y lo arrojó al agua.
Pinocho, con aquel peso en el cuello, se fue muy pronto al fondo; y el comprador, con su cuerda bien agarrada en la mano, se sentó en la roca, esperando que el burro muriese ahogado para después quitarle la piel.
Pinocho, arrojado al mar, es comido por los peces y vuelve a ser muñeco, como antes; pero mientras nada para salvarse es engullido por el terrible Tiburón.
P
ASADOS CINCUENTA minutos desde que el burro estaba bajo el agua, el comprador se dijo, hablando consigo mismo:
—A estas horas mi pobre burro cojo estará completamente ahogado. Retirémoslo, pues, y hagamos con su piel ese tambor.
Y empezó a tirar de la cuerda con la que le había atado una pata; tira que te tirarás, por fin vio aparecer a flor de agua… ¿adivinan? En vez de un burro muerto, vio aparecer a flor de agua a un muñeco vivo que se retorcía como una anguila.
Viendo aquel muñeco de madera, el pobre hombre creyó soñar y se quedó atontado, con la boca abierta y los ojos fuera de las órbitas.
Cuando se recuperó un poco del primer asombro, dijo, llorando y balbuceando:
—¿Y dónde está el burro que tiré al mar?
—¡Aquel burro soy yo! —contestó el muñeco, riendo.
—¿Tú?
—Yo.
—¡Ah! ¡Tunante! ¿Es que pretendes burlarte de mí?
—¿Burlarme de usted? Nada de eso, querido amo; le hablo en serio.
—¿Cómo es posible que tú, que hace poco eras un burro, ahora, estando en el agua, te hayas convertido en un muñeco de madera?…
—Será efecto del agua de mar. El mar gasta esas bromas.
—¡Cuidado, muñeco, cuidado!… No creas que te vas a divertir a mi costa. ¡Ay de ti, como pierda la paciencia!
—Bueno, amo, ¿quiere saber toda la verdad de la historia?