Las Dos Sicilias (28 page)

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Authors: Alexander Lernet Holenia

BOOK: Las Dos Sicilias
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Hasta aquel punto, Gabrielle había seguido la fantástica historia de Gasparinetti, pero ya no pudo dominarse. Con manos temblorosas cogió los naipes, que enseguida volvió a dejar sobre la mesa.

—Quiero marcharme —dijo tartamudeando y sin poder contenerse.

—¿Marcharte? —exclamó la señora Pronay—. Pero, ¿adónde?

—A casa, a cualquier parte, pero quiero marcharme.

—¿Ahora, en medio de la noche?

—Sí.

Y después de hacer un rápido cálculo de lo que debía por el juego, Gabrielle sacó de su bolso de mano, con temblorosos dedos, unas cuantas monedas que arrojó sobre la mesa.

En el momento de tomar el tren en Komorn había experimentado ya el imperioso deseo de marcharse lejos, a cualquier parte. No lo había hecho porque pensaba que, en tal caso, von Pufendorf cometería algo que tomaría las proporciones de una catástrofe. Pero tal reflexión no poseía ya ninguna fuerza. De todos modos, ya había ocurrido lo que temía, y von Pufendorf se había evadido.

—Pero estás completamente loca —le dijo la señora Pronay.

En lugar de responder, Gabrielle se puso de pie, lo que también hizo Marschall, mientras decía que si Gabrielle deseaba marcharse, él también iba a acompañarla.

Gasparinetti, sentado junto a la mesa, jugaba nerviosamente entre sus dedos con las monedas que Gabrielle había arrojado.

—Si alguien ha de acompañar a la condesa —dijo Gasparinetti—, me parece que nadie es más indicado que yo para hacerlo.

Cierto es que no explicó por qué se consideraba el más indicado para semejante menester, pero de todos modos a nadie le pareció interesante preguntárselo.

—Pero, ¿qué les ocurre a todos ustedes? —exclamó la señora Pronay—. ¿No querrán dejarme aquí sola? Mi marido no vendrá hasta mañana.

Parecía que ella misma comenzaba a sentir miedo. Y como Gabrielle insistía en emprender viaje inmediatamente, Elisabeth propuso llevarlos a todos a Viena en su automóvil. Desde luego que era un viaje de unas cinco horas, pero en modo alguno parecía dispuesta a quedarse sola en el castillo.

—¿Tendrá entonces la bondad de detenerse unos minutos en Siofok para que pueda recoger mis maletas? —preguntó Gasparinetti—. A decir verdad, es verdaderamente ridículo el que todos, así, de pronto... Pero, si la condesa está... absolutamente... Nunca hay que contradecir a una mujer, aun cuando... haga las cosas más incomprensibles, pues, en última instancia, las mujeres saben siempre lo que hacen.

Entonces, arrojando las monedas sobre la mesa, también se puso de pie. Gabrielle hacía tiempo que había salido de la habitación. Ya en el dormitorio, metió apresuradamente sus cosas en el baúl. La señora Pronay encomendó a los criados que comunicaran a su marido que ella volvería al día siguiente alrededor del mediodía. También Marschall hizo sus maletas muy deprisa. Cuando volvió al salón para bajar al patio, ya se oía en éste el ruido del motor del automóvil; en la sala de juego las bujías aún ardían. Sobre el verde tapete de la mesilla y entre los naipes se veían aún las piezas de
pengoes
que Gasparinetti había tenido en sus manos. Cuando Marschall pasó frente a la mesa, aquéllas le llamaron la atención. Algo extraño en su aspecto atrajo su mirada. Marschall se aproximó a la mesa, para examinarlas. Aquellas monedas estaban completamente dobladas.

S
LATIN

1

El viaje en el automóvil lleno de maletas fue deplorable. En ciertos tramos los caminos estaban inundados y entre Stuhlweissenburg y Raab se extendía un mar de fango. Pero la señora Pronay, como toda la gente que no brilla por sus luces, conducía relativamente bien, de manera que al romper el día llegaron a la frontera, donde advirtieron que había sido inútil el apresurarse tanto.

En efecto, aunque las autoridades húngaras los dejaron pasar sin dificultades, los funcionarios austríacos, entre los que se encontraban agentes de policía, examinaron los pasaportes muy atentamente, se los pasaron de mano en mano, cambiaron algunas palabras en voz baja, y por último declararon que Gasparinetti quedaba detenido.

Gasparinetti acogió la nueva con gran calma y hasta reprimiendo una sonrisa, pero los otros, nerviosos y cansados por la noche que habían pasado sin dormir, se mostraron perplejos y aturdidos, más aún cuando se les dijo que, si bien no quedaban exactamente arrestados, las autoridades los retenían por lo menos momentáneamente; y enseguida fueron todos encerrados en una habitación con el capitán.

Desde luego que les resultó sumamente desagradable verse encarcelados junto a él, en semejantes circunstancias; pero Gasparinetti hacía como si todo aquel asunto no le concerniera y no cesaba de afirmar que, si bien no se trataba precisamente de una equivocación propiamente dicha, era sin embargo algo muy parecido a eso y que lisa y llanamente correspondía al capítulo de «accidentes de viaje». Y entonces se puso a contar distintos incidentes que pretendía haber tenido en sus viajes, manifestaciones que carecían de todo interés para sus compañeros y que, por la monotonía del torrente de palabras con que Gasparinetti las contaba, habrían terminado por adormecer a los presentes si éstos no hubieran estado persuadidos de que el capitán era, si no un personaje decididamente sospechoso, en todo caso sí absolutamente inquietante. Sobre todo Marschall no dejaba de contemplar las manos del capitán, que había torcido las piezas de
pengoes
con la misma facilidad con que cualquiera de nosotros parte un trozo de pan. Pero aquellas manos no tenían nada de extraordinario. No eran ni especialmente grandes ni parecían excepcionalmente fuertes; eran unas manos vulgares, como podía tenerlas cualquier oficial.

Mientras Gasparinetti contaba sus historias, Gabrielle, agotada y con los ojos cerrados, permanecía con la cabeza apoyada en el hombro de Marschall; pero no dormía, sólo que sus ojos ya no podían soportar la luz. Había cesado de llover. El sol se disponía a mostrarse a través de las nubes y, de pronto, la luz se manifestó con terrible crudeza, o tal vez fueran las ventanas excesivamente altas y la capa de cal que recubría las paredes de aquel cuarto, lo que la hacía tan desagradable.

También la señora Pronay habría querido apoyar su cabeza en el hombro de alguien, pero entre los presentes no quedaba nadie en quien pudiera hacerlo, pues ya no podía contarse con el capitán para ese efecto.

Gasparinetti era el único que no parecía cansado; por el contrario, daba más bien la impresión de encontrarse fresco y dispuesto, mientras hablaba sin tregua. De pronto, la señora Pronay lo interrumpió al preguntar a los otros qué había de pensar su marido si ella no podía volver a Czege.

—Nada —dijo Gasparinetti—, o, en todo caso, lo que piensa habitualmente.

Y luego prosiguió contando su historia.

—El incidente de viaje (en la medida en que pueda llamárselo así) más extraordinario de mi vida ocurrió en México. Yo había tomado un tren nocturno que, saliendo de Ciudad de México, iba a Veracruz. (Me proponía seguir viaje hasta La Habana.) Llegué a la estación unos veinte minutos antes de la partida del tren. Después de hacer revisar mi equipaje me paseé por el andén arriba y abajo mientras fumaba un cigarrillo, pues en los coches cama de los trenes americanos sólo está permitido fumar en el lavabo. Cuando llegué al extremo posterior del tren vi que subían a él muchos soldados y que lo hacían en el último departamento del último vagón, que no se comunicaba con los otros coches. Evidentemente, aquella parte del tren estaba no sólo reservada exclusivamente para los militares, sino que hasta había sido construida para que la ocuparan soldados. Los que vi subir entonces eran de caballería. Llevaban uniformes de color caqui, botas pardas y espuelas doradas sin estrellas. Esa falta de gusto me produjo muy mala impresión. Una vez que el tren se puso en marcha con esas típicas sacudidas con que lo hacen todos los trenes mejicanos, me quedé aún un tiempo en el lavabo leyendo algunos periódicos, y por último fui a acostarme en mi cama. En general se duerme muy bien en los coches cama de los trenes americanos; pero aquella vez nuestro reposo nocturno se vio interrumpido de modo desagradable. Debíamos hallarnos aproximadamente en la comarca de Orizaba cuando el convoy se detuvo con una sacudida tan brusca, aun teniendo en cuenta que se trataba de un tren mejicano, que todos nos despertamos inmediatamente. Al mismo tiempo, oímos el estampido de armas de fuego. Los viajeros saltaron de sus camas al corredor central, pero yo, descorriendo las cortinas de la ventanilla que se hallaba junto a mi cama, me puse a mirar hacia fuera. En los vagones mejicanos las ventanillas sólo están provistas de vidrio en la mitad superior, pues en la parte de abajo hay una especie de reja. Con esta disposición se cree evitar que los viajeros se mueran de calor o se ahoguen por el polvo. Y esa ingeniosa combinación me permitió descubrir la causa de nuestra súbita parada. A la luz de la luna llena, que brillaba alta en el cielo, vi el Citlaltepetl, que con sus nieves eternas resplandecía como un volcán de plata suspendido en lo alto de vaporosas nubes. Pero no fue ese espectáculo el que atrajo mi mirada. En la arenosa llanura parecía que las pitas con que se elabora el pulque, habiendo adquirido vida, corrieran como sombras hacia el tren. Y esas sombras tenían la particularidad de disparar continuamente armas de fuego contra nosotros. Entonces, del último vagón del tren se precipitaron a tierra los soldados de caballería con sus espuelas doradas, de las que por cierto no habían de servirse, y huyendo, comenzaron a responder al fuego. Los fogonazos brillaban como relámpagos en la noche. En México siempre ocurre que cada dos o tres meses un tren se ve asaltado. Por eso, por lo menos durante la noche, no viaja ningún tren sin protección militar. Pero esa escolta no vale gran cosa. En nuestro caso, algunos de los miembros de la banda que atacó el tren debían de haberlo tomado ya en la ciudad de México y, al llegar a un determinado lugar del trayecto, debían de haber dado muerte al maquinista y al fogonero para detener el tren mientras sus compañeros se lanzaban al ataque de los vagones. El mejicano es un pueblo mestizo, amigo de las armas de fuego. El ataque de que fuimos objeto era llevado a cabo por una decena de hombres que disparaban sus armas a tontas y a locas y, en el fondo, nada serio habría ocurrido si uno de nuestros compañeros de viaje no hubiera tenido la desdichada idea de sacar una de esas pistolas indias con incrustaciones de nácar, de ésas cuyos mangos se ven asomar a veces por la abertura de las chaquetas de los habitantes del país, y de ponerse a disparar contra los asaltantes. En México está generalmente prohibido portar armas de fuego, a causa de las muchas revoluciones que con ellas se han llevado a cabo. Además, todos los extranjeros que entran en el país quedan sometidos a un registro en el que se les confiscan las armas de fuego. Sólo se permite el uso de los
machetes
.
[2]
Desde luego que tales medidas tienen como única consecuencia el que la parte de la población que escapa a toda vigilancia oficial siempre esté armada, en tanto que la parte vigilada, no, y que, cuando sobreviene un conflicto, los elementos vigilados paguen, como de costumbre, los platos rotos. Si todos los viajeros hubiéramos estado armados, lo más probable habría sido que rechazáramos el ataque sin dificultad. Pero, como sólo uno de nosotros disparaba, nos encontrábamos totalmente indefensos frente al denso fuego con que nos cubrieron los atacantes. Muchos viajeros se desplomaron, heridos, en el corredor central del vagón, y yo mismo caí al suelo alcanzado por una bala en la sien, que me hizo el efecto de un bastonazo. Todavía conseguí ver cómo los bandidos se abalanzaban sobre nuestras maletas, pero luego perdí el conocimiento.

»Cuando volví en mí todo había terminado. Me encontré tendido en medio de un charco de sangre que, al principio, creí que era mía; pero seguramente había allí también sangre de otras víctimas que, arrastrándose por el suelo, se examinaban sus heridas, palpándose con los dedos. En mi coche habían quedado muertos dos compañeros de viaje. Me palpé entonces yo también mi herida..., ésta, aquí, en el nacimiento del pelo; todavía se advierte la cicatriz. La bala sólo me había rozado y herido superficialmente el hueso. Una vez que lo comprobé, volví a perder por segunda vez el conocimiento, en cierto modo tranquilizado. Estaban precisamente a punto de trasladarme a otro tren cuando salí de mi desvanecimiento. Ese segundo tren venía de Veracruz y faltó poco para que nos arrollara, pues nadie podía suponer que el nuestro se encontraba todavía en aquel lugar. Ya era de día. Me habían puesto una venda alrededor de la cabeza. Desde luego que nuestro dinero y nuestra ropa habían desaparecido y todo nuestro equipaje había sido objeto de saqueo. Días después se encontraron en un barranco cerca de Tlazcala muchas maletas vacías allí abandonadas. Tuve, pues, que continuar mi viaje descalzo y en pijama. Pero, así como la noche había sido fría, durante el día el calor fue excesivo. En modo alguno corría peligro de morir de frío; en Córdoba me cambiaron el vendaje y allí permanecí hasta el día siguiente. Luego proseguí mi viaje hacia Veracruz. En Veracruz recobré una de mis maletas. Estaba casi vacía y lo que los bandidos no habían robado, seguramente había desaparecido en el camino a Veracruz. El resto de mi equipaje estaba perdido. Pero por lo menos encontré en la maleta recuperada algunos de mis documentos, y con ellos pude presentarme en nuestro consulado y obtener un nuevo pasaporte y dinero. Lo único que lamento de las cosas perdidas en aquella ocasión son unas cuantas memorias y notas personales. Pero así pasan las cosas en México. Allí nadie puede concertar un trato que no sea quebrantado, ni recibir cartas que no hayan sido violadas, ni tampoco, desde luego, dejar los zapatos frente a la puerta de la habitación de un hotel sin que no sean (ni digo, desde luego, limpiados) robados. Sin embargo, tal estado de cosas no es tan antipático como tal vez resultaría en otras partes. En efecto, hay en todo el país una especie de aroma romántico que compensa tales inconvenientes. Es como un aroma de especies y frutos exóticos que se huele en todas partes: en el aire, en los cuartos de las casas con sus aromáticos techos de madera, en las comidas y en las bebidas. Y hasta los trenes, que en todo el resto del mundo huelen a trenes, en México huelen a algo mejor. Muchas veces parece que se trata de un olor un tanto dulzón que, desde los días de Moctezuma, ese curioso rey que vivía casi exclusivamente de chocolate, flota sobre todo el país. En México hubo pueblos que llegaron y desaparecieron; el esplendor de Tenochtitlan, los jardines flotantes, los enormes tesoros de oro, las famosas esmeraldas, los fabulosos
chalchihuitles,
los extraños monarcas..., todo eso ya desapareció, pero en cambio quedó ese aroma y verdaderamente creo que no es un olor de sangre o de frutas, sino el perfume del peligro.

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