Las Dos Sicilias (14 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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»Cuando llegué aquí, el verano hacía recordar aún un poco a la primavera y especialmente los prados de alta hierba, aún no segada, poseían, según me pareció, una capacidad enorme de expresar infinitas cosas. Por lo menos así lo sentí, y no he de distinguir qué es lo real: si las cosas mismas o la impresión que de ellas tenemos. En esos días de transición en los que la primavera se convierte en verdadero verano, durante las primeras horas de la tarde, a menudo, casi diariamente, podían verse en el horizonte nubes ligeras como velos, aparición debida probablemente a la diferente densidad de las distintas capas de aire; y esas nubecillas no se elevaban muy alto en el cielo, sino que, cuando se mostraban, parecía como si el aire se enfriara suavemente; era como cuando una súbita ráfaga de viento pasa por los árboles y tejados y, por un momento, permanece suspendida, distinta del restante aire del día, antes de disiparse... pero este fenómeno no se relacionaba en modo alguno con una ráfaga de viento o con un enfriamiento real de la atmósfera, sino que el aire, en cierto modo, se veía penetrado por una sustancia igualmente transparente, pero mucho más vaga, o era sencillamente como un estremecimiento. Entonces me parecía experimentar infinitamente más de lo que soy capaz de expresar, o mejor dicho, creía recordar cosas caídas en un olvido de ensueño tan profundo que me parecía volver a vivir no sólo toda mi existencia, desde los días tan remotos que en modo alguno puedo haber vivido, sino además vivir muchos días de muchas otras vidas. Y cada vez que se manifestaba el fenómeno, que sobrevenía ese estremecimiento, lo sentían también los prados. Los recorría entonces un palpitar infinitamente más delicado que la más suave brisa, y sin embargo las hierbas permanecían inmóviles, o por lo menos, si se agitaban no lo hacían a causa de ese estremecimiento, sino que apenas se percibía una leve degradación en los claros colores de esa temblorosa campiña verde y plateada, es decir, exactamente un estremecimiento que conmovía tanto más al alma, en virtud de su carácter inasible.

»Y, tendido en mi sillón, esperaba todos los días a que se produjera ese extraño espanto de la naturaleza (porque, sin duda alguna, era un espanto); era como si también ella recordara de pronto algo y se espantara. Pero, ¿de qué podía acordarse? Podía recordar tanto algo pasado como algo aún por venir. Las terribles cosas que la naturaleza era capaz de sentir podían haber ocurrido ya o bien tener que ocurrir aún. Pero todo era como si esas cosas hubieran ocurrido sólo ayer o hubieran de ocurrir mañana, tan cerca estaba ya ese miedo. Pero, ¿miedo de qué? Desde luego, no del gran diluvio que sobrevino una vez, ni tampoco del incendio del mundo que igualmente habrá de sobrevenir algún día; uno está tan lejos en el pasado como el otro en el futuro. ¡Pero, qué significan para la naturaleza agua y fuego! ¿No es acaso, ella misma, agua y fuego? No, la naturaleza no se espantaba de sí misma, sino que el miedo debía de tener raíces más profundas: algún recuerdo o presentimiento de una catástrofe en sus propias células, o el miedo al nacimiento de la conciencia, o a la división de lo masculino y lo femenino, o al nacimiento de la voluptuosidad, o a la recíproca penetración de todo lo que vive, o a todas estas cosas al mismo tiempo: al amor.

»Pero en todo caso no era miedo a la muerte. No a la muerte, pues ésta en sí misma no es nada. Espantosa —del mismo modo que llamamos espantosos a los dioses—, espantosa sólo es la vida. Y yo permanecía tendido, y miraba la vida, que se espantaba de sí misma. Y ya no temía, ya no sentía miedo.

»Esto fue aproximadamente lo que experimenté; o, mejor dicho, así debe de haber sido. Sin embargo, bien sé que no he conseguido darte una idea del carácter singular de mi experiencia. Lo singular de ella, como no dejo de sentirlo continuamente, está por debajo de la superficie de las palabras, esas curiosas estructuras capaces de transmitir representaciones más en virtud de su imprecisión que de su exactitud. En efecto, cuanto más oculta esté una cosa en la realidad, de modo tanto más espectral procura aflorar a la superficie. ¿Cómo se explicaría si no, el que, cuando escribo, me parezca que, penetrando mi escritura como una sombra, se marcan los trazos de otra enteramente diferente? O, ¿no será mejor comparar esto con esos peces que, en invierno, suben desde las profundidades del agua hasta la delgada capa de hielo que la cubre y nadan, silenciosos como sombras? ¿Qué es, pues, lo que me parece surgir de las profundidades de las hojas de modo incierto y apenas legible, como a la luz vacilante de una vela? Y, sobre todo, ¿quién escribió esos signos? ¿Para quién los escribió? Verdad es que, a veces, aquí y allá, los signos corresponden a mi escritura, cubren mis trazos, de suerte que los míos y los espectrales corren juntos, así como los rasgos del abuelo vuelven a encontrarse en el semblante del nieto, y un sentido, en parte mío pero en parte de alguien enteramente distinto de mí, emana de esas hojas en las que dos sustancias, al unirse, se convierten en una llamarada irradiada. Sin embargo, habría que volver a trazar todos los rasgos de esta misteriosa escritura y no encomendar al azar el que los trazos coincidan. Y la habitación, como si se llenara de humo, se colma de signos espectrales, y el aire, que entra por la ventana, está cargado de ellos...

»Pues casi todo lo que los hombres escribieron es como si no lo hubieran escrito. Todo cuanto se ha escrito es como cartas en las que nadie dijo lo que quería decir... o, mejor dicho, como cartas no escritas. Abre uno los cajones de las cómodas y allí se encuentran paquetes de cartas atadas con cintas; y la cera del sello que el destinatario ha roto como si hubiera roto el sello de verdaderas cartas, está diseminada en trocitos en el fondo del cajón, como fragmentos de escudos y de blasones rotos después de un combate singular. Porque, en efecto, cuando desatamos el paquete y abrimos las cartas, sólo encontramos en ellas decepción. ¡Y, sin embargo, habría tantas cosas infinitas que decir! No sobre la realidad, aunque tampoco se ha dicho nada sobre ella, sino sobre lo irreal. Pero nuestras palabras son poco precisas y, cuando pensamos en lo irreal, tal vez entendamos, a pesar de todo, la realidad.

»¿Qué me ocurrió, por ejemplo, ayer cuando me atreví a dar un paseo a pie? Había echado a andar por un estrecho camino ascendente que, dando un rodeo (cierto es que puede haber gentes que digan que se trata de un rodeo cualquiera, pero lo cierto es que yo lo considero un rodeo perfectamente singular) y pasando por detrás de una granja, conducía, hacia el norte, a las lindes de un bosque. Pero no había dado sino unos pocos pasos cuando ya me pareció que el sendero, en lugar de subir, bajaba. Vi que aunque sólo suavemente, pero de todos modos en forma perceptible, el camino subía, y sin embargo, me parecía que bajaba. Y ese conflicto entre lo que sentía y lo que percibía debió de sumirme muy pronto en un extraño estado de ánimo; en todo caso, sin poder volverme sobre mis pasos ni librarme de ninguna manera de esa impresión, me daba cuenta, con toda claridad, del carácter extraordinario de lo que estaba viviendo. El sendero era pedregoso, como si el agua de un arroyo hubiera corrido por él; por lo menos, en el extremo más bajo del camino —en el que realmente era más bajo, y no el que me parecía a mí serlo— se veía un montón de piedras como cantos rodados, y más allá ciertas huellas de ruedas se habían transformado en surcos; pero en otros lugares las piedras que sobresalían de la tierra parecían gastadas por el paso de mucha gente. Sin embargo era un sendero ciertamente poco transitado, y entre las piedras crecía un poco de pasto y llantén. El camino era de anchura desigual y, a veces, hasta se perdía del todo. Cuando eché a andar por él, oí que un caballo relinchaba en la granja. Era un relincho excitado, como si el animal estuviera intranquilo por algún acontecimiento. Fuera de eso, todo yacía en el silencio más completo. Al principio, la senda bordeaba un pequeño trozo de campo muy pobre, circundado por un seto. Pasaba luego por un delgado hilo de agua cuyo murmullo quejumbroso apenas se oía. Alrededor se extendían tierras bajas y pantanosas con una vegetación de hojas lanceoladas o de espesa cabellera, como piel de nutria, que exhibía aquí y allá flores blancas y estrelladas. En una curva de la senda, diez pasos antes de que ésta se hundiera hasta la altura de un hombre, había un arenal, o en todo caso un fondo de guijarros que a mí me pareció un yacimiento de arena o de rocalla, y en ese arenal crecía un arbusto de singulares flores, y un bérbero, y una zarzamora. En el borde del barranco se levantaba un pino, despojado de sus ramas hasta la mitad del tronco, al pie del cual crecían matorrales de agracejos, pequeños robles y otros arbustos. En dirección al bosque se veía todavía un único abedul. Al otro lado de la senda vi un árbol de una especie para mí desconocida, y los troncos de algunas encinas abatidas, como las que más adelante se veían en cantidad, cubiertas de moho. Evidentemente a causa de los continuos cortes —cuyo objeto ciertamente ignoro—, sus copas habían asumido la forma de arbustos ovalados.

»Bien advierto que no comprenderás enseguida la razón por la que te describo todo esto. Pero la experiencia que tuve en ese camino fue la siguiente: cuando comencé a andar por él miraba el llantén —o, mejor dicho, sólo las hojas y no los tallos de esa planta— y las piedras gastadas. Caminando así con la vista baja y sin mirar frente a mí, al cabo de un rato ya no debí de darme cuenta de la dirección del camino que seguía y que yo sólo buscaba semiconscientemente; lo cierto es que ese conflicto de mi espíritu entre mis percepciones y mi propósito de permanecer en el camino me fatigaba extraordinariamente y, según noté, fui presa de un estado de vértigo en el que, de pronto, creí hallarme en un lugar enteramente distinto de aquel en que me encontraba en realidad. Es decir, me pareció súbitamente no hallarme en ninguna parte o, por lo menos, en un determinado lugar, en tanto que se apoderaba por entero de mí la sensación de estar descendiendo en lugar de subir. Me resulta muy difícil describirte esa sensación. A lo sumo podría compararla con el sentimiento de mi propia debilidad física. Así como siento en mí mismo esa debilidad que me consume, el camino ascendente —de modo igualmente aniquilador— me llevaba irresistiblemente hacia abajo. Descubrí con espanto y con una intensidad hasta ese momento nunca conocida que estaba completamente solo. Habría dado cualquier cosa porque alguien me acompañara. Pensaba que si alguien hubiera estado allí conmigo, aunque sólo fuera el perro que está siempre tendido en la cocina y nunca me acompaña, no me habría ocurrido eso. Pero, ¿qué me ocurría en realidad? No lo sé. Era como si, abandonado en una terrible caída, me encontrara enteramente perdido, de manera que tenía la impresión, y hasta la seguridad, de que ni yo ni ningún otro hombre había tenido nunca semejante experiencia, que, por motivos desconocidos, me deparaba una aventura tan inquietante, tan turbadora.

»Cuando volví a levantar los ojos, o más bien cuando volví a mí mismo, me encontraba frente al lindero del bosque. Sólo había recorrido aquel caminito, pero me parecía haber estado en países tan lejanos que ni siquiera Ptolomeo registró ni Mercator incluyó en sus fantásticos mapas. Quise sacudirme de la impresión que había tenido, pero ella misma ya me abandonaba, como un velo que me hubiera cubierto la cabeza y el rostro. De pronto, ya no comprendí nada de lo que me había ocurrido y tampoco más tarde fui capaz de comprenderlo. Junto con esa indescriptible sensación de angustia desapareció también de mí la capacidad de comprender y asimismo de hacer cualquier intento en ese sentido.

»Advierto ahora que el mucho escribir me ha fatigado, lo que me obliga a terminar esta carta con mayor prisa de lo que realmente quisiera. A todo esto, no te rogué con las instancias que convenían lo que sobre todo quería pedirte: que vengas a hacerme una visita. Mis tías ya me dieron la autorización para que te invitara. Lo hicieron complacidas. Desde luego, no sé si puedes venir a visitarme, pero estoy seguro de que, si te es posible, lo harás, más por la amistad que me tienes que por los placeres que yo pueda ofrecerte aquí. De todos modos ven y quédate conmigo todo lo que quieras. Aquí no se mide el tiempo. Es más, hasta creo que también mis tías verían con agrado otro huésped, siempre que a mí mismo pueda llamárseme tal cosa y no ya alguien a quien se cuenta como miembro de la casa.

»Lamento haberme agotado al escribir todas estas cosas, en lugar de encontrar las palabras cordiales que, a decir verdad, tenía el propósito de escribirte al principio. Perdóname, pues, teniendo en cuenta el estado en que me hallo, y da por dicho lo que no supe escri birte.

Gegendt, 26 de junio de 1925.

S
ILVERSTOLPE
»

La carta terminaba con estas palabras, escritas con la prisa de una manifiesta fatiga. Seguían dos postdatas agregadas evidentemente antes de que partiera el correo en las que Silverstolpe daba a su amigo ciertas indicaciones referentes al viaje.

R
OCHONVILLE

1

Hasta que sus padrinos y los de von Pufendorf ajustaron los detalles del duelo, Lukavski pasaba día y noche con una pistola de repetición en el bolsillo o debajo de su almohada; la misma pistola, por lo demás, que tenía asida con la mano derecha durante la entrevista que mantuvo con von Pufendorf. En efecto, en modo alguno veía la necesidad de compartir el destino de Engelshausen y de Fonseca. Durante esos días —después de la guerra se había empleado en una compañía de seguros— tuvo que visitar, por cuestiones relacionadas con su empleo, a dos clientes que vivían en los suburbios de la ciudad. Había considerado ambas citas como trampas que se le tendían, y por eso se había preparado contra toda sorpresa. Pero en el curso de esas dos visitas no ocurrió nada extraordinario.

El día 30 de junio emprendió viaje, junto con sus padrinos, hacia la ciudad de Ödenburg. Dijo a su mujer que se ausentaba a causa de un negocio.

Como las leyes húngaras relativas a esas cuestiones eran más convenientes que las austríacas, en aquella época la gente solía cruzar la frontera, prefiriendo batirse en territorio húngaro y no en el propio.

Los padrinos de Lukavski eran un capitán llamado Vargha y un teniente coronel de nombre von Schustekh. Al principió, Lukavski tuvo la intención de pedir a Silverstolpe y a Marschall que actuaran como representantes suyos, pero luego se abstuvo de hacerlo, para no comprometer la libertad de acción de sus dos camaradas.

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