Read Las cosas que no nos dijimos Online
Authors: Marc Levy
De pronto volvía a su mente la habitación de estudiante que ocupaba entonces. La mesa de madera junto a la ventana y esa vista única sobre los tejados del Observatorio; la silla de hojalata, la lámpara que parecía provenir de otro siglo; la cama con sus sábanas un poco ásperas que olían tan bien, dos amigas que vivían en el mismo rellano pero cuyos nombres permanecían cautivos del pasado. El bulevar Saint-Michel, que recorría a pie todos los días para llegar hasta la escuela de Bellas Artes. El pequeño café en la esquina con el bulevar Arago, y esa gente que fumaba en el mostrador mientras se tomaba un café con coñac por las mañanas. Sus sueños de independencia se hacían realidad, y no pensaba dejar que ningún flirteo alterara el curso de sus estudios. De la mañana a la noche y de la noche a la mañana Julia dibujaba. Había probado casi todos los bancos del jardín de Luxemburgo, recorrido cada uno de los caminos, se había tumbado en céspedes prohibidos para observar el torpe caminar de los pájaros, los únicos con permiso para posarse en la hierba. Había transcurrido el mes de octubre, y el alba de su primer otoño en París se había disipado en los primeros días grises de noviembre.
En el café Arago, una noche cualquiera, unos estudiantes de la Sorbona discutían con fervor lo que estaba ocurriendo en Alemania. Desde principios de septiembre, miles de alemanes del Este cruzaban la frontera húngara para tratar de pasar al Oeste. El día anterior eran un millón manifestándose en las calles de Berlín.
—¡Es un acontecimiento histórico! —había exclamado uno de aquellos estudiantes.
Se llamaba Antoine.
Y un torrente de recuerdos reavivó su memoria.
—Hay que ir allí —había propuesto otro.
Ése era Mathias. Me acuerdo de que fumaba sin parar, se enfadaba por cualquier cosa, hablaba sin tregua y, cuando ya no tenía nada que decir, canturreaba. Nunca había conocido a nadie que le tuviera tanto miedo al silencio.
Se había formado un grupito dispuesto a marcharse. Saldrían en coche esa misma noche, rumbo a Alemania. Turnándose al volante, llegarían a Berlín antes o justo después de mediodía.
¿Qué había llevado a Julia aquella noche a levantar la mano en mitad del café Arago? ¿Qué fuerza la había empujado hasta la mesa de los estudiantes de la Sorbona?
—¿Puedo ir con vosotros? —les había preguntado, acercándose.
Recuerdo cada palabra.
—Sé conducir y me he pasado el día durmiendo.
No era verdad.
—Podría aguantar al volante durante horas.
Antoine había consultado al resto de los presentes.
¿Era Antoine o Mathias?
Qué importa, puesto que la votación —casi por mayoría— había decidido integrarla al periplo que se preparaba.
—¡Una americana, se lo debemos a sus compatriotas! —había añadido Mathias, mientras que Antoine todavía dudaba.
Y había concluido, levantando la mano:
—Cuando vuelva a su país, algún día dará fe de la simpatía de los franceses por todas las revoluciones en curso.
Habían apartado las sillas, y Julia se había sentado en medio de sus nuevos amigos. Algo más tarde, habían intercambiado abrazos en el bulevar Arago, Julia había besado rostros que no conocía, pero, ya que formaba parte del viaje, tenía que despedirse de los que se quedaban en París. Mil kilómetros por delante, no había tiempo que perder. Aquella noche del 7 de noviembre, mientras subía por el muelle de Bercy, a orillas del Sena, Julia no imaginaba que ese paseo era su adiós a París y que jamás volvería a ver los tejados del Observatorio desde la ventana de su habitación de estudiante.
Senlis, Compiégne, Amiens, Cambrai, tantos y tantos nombres misteriosos escritos en los paneles que desfilaban ante sí, tantas y tantas ciudades desconocidas.
Antes de la medianoche iban ya camino de Bélgica, y, en Valenciennes, Julia cogió el volante.
En la frontera, a los agentes de aduanas les intrigó el pasaporte estadounidense que Julia les tendía, pero su carnet de estudiante de la escuela de Bellas Artes hizo las veces de salvoconducto, y el viaje prosiguió.
Mathias cantaba todo el rato, lo que irritaba a Antoine, pero yo me esforzaba por recordar las palabras que no siempre entendía, y eso me mantenía despierta.
Ese pensamiento hizo sonreír a Julia, y a éste siguieron otros muchos recuerdos. Primera parada en una área de servicio.
Contamos el dinero que teníamos entre todos; nos decidimos por unas baguettes de pan y unas lonchas de jamón.
Compraron una botella de Coca-Cola en su honor, de la que Julia al final apenas bebió un sorbo.
Sus compañeros de viaje hablaban demasiado de prisa, y muchas cosas se le escapaban. Ella que creía que tras seis años de clases de francés era bilingüe...
¿Por qué había querido papá que aprendiera esta lengua? ¿Sería en memoria de los meses que había vivido en Montreal?
Pero en seguida habían tenido que reemprender el viaje.
Después de pasar Mons, se equivocaron de salida de autopista en La Louviére. Cruzar Bruselas fue toda una aventura. Allí también hablaban francés, pero con un acento que lo hacía más comprensible para una americana, aunque desconociera por completo muchas expresiones. ¿Y por qué le hacía eso tanta gracia a Mathias, cuando un viandante les indicaba tan amablemente el camino para llegar a Lieja? Antoine volvió a calcular y dedujo que el rodeo les iba a costar una hora como mínimo, y Mathias suplicó que aceleraran. La revolución no los esperaría. Nuevo punto en el mapa, media vuelta inmediata, el camino por el norte sería demasiado largo, irían por el sur, dirección Dusseldorf.
Pero primero tenían que cruzar la provincia del Brabante flamenco. Allí ya nadie hablaba francés. ¡Qué extraordinario país este en el que se hablan tres lenguas tan distintas a tan sólo unos pocos kilómetros de distancia! «El de los cómics y el humor», había contestado Mathias, ordenándole que acelerara aún más. En las inmediaciones de Lieja, le pesaban los párpados, y el coche dio un inquietante bandazo.
Parada en el arcén para recuperarse del susto, regañina de Antoine, y Julia castigada al asiento trasero.
El castigo no fue doloroso, Julia no recordaría nunca el paso por el puesto fronterizo de Alemania Occidental. Mathias, que tenía un salvoconducto diplomático gracias a que su padre era embajador, engatusó al agente de aduanas para que no despertaran tan tarde a su hermanastra. Acababa de llegar de Estados Unidos.
Muy amable y comprensivo, el agente se contentó con inspeccionar los documentos que se habían quedado en la guantera.
Cuando Julia volvió a abrir los ojos, ya estaban llegando a Dortmund. Por unanimidad menos un voto —nadie la había consultado— habían decidido hacer una escala para desayunar en un café de verdad. Era la mañana del 8 de noviembre y, por primera vez en su vida, Julia despertaba en Alemania. Al día siguiente, el mundo que había conocido hasta entonces cambiaría radicalmente, arrastrando su vida de muchacha joven en su curso imprevisto.
Dejaron atrás Bielefeld y se aproximaron a Hannover. Julia retomó el volante. Antoine quiso oponerse, pero ni él ni Mathias se encontraban ya en estado de conducir, y Berlín aún quedaba lejos. Los dos cómplices se quedaron dormidos en seguida, y Julia pudo disfrutar por fin de unos cortos instantes de silencio. Ya estaban llegando a Helmstedt. Allí, cruzar no sería tan fácil. Ante sí, el alambre de espino delimitaba la frontera de Alemania Oriental. Mathias abrió un ojo y le ordenó a Julia que se apresurara a aparcar en la cuneta.
Se repartieron los papeles de la función que iban a interpretar: Mathias cogería el volante, Antoine se sentaría en el asiento del copiloto, y Julia, en el trasero. Su pasaporte diplomático sería clave para convencer a los agentes de aduanas de dejarlos proseguir su viaje. «Ensayo general», había ordenado Mathias. No debían decir palabra sobre su verdadero objetivo. Cuando les preguntaran el motivo de su viaje a la RDA, Mathias contestaría que iba a visitar a su padre, diplomático destinado en Berlín, Julia haría valer su nacionalidad americana y diría que su padre también era funcionario en Berlín. «¿Y yo?», había preguntado Antoine. «¡Tú te callas!», había contestado Mathias, volviendo a arrancar el motor.
A la derecha, un denso bosque de abetos bordeaba la carretera. En un claro aparecieron las moles oscuras del puesto fronterizo. La zona era tan vasta que parecía una estación de tránsito. El coche se metió entre dos camiones. Un agente les indicó que se cambiaran de fila. Mathias ya no sonreía.
Muy por encima de la cúspide de los árboles que desaparecían en la lejanía, se elevaban a un lado y a otro dos pilones atestados de focos. Apenas algo menos altos se erguían también cuatro miradores frente a frente. Un panel que indicaba «Marienvorn, Border Checkpoint» estaba colgado de las puertas con rejas que se cerraban al paso de cada vehículo.
En el primer control les ordenaron abrir el maletero. Procedieron a registrar el equipaje de Antoine y de Mathias, y Julia cayó en la cuenta entonces de que ella no llevaba ningún efecto personal. Volvieron a indicarles que avanzaran, un poco más lejos tuvieron que pasar por un corredor bordeado a un lado y a otro por barracones de chapa ondulada blanca donde comprobarían sus documentos de identidad. Un agente ordenó a Mathias que aparcara en la cuneta y lo siguiera. Antoine mascullaba que ese viaje era una locura, que lo había dicho desde el principio, y Mathias le recordó las consignas que habían convenido poco antes. Con la mirada Julia le preguntó lo que esperaba de ella.
Mathias cogió nuestros pasaportes, lo recuerdo como si fuera ayer. Siguió al agente. Antoine y yo lo esperamos, y aunque estábamos solos bajo esa lúgubre estructura de metal, no pronunciamos una sola palabra, respetando sus consignas al pie de la letra. Y entonces volvió Mathias, seguido por un militar. Ni Antoine ni yo podíamos adivinar lo que pasaría a continuación. El joven soldado nos miró por turnos. Le devolvió los pasaportes a Mathias y le indicó que podíamos pasar. Nunca antes había sentido tanto miedo, nunca había tenido esa sensación de intrusión que se te desliza bajo la piel y te hiela hasta el tuétano. El coche avanzó despacio hacia el punto de control siguiente y de nuevo se detuvo bajo un gigantesco hangar, donde todo volvió a empezar. Mathias se marchó otra vez en dirección a otros barracones y cuando por fin regresó, su sonrisa nos hizo comprender que esta vez teníamos vía libre hasta Berlín. Estaba prohibido abandonar la autopista antes de llegar a nuestro destino.
La brisa que soplaba en el paseo del viejo puerto de Montreal le provocó un escalofrío. Pero Julia no apartó los ojos de los rasgos de un hombre dibujados a carboncillo, un rostro surgido de otro tiempo, en un lienzo mucho más blanco que las chapas onduladas de los barracones erigidos en la frontera que en el pasado dividía Alemania.
Tomas, me encaminaba hacia ti. Éramos jóvenes despreocupados, y tú aún estabas vivo.
Tuvo que pasar más de una hora para que Mathias sintiera de nuevo ganas de cantar. Exceptuando algunos camiones, los únicos vehículos con los que se cruzaban o a los que adelantaban eran de la marca Trabant. Como si todos los habitantes de ese país hubieran querido poseer el mismo coche, para no competir jamás con el del vecino. El suyo debía de parecerles imponente, su Peugeot 504 destacaba en esa autopista de la RDA; no había un solo conductor que no lo contemplara maravillado cuando lo adelantaba.
Dejaron atrás Schermen, Theessen, Kópernitz, Magdeburgo y por fin Potsdam; sólo faltaban cincuenta kilómetros hasta Berlín. Antoine quería a toda costa ser el que condujera cuando se adentraran por las afueras de la capital. Julia se echó a reír, recordándoles que sus compatriotas habían liberado la ciudad hacía casi cuarenta y cinco años.
—¡Y allí siguen! —se había apresurado a replicar Antoine con un tono cortante.
—¡Con vosotros, los franceses! —le había contestado Julia en el mismo tono.
—¡Qué pesados sois los dos! —había concluido Mathias.
Y, de nuevo, habían permanecido callados hasta la siguiente frontera, en las puertas del islote occidental situado en mitad de Alemania Oriental; no habían dicho una palabra hasta entrar en la ciudad, cuando por fin Mathias había exclamado:
«Ich bin ein Berliner!»
Todos sus cálculos de itinerario resultaron equivocados. La tarde del 8 de noviembre llegaba casi a su fin, pero a ninguno le preocupaba el retraso acumulado. Estaban agotados, pero hacían caso omiso de su cansancio. En la ciudad la excitación era palpable, se notaba que algo iba a pasar. Antoine estaba en lo cierto; cuatro días antes, al otro lado del Telón de Acero, un millón de alemanes del Este se habían manifestado por su libertad. El Muro, con sus miles de soldados y de perros policía patrullando día y noche, había separado a los que se amaban, a los que vivían juntos y esperaban sin atreverse ya a creer en ello el momento en que por fin se reunirían de nuevo. Familias, amigos o simples vecinos, aislados desde hacía veintiocho años por cuarenta y tres kilómetros de hormigón, alambre de espino y miradores erigidos de manera tan brutal, en el transcurso de un triste verano que había marcado el inicio de la guerra fría.
Sentados a la mesa de un café, los tres amigos estaban alerta a lo que se decía a su alrededor. Antoine se concentraba lo mejor que podía, poniendo a prueba sus conocimientos de alemán aprendidos en el instituto, para traducir simultáneamente a Mathias y a Julia los comentarios de los berlineses. El régimen comunista ya no podía aguantar mucho. Algunos pensaban incluso que los puestos fronterizos no tardarían en abrirse. Todo había cambiado desde que Gorbachov había visitado la RDA en el mes de octubre. Un periodista del diario
Tagesspiegel,
que había acudido al café a tomarse una cerveza de prisa y corriendo, afirmaba que la redacción de su periódico se hallaba en plena ebullición.
Los titulares, que normalmente a esas horas ya estaban en las rotativas, todavía no se habían decidido. Se preparaba algo importante, no podía decir nada más.
Al caer la noche, el agotamiento del viaje había podido con ellos. Julia no podía reprimir los bostezos, y un hipo tenaz se apoderó de ella. Mathias lo intentó todo, primero darle sustos, pero cada uno de sus intentos se saldaba con una carcajada, y los respingos de Julia doblaban su intensidad. Antoine había intervenido entonces, imponiendo figuras de gimnasia acrobática para beber un vaso de agua con la cabeza hacia abajo y los brazos en cruz. El truco era infalible, pero pese a todo fracasó, y los espasmos se hicieron aún más fuertes. Algunos clientes del café propusieron otras estratagemas. Beberse una pinta de un tirón resolvería el problema, contener la respiración el mayor tiempo posible tapándose la nariz, tumbarse en el suelo y doblar las rodillas hacia el abdomen. Cada uno proponía su idea, hasta que un médico complaciente que estaba tomando una cerveza en la barra le dijo a Julia en un inglés casi perfecto que se fuera a descansar. Las ojeras que tenía daban fe de lo agotada que estaba. Dormir sería el mejor de los remedios. Los tres amigos se pusieron a buscar un albergue juvenil.