Las Dos Sicilias (15 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Llegaron a Ödenburg al caer la tarde, y pasaron la noche en el
Grünen Baum.
Después de comer se entregaron a una partida de naipes.

Durante la noche estalló una tormenta y a la mañana siguiente los prados estaban aún velados por la niebla. Se pusieron en marcha a las cinco de la mañana. Lukavski sostenía que batirse a horas tempranas era una costumbre que ya no tenía sentido, heredada de una época en que la gente en general se levantaba con el alba y, a su juicio, sólo por irreflexión persistía ese hábito que impedía batirse a una hora más razonable. Pero asimismo admitía que, como a una hora más tardía los caminos se veían frecuentados por mucha gente, los duelos llevados a cabo en las primeras horas de la mañana tenían su razón de ser.

Cuando subieron al coche, una calesa bastante destartalada y tapizada con cuero negro, Lukavski recordó otros viajes parecidos que había realizado en su juventud y, mientras recorrían el camino, intentó contar algunos de aquellos lances. Pero sus acompañantes no estaban dispuestos a oírlo, o sencillamente no lo oían, ocupados en considerar las consecuencias que derivarían para ellos de todo aquel asunto.

Vargha había llevado a un médico. Schustekh sostenía sobre sus rodillas la caja de las pistolas.

Dos agentes de policía que encontraron al pasar les saludaron, aunque no podían dejar de adivinar, a causa de lo temprano de la hora, el propósito de la excursión de aquellos señores.

Lukavski no estaba del todo seguro de que von Pufendorf se presentara, pues no lo había visto en los días anteriores, ni en la ciudad ni luego en el tren. Pero cuando llegaron al terreno convenido, allí estaba ya von Pufendorf con sus padrinos.

Algunos rayos de sol se filtraban a través de la niebla. Los altos árboles parecían desvanecidos tras velos semejantes a telarañas, que comenzaban ahora a disiparse; por encima de la hierba ondeaba húmedo vaho, como una procesión de tristes espectros que pasara por los sombríos prados del averno.

Los padrinos de von Pufendorf —rusos ambos— eran un señor llamado Harff y un conde de nombre Golenischtschev-Kutúsov. Durante las conversaciones mantenidas para ajustar los detalles del duelo, se había sabido que Harff era un ex empleado de banco, y que Golenischtschev había sido consejero de legación.

Los rusos iban pobremente vestidos y su aspecto era triste y consternado. Recortándose contra el fondo de niebla, la silueta de von Pufendorf recordaba vivamente la de Wrangel.

El coche de los rusos ya estaba estacionado bajo los árboles y el de Lukavski se colocó junto a él.

Después de saludarse, los padrinos se consultaron y designaron a Harff como director del duelo. Mientras tanto, los dos adversarios permanecían de pie, alejado el uno del otro. Lukavski encendió un cigarrillo y se puso a contemplar los movimientos de la bruma, haciendo como que no advertía que von Pufendorf lo estaba mirando. Pero la mirada de éste no era amenazadora, sino más bien casi apenada.

El cirujano preparó sus instrumentos.

Se convino que se realizaría un triple intercambio de balas. Una vez que Harff hubo leído en voz alta el documento que Schustekh le alcanzó, el ruso procedió a una tentativa de reconciliación. Dejó caer la hoja de papel que leyó hasta el final, y dijo:

—Todos nosotros somos pobres gentes. Ya no somos lo que éramos. El mundo al que pertenecimos ya no existe. Y lo que aquí ha de llevarse a cabo corresponde a otra época. A la época en que éramos jóvenes. No deberíamos invocar a Dios para que decida Él este combate. Dios se ha hecho muy grande. Ya no decide estas cosas. Pido a los adversarios que se reconcilien.

Habló en un mal alemán y todos advirtieron que se había aprendido el discurso de memoria. Evidentemente, por parte de los rusos se había dado por descontado que, a causa de ser Harff el de más edad, sería designado director del duelo.

Sus palabras cayeron como una sombra sobre la escena, ya de por sí sombría.

Frunciendo las cejas, Lukavski manifestó que tenía plena conciencia de la responsabilidad que asumía, pero que, de todas maneras, rechazaba la proposición de reconciliarse. Von Pufendorf guardó silencio. No quedó, pues, sino cargar las pistolas, lo que llevó algún tiempo; luego se las dieron a los adversarios, quienes, mientras tanto, habían ocupado sus puestos a la distancia convenida.

—Contaré hasta tres —dijo Harff—. A cada número golpearé con las manos. Por lo menos, así lo hacíamos en Rusia. Ha de dispararse entre el uno y el tres. En el caso de que cualquiera de los dos adversarios dispare antes de que yo cuente uno, o después de que cuente tres, los padrinos del otro tienen el deber de disparar a su vez inmediatamente.

Volvió a pronunciar estas palabras, según se advertía, como si se las hubiera aprendido de memoria. Y la voz de ese hombre sonaba con extraña tonalidad. No sólo era la voz de un extranjero, sino que era una voz extraña.

—¡Triste ejemplar! —dijo Lukavski, a media voz, a Vargha. Éste no respondió. Los padrinos se colocaron en una línea junto a los adversarios. También Golenischtschev y Vargha sostenían en la mano una pistola cargada. Detrás de ellos, hallábase de pie el cirujano. En ese momento, el sol atravesó la niebla, con cascadas de luz.

—Señores, ¿están ustedes listos? —preguntó Harff. Y como le respondieran afirmativamente, gritó—: ¡Atención! —y luego contó—: ¡Uno... dos... tres!

Y simultáneamente golpeó por tres veces sus manos. Los adversarios dispararon casi al mismo tiempo; Lukavski tal vez una fracción de segundo antes que von Pufendorf. Evidentemente, su bala no había alcanzado al ruso. A través de la tenue nubecilla del humo de su disparo, vio cómo von Pufendorf, que hasta ese momento había mantenido la mirada baja, la fijaba en él, es decir, propiamente eran dos los ojos que al mismo tiempo se fijaban en él: un ojo vivo, humano, y el ojo inanimado del orificio circular de la pistola, que se dibujaba nítidamente a la clara luz del sol. A decir verdad, era imposible que el mayor pudiera ver aquellos dos ojos a semejante distancia. Sin embargo, a él le parecía que los veía. Puesto uno encima del otro, aquellos ojos, con algo de los ojos de un pleuronecto, se clavaban en él.

Un instante después, el humo del disparo de von Pufendorf ocultó a los dos adversarios. La bala del ruso destrozó el codo del brazo derecho del mayor, todavía levantado, y luego el plomo deformado se alojó en el borde del omóplato derecho.

Lukavski permaneció aún un momento de pie y luego se desplomó en el suelo. El médico se precipitó con todos los demás sobre el cuerpo del caído y, después de quitarle la chaqueta y de examinar la herida, la vendó. Mientras tanto, el mayor se había desvanecido. Hicieron que los cocheros acercaran los carruajes. Cuando subían a uno de ellos el cuerpo del mayor, Golenischtschev-Kutúsov dijo a los padrinos de Lukavski:

—Que Dios les perdone a ustedes lo que obligaron a Konstantin Ilich a hacer a este hombre.

El mayor fue llevado al hospital. Los otros se entregaron a las autoridades.

2

Rochonville se enteró de la noticia la noche de aquel mismo día y fue Gordon, al que no conocía personalmente, quien se la dio durante la visita que le hizo al coronel, con gran sorpresa de éste.

—Coronel Rochonville —dijo Gordon con su obligada sonrisa que expresaba al mismo tiempo su resignación respecto del curso de todas las cosas y su convencimiento de que sólo un hombre de negocios está en condiciones de comprenderlo siempre todo—. Coronel Rochonville, ignoro si sabe usted que su mayor, el señor Lukavski, se batió en duelo en Ödenburg con el señor von Pufendorf, un ruso, y que quedó gravemente herido.

—¿Lukavski? —exclamó Rochonville sorprendido—. ¿Con un ruso? ¿Con un señor von...?

—Por cierto —afirmó Gordon—, ¿no conoce usted a von Pufendorf?

—Déjeme usted pensarlo. ¿Dónde oí ese nombre...? ¿Y dice usted que el mayor está herido? ¿Qué clase de herida recibió...?

—Tiene un brazo destrozado —dijo Gordon sonriendo, como si se tratara de la cosa más agradable del mundo— y una bala alojada en el omóplato. Si se juzgara superficialmente la cosa, podría deducirse que el señor Lukavski recibió semejante herida, que entre los romanos se tenía por extremadamente deshonrosa, volviendo la espalda al enemigo. Pero lo cierto es que la herida en semejante lugar sólo se debe a la posición que el mayor adoptó durante el cambio de balas. Se colocó de costado al adversario, para ofrecerle el menor blanco posible. Además no fueron dos balazos los que le alcanzaron, sino sólo uno, pues la misma bala que le destrozó el codo tuvo aún suficiente fuerza para introducirse en el omóplato. En todo caso, el mayor Lukavski fue quien provocó el duelo y a nadie se le ocurrirá reprocharle su falta de valor. Al contrario; y precisamente esa iniciativa del señor Lukavski es el motivo de mi visita. A decir verdad, quisiera pedirle, señor coronel, que, haciendo uso de la influencia que tiene sobre sus oficiales, procure que éstos se abstengan de persistir en sus intentos de aclarar un asunto que fue confiado a la policía. Ya su conde Fonseca hubo de pagar semejante intento con la desaparición. Y ahora su mayor, el señor Lukavski, recibe esa grave herida.

Dijo
su
Fonseca y
su
mayor, del mismo modo en que una firma comercial, al referirse a los empleados de otra, los llama
sus
señores Tal y Cual. Gordon prosiguió su discurso:

—Mi decisión de venir a visitarlo con el fin de que usted, coronel Rochonville, quiera tener a bien apagar el espíritu emprendedor de sus señores oficiales, es exclusivamente mía y personal. Ya sé que con este paso voy más allá de los límites de mis competencias como policía y bien comprendo que, con razón, pueda usted preguntarme con qué derecho le hago semejante proposición. Pero le ruego que no dé a mi visita un sentido profesional, sino que la considere como una entrevista de carácter enteramente social. Quisiera que habláramos confidencialmente, de hombre a hombre. Por lo menos me parece que éste es el mejor medio de entendernos. Porque la desaparición de Fonseca bastó para llamar innecesariamente la atención pública sobre todo este asunto. Y ahora el hecho de que el mayor Lukavski se haya batido con von Pufendorf agrava la situación. Sin estos dos hechos, probablemente el público ya hubiera olvidado hace tiempo la muerte de Engelshausen. Pero ahora se habla del caso del regimiento Las Dos Sicilias... Y tal vez no sin razón. Porque, en efecto, sobre todo en lo tocante a Fonseca, la gente se pregunta por qué había de morir sino por el regimiento de ese nombre. Sólo que, como ya dije, todo lo que emprendieron esos señores oficiales, lejos de beneficiar a la policía, dificulta su trabajo. Desde luego que podría usted objetarme que la policía hasta ahora no cumplió ningún trabajo o, por lo menos, que no alcanzó ningún resultado. Desgraciadamente no estoy autorizado para informarle acerca de la actividad cumplida por mis empleados ni acerca de los resultados que alcanzaron sus esfuerzos. Sin embargo, creo, claro está que dentro de los límites de cierta reserva, deber comunicarle que entre el cielo y la tierra hay muchas más cosas que las que pueda imaginarse alguien que no es policía, y no puede decirse esto a la inversa; por lo demás, estoy satisfecho con los resultados obtenidos hasta ahora por mis hombres. No se preocupe usted por la duración de las investigaciones y, sobre todo, déjenos a nosotros, los hombres de la policía, que aclaremos este asunto. En todo caso, le ruego sólo que no pretenda ayudarnos.

Gordon habló como si se encontrara en un consejo de gobierno. El coronel le dejó hablar, pues mientras Gordon discurría, Rochonville meditaba y había acabado de recordar dónde había oído el nombre de von Pufendorf.

—Señor Gordon —preguntó el coronel—, ¿conoce usted personalmente a ese señor von Pufendorf?

Gordon miró de frente a Rochonville y a su vez le preguntó:

—¿Y usted no?

—Oí hablar —respondió el coronel— de otro señor del mismo nombre, pero no de éste.

—Pues bien —dijo Gordon—, puedo suministrarle a usted algunos informes sobre Pufendorf, y esto me resulta fácil ya que el propio Pufendorf no tiene ninguna relación con el caso que se me ha confiado.

—¿Ninguna relación?

—Ninguna. El mayor Lukavski fue víctima de un craso error cuando le atacó... o creyó atacarle.

El coronel le miró con aire dubitativo.

—Parece que no me cree —dijo Gordon—, pero es así. El von Pufendorf al que me refiero es un ruso, si bien su familia, que obtuvo título de nobleza en el siglo
XVII
, procede de la Alemania del norte. Fue oficial y sirvió en la guardia, en uno de los regimientos más famosos, el de los húsares de Grodno...

—¿En los húsares de Grodno? —exclamó el coronel.

—Sí, ¿le sorprende a usted?

—El von Pufendorf en quien pienso sirvió también en el regimiento de húsares de Grodno.

—Entonces, tal vez, se trate de la misma persona.

—No, debemos descartar esa posibilidad, pues el que yo digo ha muerto, según me dijeron.

—Pero, quizá verdaderamente no haya muerto. El von Pufendorf al que me refiero es, en todo caso, el hijo de cierto Elias von Pufendorf y de una princesa Viasemskaya...

—¿Hijo de Elias von Pufendorf? ¡Pues entonces tiene que llamarse Ilich!

—Desde luego, por su padre.

—¿Y cuál es el primer nombre de von Pufendorf?

—Konstantin.

—¿Konstantin? —exclamó el coronel—. ¿Konstantin Ilich?

—Así es, pues no puede ser de otro modo.

—En ese caso, efectivamente sería el mismo... Pero eso es imposible.

—¿Imposible? ¿Por qué?

—Porque, como ya le dije, Konstantin Ilich von Pufendorf ha muerto.

—Pues bien, yo le digo a usted que vive. Ya que, si no fuera así, ¿podría haberle destrozado el brazo a Lukavski y luego alojarle una bala en el omóplato, para probar mejor su existencia? Pero, ¿por qué cree usted que ha muerto? ¿Quién se lo ha dicho?

El coronel estaba ya a punto de declarárselo al comisario, pero por alguna razón se abstuvo de hacerlo. Le habría resultado difícil a él mismo establecer por qué motivo no quería decírselo. Pensó que tal vez porque, al comunicar a Gordon los detalles de la historia, éste la echaría a perder, lo mismo que había hecho con los casos de Engelshausen y Fonseca. Pues, por más que el comisario le asegurara que las investigaciones continuaban su curso normal, el coronel abrigaba el convencimiento de que la policía estaba desorientada. Por lo menos, no podía admitir —como hacía Gordon— que Lukavski se hubiera equivocado.

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